viernes, 10 de diciembre de 2010

No hay motivo

Tendría que haber un dios de los eternamente insatisfechos y también, si acaso, de los que se regodean en sus miserias y hasta las magnifican para que sea mayor su sentimiento; un dios que podría tener el altar de espinas para que sus devotos se sintieran a gusto. Los devotos de este dios serían ciertamente abundantes y encontradizos desde las cabañas a los palacios. En realidad tal parece como si el español fuese de por sí inclinado al culto de este dios de la autocompasión, y más cuando desde arriba siempre hay prohombres de cartón y mensajeros que se complacen en alimentarlo.
Es cierto. Inexplicablemente poseemos una inevitable tendencia a tener de nosotros mismos un concepto muy bajo, como si anhelásemos más la compasión que el respeto. Tal vez algo se haya calado en los genes de nuestra historia, a juzgar por los testimonios de la lucha que contra ello han mantenido mentes claras de diversos siglos, desde Quevedo a Moratín. Es una constante de antes y de ahora. Y sin embargo, aunque el momento actual no inspire optimismo, desde una mirada más larga no hay motivo.
No hay motivo para que al habitante de este viejo, particular y querido país, que ha visto pasar sobre él la historia entera de Occidente y que ha sido copartícipe de sus alumbramientos, le quieran hacer sentir que el sol siempre está velado sobre sus viejos campos, como si el 98 no fuera ya apenas una menuda anécdota en dos milenios de historia. Cuesta ganar y mantener la fe en lo ganado; cuesta aún más encontrar quien avive esa llama y haga inteligibles los motivos por los que ha de estar encendida. Quizá suceda, como decía aquel pesimista integral que fue Unamuno, que los sentidos al servicio de la conciencia social están dormidos y no son capaces de reaccionar ante estímulos reconfortantes y, además, realistas.
Es sabido, y uno no sabe si desear que fuera el caso, que la insatisfacción aumenta con la conciencia. De ser así, nuestra conciencia, por la estrechez de su código, ha sido y es tan poderosa que ha ejercido como elemento catártico, muchas veces fuera de todo linde de racionalidad.
Harían bien nuestros juicios negándose a admitir a trámite tanta verborrea autoflagelante como lanzan algunos que parecen tenerla como emblema del progresismo. España necesita ser mirada con ojos grandes y, aun así, no resulta fácilmente abarcable. En el balance de sus miserias y sus grandezas podemos estar razonablemente satisfechos.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

La vulgaridad como refugio

Es tan grande nuestro miedo a encontrarnos solos que buscamos refugio en la vulgaridad. Lo dejó escrito Petrarca hace ya siete siglos, así que también en su tiempo debió de vivir la deriva de una sociedad hacia su degradación. Muy grande debe de ser el miedo de la nuestra, porque estamos asistiendo al triunfo absoluto de lo cutre, lo inmundo y lo fétido. Peor aún, a su normalización. Peor aún: a su instalación como categoría propia. Es un espectáculo continuo, que hace pensar que, si esto es lo que nos ha traído la generalización de las comunicaciones, quizá habría que lamentarlo por lo que afecta a la salud intelectual de la ciudadanía. Ahí tenemos, en cualquier revista, en cualquier pantalla y a cualquier hora, a todas las figuras que marcan la pauta social en el país en cuanto a popularidad y fama. Personajes que subastan su dignidad al mejor postor, gentes que venden su intimidad por un cuarto de hora de gloria, figuras cuya gran fama consiste únicamente en haber practicado con asiduidad el adulterio, la infidelidad y la mentira, y en saber venderlo a los bobos. Un torrente de mal gusto, verdadero monumento a las cloacas. Todos ellos embolsándose cientos de millones, que en definitiva es lo único que se busca.
Se silencia al que habla a la inteligencia, por favor, no moleste, que eso no motiva a la masa y no da dinero. Aquí sólo importa fomentar el culto a lo más primitivo del ser humano. Evidentemente, entre un filósofo que trata de darnos una respuesta a la gran incógnita de la vida y alguien que tiene por oficio el subir y bajar de las camas ajenas, no hay color. No cabe ni siquiera plantearlo.
Dejemos a un lado si es un atentado contra la moral para no dar opción a quien alguien salte con el consabido argumento de la relatividad de ese concepto, pero lo que no cabe perdonar es que sea un atentado contra la estética. Pues hasta eso es.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Balada de otoño

Bosque de otoño, sembrado de las ilusiones que se van muriendo, bosque sabio. El símbolo, hoja dorada de tantas metáforas que alientan nuestra pobreza expresiva, lo ha inundado todo, se ha hecho con el aire y la tierra y, sin embargo, qué luz es capaz de dar la buena predisposición de ánimo entre tanto ocre marchito. Está tibio el aire, dormida la tierra y dormido el olor de los espinos. Hay una carretera en la ladera lejana, pero hasta aquí sólo me llega su silencio. Está tragándose sus propios ruidos, allá ella; si no me lanza más que su imagen muda no habrá por qué odiarla. Sé que este seno es eterno y ha cobijado pensamientos diversos y que incluso algunos de ellos se han atrevido a materializarse en ideas y formas que sólo a la cultivada mente del hombre pueden interesar. Pero hoy no quiero ser una mente cultivada, me niego, y me siento en el musgo y dejo que la humedad fije la realidad de mis divagaciones.
Fuera de allí, cuántas palabras, cuántos lechos como cálices amargos, cuántas verdades dichas en susurro, cuántas mentiras dichas a gritos. Somos cantos rodados tirados por el camino de la vida, y si alguien tuviera la facultad de andarlo con paso largo y libre, tropezaría con nosotros. Bultos pequeños que se mueven sin parar, que se mueven en círculo buscando la tangente definitiva. Luego, con los años, sabremos que la única ciencia en la que todos somos diplomados es en la ciencia de no entender nada.
El sendero entre los robles está iluminado por los rayos que las hojas modelan a su gusto. No hay sendero menos libre para elegir su apariencia. Me llega ahora un perfume de helechos, amable y complaciente el bosque con los que renuncian a ser ambiciosos, porque al ambicioso que se apoderó de los sencillos corazones de su pueblo para emplearlos en su propio provecho no le será permitido oler el aroma de los helechos, sino el hedor de las cárceles que creó. Tampoco a la sombra cobarde que aprovecha la oscuridad para romper la esperanza de cuerpos apenas iniciados o la nuca de alguien que ama y es amado, le será dado oler más que la putrefacción de sus propias entrañas. A los que el hambre mata o el terremoto deshereda, sí. A esos puede que sí.
Así me parece en esta tarde de otoño ya maduro, en la que el aire de algún confuso propósito me ha traído hasta el claro de un bosque, en el que, de vez en cuando, aún pasa revoloteando una mariposa blanca. Ya no quedan flores en el suelo ni fresas silvestres ni ardillas temerosas en las ramas; en el canto de los pájaros hay una cadencia de despedida. Siento ganas de internarme por la hojarasca, pero me quedo donde estoy, a cuestas con una extraña mezcla de bienestar y desasosiego. Han caído para siempre las hojas, pero los rayos de sol siguen con su poder de siempre. A lo mejor, la ansiada explicación universal comienza en aquel silencio de colores.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Justicia talibán

Las imágenes de esa mujer siendo asesinada a pedradas en Pakistán, que han pasado casi de puntillas por nuestras televisiones y que apenas han levantado comentarios entre quienes tantos hacen por cualquier nimiedad, hielan el alma. ¿Qué habrá hecho esta mujer? Seguramente algo relacionado con sus impulsos afectivos, quizá un amor prohibido, acaso simplemente dejarse ver en público con otro hombre. Pues que la maldición de Alá caiga sobre ella, que la sura cuarta del Corán la aplaste y que la justa ley de la Sunna le machaque los huesos. No hubo ningún juez misericordioso que sintiese algún remusguillo por dentro; dejaría de ser un buen talibán. El cuerpo de la chica terminó bajo un montón de piedras, sin más réquiem que un corro de miradas heladas y un círculo de manos armadas con guijarros, satisfechas de cumplir su misión. Ni siquiera pudo ver la expresión de quien le tiró la piedra definitiva.
Suena a episodio de la antigüedad semítica, pero es una noticia de estos días del siglo XXI. Los que pregonan desde el amparo de sus códigos legislativos la igualdad moral de todas las civilizaciones deben de verse en el trance de tener que hacer encaje de bolillos para evitar este rotundo argumento en contra. Por cierto, que el Corán dicta sentencia de emparedamiento para las adúlteras; fue la Sunna la que cambió luego esta pena por la de la lapidación, que a su vez procedía de la tradición judía. O sea, que los sincretismos religiosos entre grupos sociales secularmente antagónicos funcionan especialmente bien por su parte más siniestra, como si, por debajo de toda creencia, existiera un hilo conductor común a ellas para igualarlas en inmisericordia. Fue precisamente la misericordia la que libró del apedreamiento a la adúltera más famosa de la Historia: aquella de Jerusalén que vio cómo sus ejecutores tenían que soltar las piedras ante una mansa reconvención.
No creo que los que decidieron esa muerte hayan leído a Juan, ni sé qué grado de blandura tienen sus conciencias, aunque es fácil de adivinar. Sólo sabemos cuál es la dimensión de su compromiso con una ley inhumana, por más que se empeñen en verla divina. Y podemos también imaginar con pavorosa certeza el horror del tormento, que es algo que se impone sobre la sensibilidad por encima de cualquier consideración. No es ya que se trate de un vergonzoso agravio a la dignidad de la mujer -la lapidación es una pena de aplicación casi exclusivamente femenina-, sino que su extraordinaria crueldad remite a la peor abyección de la capacidad humana para hacer sufrir a un semejante, y todo por un delito cuyo juicio moral depende de las circunstancias geográficas. Aquí las adúlteras desfilan a diario por la televisión haciendo gala de ello y embolsándose fama y dinero; en otros sitios, por menos, son apedreadas hasta morir. Todas las convicciones sobre el pacifismo universal que uno pueda tener firmemente asentadas en su sistema ético personal se relativizan de golpe ante esta barbarie. Los grandes ideales alimentan el progreso moral del hombre, pero yo prometo no llorar si los tanques acaban con el poder de estos miserables.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Parábola de la vieja casa

Mi amigo me dijo que quería enseñarme algo y me llevó a través de un camino que discurría entre casas de tamaño y aspecto muy variados, hasta una de las más curiosas de todas. Se encontraba en un extremo del pueblo, algo alejada del centro, aunque bien comunicada con las demás. Vista desde fuera, parecía realmente una magnífica mansión. Estaba rodeada de mar en casi toda su extensión, excepto por un pequeño trozo que la unía al poblado. Aunque no era excesivamente grande, era lo suficiente para ser una de las mayores. Era también la más luminosa y soleada de todas, y la de estancias más variopintas, y la de habitantes más hospitalarios, y hasta la más extraña, según había quien decía. Y, por todo ello, la más visitada. Tenía hasta diecisiete habitaciones, más dos pequeños cuartos, pegados ya a una casa vecina. En el centro estaba situada la estancia principal, que no era la mayor, pero sí la más suntuosa, la que albergaba las obras de arte más importantes y la que servía de aposento a la gente principal; por su situación y condición era paso casi obligado para todos. Las demás habitaciones eran también hermosas, unas más que otras, todas distintas entre sí, diversas todas en tamaño y ambiente, sombrías unas y soleadas otras, algunas con vistas al mar y el resto a la montaña, cada una con el recuerdo de un pasado que se adivinaba abrumador. Mi amigo siguió:
-Esta casa fue construida por una familia de larga historia y de carácter fuerte, quizá porque se pasó media vida en el brete de tener que expulsar a tantos como quisieron ocuparla por la fuerza. Han sido siempre gente de enorme talento, pero de un talento intuitivo. Sus acciones generalmente tuvieron más que ver con la pasión del instante que con los esquemas racionalizados. Prefieren el gesto repentino y brillante al agónico esfuerzo del trabajo perseverante. De esta familia han salido algunos de los más grandes escritores y artistas, también personajes de la milicia y la Iglesia, buenos deportistas, los mejores toreros, músicos ilustres. Es para tenerle respeto ¿no? Pero esta casa es curiosa en todo. Ellos dicen que Adán les asignó la envidia como pecado original. No. Su pecado es otro mayor, mucho mayor: la complacencia en la autodestrucción. Son campeones en hablar mal de sí mismos. Disfrutan creyéndose los peores de todos. Tal parece que busquen ser compadecidos continuamente, como si estuviesen afectados por algún atavismo mendicante. Sus hazañas fueron atentados contra otros, sus cosas apenas tienen valor si es el de fuera quien lo dice, todos sus vecinos son más listos y más cultos y más guapos. Una permanente actitud de cuestionarse hasta el mínimo hecho; una necesidad inmanente de justificarlo ante los demás. Es una pena.
Cuando salí, vi que la casa tenía por nombre una hermosa palabra de seis letras, a la que una eñe daba una bella sonoridad.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Los menores

Las noticias que leemos cada día sobre casos criminales protagonizados por menores son para que salten todas las alarmas sobre el futuro de nuestra sociedad. Ya no son los actos de indisciplina propios de la edad, ni la típica rebeldía sin causa, ni siquiera las gamberradas de siempre, que en mayor o menor medida nos afectaron a todos en esa bendita etapa; no, ahora es la violencia, la extorsión, el abuso prepotente y hasta el asesinato. Los profesores se están viendo convertidos de educadores con autoridad en víctimas desarmadas; los padres, suponiendo que no estén ignorantes de lo que tienen en casa, se ven impotentes ante el monstruo que se les enfrenta con toda desvergüenza, y la sociedad asiste a todo ello sin hacer el menor gesto de exigencia ante los poderes que han posibilitado esta situación.Nos estamos equivocando. Hacer unos planes de estudio carentes de contenidos morales, esa función que antes cumplía la enseñanza de valores religiosos, supone desarmar a nuestros jóvenes de principios y referencias éticas. Desterrar, en aras de un falso progresismo, conceptos como disciplina, esfuerzo, sacrificio, es vaciar su personalidad de recursos para enfrentarse a la vida. Resulta significativo que los mayores problemas se den en la escuela pública y no en la privada. Y para colmo, ahí está esa seráfica Ley del Menor, que nació ahogada por el exceso de buenas intenciones y por la ausencia prácticamente total de carácter punitivo, como si fuera dirigida a unos seres angelicales que de vez en cuando pueden cometer alguna pequeña travesura.
No todo puede basarse en el castigo, es claro. La educación familiar, el ejemplo social y el sistema educativo están en la base de todo, pero tampoco puede ofrecerse alegremente la impunidad al menor que delinque, aunque no sea más que por respeto a sus víctimas. La lección de la responsabilidad hay que aprenderla pronto.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Los viajes que no lo son

Si hay algo por lo que nunca sentiré la menor envidia de los famosos es por la libertad para andar por el ancho mundo a mi antojo, sin compartir compromisos ni rendir cuentas más que a mis deseos y al estado de mis recursos. Ser anónimo es una condición imprescindible para observar sin condicionamientos ajenos y para tratar de penetrar en los recovecos de todo lo que una tierra extraña ofrece, que son dos de los objetivos de lo que uno entiende por viaje. Andar por el mundo a cuestas con la fama de un nombre, rodeado de guardaespaldas, acompañado de una comitiva que todo lo dispone, en medio de consejos y recomendaciones restrictivas, sin la gozosa libertad de poder hablar con quien se quiera ni de tomar un café en el boliche más cutre que uno encuentre, no es viajar. Es una parodia, una transpolación al absurdo. O acaso una cretina manifestación de egolatría, puestos ya a definir las cosas por su nombre. Sterne no pensaba en estos cuando hizo su clasificación particular de los viajeros: simples, ociosos, curiosos, embusteros, vanidosos, melancólicos, delincuentes, infortunados y sentimentales, pero sí toman algo de alguno de ellos. Son simples, ociosos, vanidosos y, sobre todo, infortunados.
El caso visto estos días en Marbella, aliñado con una asqueante mezcla de megalomanía y papanatismo, viene a demostrar una vez más que viajar no es lo mismo que desplazarse y que los placeres del viaje puede que sean de muy distinto signo, pero sólo los primarios, el misterio del camino y la esperanza de la posada, son los que pueden consumar nuestras apetencias, porque siguen arraigados en los escondrijos más profundos de nuestra especie de origen trashumante. El verdadero viajero es ese de ojos eternamente curiosos que se deja empapar libremente por todo lo que ve y que busca por cuenta propia sin aceptar sumisamente opiniones ajenas ni someterse a itinerarios previstos por otros. Sobre las incomodidades se impone la curiosidad y sobre la apetencia de lo simplemente bello la búsqueda de lo interesante. El viajero libre sabe que salir de viaje no es sólo ir en busca de emociones, sino que también es ir en busca de la prueba que verifica nuestra posición en el mundo. "Hay que viajar -dice José Pla- para darse cuenta de que una pasión, una idea, un hombre, sólo son importantes si resisten una proyección a través del tiempo y del espacio".
En realidad, es la vieja metáfora de la vida; todo es un caminar partiendo de un punto para llegar a otro que siempre, siempre, será distinto. Naturalmente cada viajero hace su viaje y le da el tono y la finalidad que se avenga con su forma de ser o que las circunstancias le permitan. Viaje es una palabra que puede envolver un concepto relacionado con el anhelo más ferviente, el placer, la obligación y hasta el odio, como es el caso de la postura kantiana. Uno sólo trata de exponer su visión particular, y ahora se da cuenta de que en pocos artículos ha expresado unas opiniones tan personales. Bueno, para eso ocupa este rincón.

miércoles, 21 de julio de 2010

Los niños del verano

Están nuestros parques más llenos que nunca de niños y de abuelos, más animados con acentos distintos y palabras y preguntas infantiles sobre procedencias, nombres y planes para la tarde. No son turistas. Sus visitas no engordan las estadísticas de visitantes a nuestra región ni contribuyen a las cuentas de resultados del sector hostelero. Son los hijos de los hijos que se fueron a buscar en otros pagos el trabajo que aquí no encontraban. De nuestros jóvenes emigrantes, esos que nuestra alta clase dirigente vino a incluir en el grupo de leyendas urbanas. Algunos ya ni siquiera han nacido aquí, y el único contacto que tienen con nuestra tierra son esos dos meses de verano, cuando el calor aprieta en sus lugares y las vacaciones escolares los convierten en un problema para sus padres, y entonces, claro, qué mejor que irte a Asturias con los abuelos. Y aquí están, llenando temporalmente el hueco que dejaron sin saberlo.
Cuando las cosas están mal, y vaya si lo están, tener unos abuelos "en el pueblo" es un verdadero lujo. Supone contar con un último recurso para poder hacer la escapada de vacaciones, aunque sea a un lugar sin sorpresa posible, pero sobre todo la oportunidad de dar a sus hijos un verano completo dejándolos en manos queridas, seguras y generosas. Puede que sea este el rostro más positivo de la emigración juvenil, el único acaso. Es un trueque a tres bandas en el que, con todas las excepciones que cada uno conozca, todos salen ganando, y eso dejando aparte los aspectos emocionales, que es mucho dejar. Los padres porque solucionan un problema que en otro caso tendrían muy difícil solventar. Los niños porque se les abre un mundo nuevo sin rupturas familiares y sin ver interrumpido el hilo de sus afectos. Y los abuelos porque sí. Porque resulta que la vida es un camino hacia atrás. Porque a medida que uno avanza por él siente el impulso cada vez más exigente de mirar hacia los momentos de su inicio, y en esa mezcla de añoranza, recuerdo y reflexión asombrada sobre la brevedad de los años anda el último tramo. Ahora tiene ante sí el espejo de aquellos primeros pasos que él anduvo, encarnados en alguien que forma parte de su propia continuidad. Y si el que está de vuelta debe fijarse en el gesto del que va de ida, mayor motivación encontrará en este caso. La vieja casa, vacía de ruidos durante tantos años, vuelve ahora a llenarse con gritos y zalemas renovados; aquellos conocimientos semioxidados han de volver a activarse para ayudar en los deberes veraniegos; aquella paciencia que se creía debilitada vuelve a fortificarse, y esos días, que acaso se sucedían dentro de una oscura y resignada monotonía, adquieren de nuevo un brillo con luces y sombras que los vivifica.
Bienvenidos sean esos niños del verano, que tendrán a Asturias en una zona ambigua de sus sentimientos, pero siempre como primer reserva en el banquillo de sus quereres, y que quizá nunca entiendan por qué sus padres abandonaron esa tierra en la que se pasa tan bien durante el verano.

miércoles, 14 de julio de 2010

De rojo y amarillo

Algo muy relevante debía de estar oculto quién sabe bajo qué capas de hojas muertas, porque de repente todo ha estallado en una eclosión vibrante de colores rojos y amarillos. Como si estuviera adormecido a la espera de un motivo que la hiciera aflorar de repente. Como si se hubiera librado de alguna atadura que impedía mover libremente los miembros. Esa profusión de balcones luciendo la bandera de España, esa multitud llenando las calles de todas las ciudades del país con los colores nacionales, esa marea de jóvenes con las caras pintadas de rojo y amarillo cantando "soy español" con naturalidad y frescura, sin reserva alguna, es un fenómeno que conformaría por sí mismo un nuevo capítulo de nuestra sociología.
Quienes ponían en duda la misma idea de patriotismo español y, sobre todo, quienes hicieron todo lo posible por diluirlo, deben de estar viendo la inutilidad de su esfuerzo, porque esta no es un exhibición provocada por motivos ideológicos ni derivada de consignas previamente establecidas. No tiene ninguna connotación partidista ni más carácter reivindicativo que el del propio sentido de pertenencia. Es una juventud desacomplejada en la exhibición de los símbolos de su identidad nacional, espontánea y desenfadada, sin recámaras ocultas en la manifestación de su fervor patriótico. Han sacado del armario sin inhibiciones lo que sus impulsos más hondos les pedían, sin mirar hacia ninguna reticencia del pasado ni mucho menos a quienes se empeñan en perpetuarlo. En su sus sonrisas orgullosas sólo había la satisfacción primaria por el triunfo de su país, y coreaban su nombre y agitaban su bandera con el orgullo de quienes se saben parte de él. Qué limpias, qué auténticas salen las cosas cuando brotan espontáneamente de los sentimientos, sin que las manipulen intereses particulares; cuando ningún político pone sus manos sobre ellas.
Quizá se necesitaba una victoria de esta altura para recomponer externamente lo que en los ámbitos internos de las emociones nunca se había perdido. Bienvenida sea la pasión futbolística si puede romper incomprensibles tabúes. España había obtenido éxitos del mismo nivel en otros deportes -ciclismo, baloncesto, tenis, automovilismo, hockey-, pero sólo el fútbol es capaz, en sus momentos de gloria, de dar la vuelta entera a la vida de un país, de aunar sentimientos y colectivizar voluntades; sólo él puede conseguir que millones de brazos se levanten a la vez con un grito unánime de alegría. Incluso los que no somos especialmente futboleros terminamos rendidos a su misterioso poder. Lo visto el domingo en todas las ciudades españolas y el lunes en Madrid no está al alcance de ningún otro sujeto agente, por muy instigado y organizado que se pretenda desde cualquier instancia. Faltarían las vibraciones de las fibras más íntimas. Cómo no tener respeto a este juego de apariencia infantil y trascendencia insospechada, capaz de renovar entusiasmos que se creían dormidos. Porque nunca se pudo decir con mayor exactitud que esta victoria supone el triunfo de unos colores. Los de la bandera.

miércoles, 30 de junio de 2010

Y ahora el burka

El verano suele ser una estación propicia para que los gobernantes puedan respirar mejor. Será el sol, que distrae la atención de sus gobernados y la lleva hacia otros caminos, o las noticias, que se vuelven menos trascendentales y más amables, o simplemente la necesidad ciudadana de sacudirse el hartazgo de la omnipresente política. Estos días de Mundial son un alivio para cualquier gobierno y, si no bastara, ahí tenemos otra propuesta de discusión sobre lo que nunca creíamos que tendríamos que discutir jamás: el burka.
Tan lejano nos parecía que nos ha cogido desprevenidos. Estamos estrenando razonamientos. En el Senado dicen sí los que en los ayuntamientos dicen no. Hablan los ideólogos y los que ponen el acento en los aspectos prácticos, como la seguridad, pero caben otras preguntas. ¿Qué se puede sentir al verse obligado a contemplar la vida a través de un enrejado de minúsculos cuadrados pegados a los ojos? ¿Cuál puede ser la percepción del mundo que ha de tener alguien que tan sólo puede atisbarlo detrás de un velo oscuro, abierto únicamente por unos pequeños agujeros que le compartimentan la visión?
La crónica de la historia nos ofrece épocas de especial dureza para la mujer, especialmente en lo que se refiere al sometimiento de su voluntad y al acallamiento de sus impulsos más humanos, pero no es posible encontrar, ni aún en épocas en las que las ideas igualitarias derivadas del moderno desarrollo de una moral racional eran impensables, un estado de degradación semejante. La mujer es propiedad exclusiva de un hombre, primero de su padre y luego de su marido, y sólo ellos pueden tener acceso a su expresión. Se anula su voluntad, por supuesto, pero también su cualidad de ser humano solidario con todo lo creado. El mundo ya no es un escenario para contemplar y admirar, sino un espacio al que sólo es posible vislumbrar a través de un pequeño agujero. El entendimiento pierde su carácter de potencia necesaria; deja de ser el instrumento indispensable para el desarrollo del espíritu y de la mente y se convierte en un don entregado gratuitamente a unos individuos que así lo exigen.
Esas mujeres que han llegado hasta nosotros y nos miran a través de su velo apenas calado, sólo tienen la ventaja de poder ver y no ser vistas. Estamos desnudos ante ellas, mientras que ellas son para nosotros un misterio incomprensible, tanto como la clase de ideas que las aprisionan. No resulta fácil encontrar la solución de lo que no se comprende, y si aplicamos nuestra mentalidad de occidentales no nos queda más que acudir a la razón y a nuestras leyes, que nada tienen que ver con la asura XXXIII, 59, del Corán.
Sin demasiada concesión a la retórica, alguien lo resume en la barra de un café, entre el asentimiento de quienes le escuchan:
-Si no les gustan nuestras costumbres ni nuestros usos sociales, que se vuelvan al lugar de donde vinieron, así, sin paños de corrección política, que allí encontrarán no sólo el derecho, sino la obligación de llevarlo.

miércoles, 16 de junio de 2010

El milagro del fútbol

En un sentido primario, la mayoría de los deportes tienen un principio de infantilismo que es la base de una extraña paradoja. Dos señores pasándose una pelotita por encima de una red se convierten en un espectáculo mundial; doce jóvenes tratando de meter un balón en un aro pueden paralizar a todo un país; veintidós individuos corriendo por un campo detrás de una pelota para introducirla en un rectángulo es el mayor acontecimiento mediático del mundo. Trabajo para sociólogos y psicólogos de masas.
Pero si lo verdaderamente sorprendente de casi todos los deportes es esa enorme desproporción entre la inanidad de la causa y la magnitud de los efectos, es en el fútbol donde se pierde cualquier explicación. Un juego de concepción elemental, desnudo de complejidades abstractas, con reglas aferradas a una obsoleta sencillez y dotado de una terminología de reminiscencias bélicas: hay capitanes, disparos, estrategias, líneas de ataque y defensa y hasta la idea que de su resultado depende el honor patrio. Nada que no haya en otros, y sin embargo, en torno a él se mueven ingentes sumas de dinero; sus campeonatos mundiales -lo estamos viendo- se convierten en el mayor espectáculo de masas, batiendo en cada ocasión su propio récord de espectadores; en su propia condición de elemento representativo de toda una nación hace sentir su acción aglutinante y su capacidad de unir, aunque sea momentáneamente, los ánimos separados por todo lo demás. El fútbol, más allá de su hecho físico, es sentimiento derivado en pasión, en la que, como en toda pasión, está ausente el componente racional. Sólo él es capaz de conseguir que millones de personas en distintos lugares levanten a la vez los brazos en un estallido de alegría por un hecho en lo que no han tenido participación alguna ni va a influir para nada en su vida personal. El fútbol es la cadena más difícil de romper por parte de quien ha sido atado con ella. Ya se sabe que se puede cambiar de mujer, de trabajo, de lugar de residencia y hasta de religión, pero no se cambia de equipo. No hay fidelidad más constante.
¿Y a quién perjudica esto? Desde luego, colectivamente a nadie. El fútbol debe de ser una de las pocas actividades que a todos les viene bien. A sus mandamases, que se embolsan sus buenos millones con la organización de los eventos; a los futbolistas, que no sólo se convierten en objetos de idolatría, sino que también aumentan su cuenta con sustanciosas primas simplemente por cumplir con su deber; a las cadenas de televisión, que ven crecer sus audiencias y sus ingresos publicitarios; a los gobiernos, que pueden rentabilizar los triunfos que lleguen, y en todo caso ven cómo por unos días las miradas se vuelven hacia una realidad más ilusionante que la que ellos son capaces de ofrecer; y a los propios aficionados, que tienen ocasión de avivar sus emociones sin pagar nada a cambio.
Hoy España inaugura su actuación frente a los precisos suizos y todo el país se detendrá con un mismo deseo compartido. Qué otra cosa podría lograr semejante milagro. Y sólo es un juego. La bagatela más seria del mundo.

sábado, 12 de junio de 2010

La libertad

La palabra libertad no es más que un sinónimo de ilusión inalcanzable. Qué tendrán algunos conceptos que se erigen como metas a alcanzar mediante un camino de perfección y en realidad no son más que sombras inasibles. Libertad, palabra suprema, simple señuelo que ha estimulado el vivir humano. La oímos y pensamos en un concepto absoluto, sin darnos cuenta de que, como mucho, sólo podemos referirnos a su grados. La paradoja consiste en que, si pudiéramos alcanzarla individualmente en toda su plenitud, desapareceríamos como especie. En esto se diferencia de otros ideales que también constituyen anhelos permanentes, como la solidaridad, el amor o la verdad.
Libertad es el término más repetido desde siempre en cualquier discurso de cualquier político, y las gentes aplauden entusiasmadas sin atender más que al bello sonido de la palabra. ¿Libertad? Sólo en el espacio que hay hasta que comienza la del otro, pero es un espacio que cada día nos reducen más. El control es poder, el control es necesario para la supervivencia social y el poder vela por ella, luego ha de controlar. Así que has de declarar el dinero que tienes, la casa en que vives, lo que ganas y lo que consumes, la forma en que te apañas en la vida y hasta el nombre de tu perro. Deciden por ti el sitio donde tienes que fumar, el momento en que has de revisar el coche, la velocidad a la que has de ir y hasta dónde y cuándo puedes pasar un rato pescando. Has de tener por fuerza una cuenta en un banco, no puedes cambiar ni un grifo de tu casa sin pedir autorización, y ni siquiera podrás decir ya que un negro es negro o que un gitano es gitano, salvo que quieras caer en las iras de la implacable ortodoxia de lo políticamente correcto. Y, por supuesto, no podrás decidir sobre tu salud ni sobre los límites de tu vida.
-A veces dan ganas de hacer lo de Vittorio Gassman en El profeta: mandar al diablo a todos y marcharse al monte más inaccesible a vivir sólo con una cabra.
Pues no tardarías en ver subir a un inspector de Hacienda a ver de qué vivías, a un policía a ver por qué habías desaparecido y a una cámara de televisión a sacarte una exclusiva. Esta es una sociedad sin gateras. Nadie es libre ni para decidir si quiere dejar de serlo. La compleja realidad que nos hemos creado nos está acercando a ese punto en que lo que no está prohibido es obligatorio y, encima, por cada obligación que imponen, nos cobran por cumplirla.
No deja de ser una contradicción de esta sociedad nuestra que el aumento de la libertad moral, religiosa o política se corresponda con las restricciones de la que podríamos llamar cívica. Es cierto que en otros ámbitos no existen ninguna de las dos, pero aquí hemos pasado muchos siglos teorizando, sistematizando y acudiendo a todas las fuentes de legitimidad relacionadas con la naturaleza del ser humano hasta llegar a la conclusión de que el hombre es un sujeto de derecho a la libertad. Lo que no nos han enseñado es que ese derecho viene acompañado de una recomendación: la de resignarnos a ver que es, o nos lo hacen, imposible. Así es. Parecemos tan libres y estamos tan encadenados.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Y no era nada

Lo peor de todo es esa sensación de que han jugado a su antojo con nuestra credulidad, como si ésta no tuviera el menor valor. De que nos han engañado con brújulas trucadas para hacernos la ilusión de que íbamos por el camino seguro, ocultándonos que al final habríamos de terminar atravesando un sendero empinado y oscuro. No quisieron saber que el ingenuo ciudadano de a pie, cuando ve tambalearse su pequeño mundo, vuelve la mirada a su única referencia posible, a sus gobernantes, y que sus palabras son para él la fuente de su confianza. Pero no. Todo era impostado. Tantas declaraciones con voz rotunda sobre la inexistencia de riesgo, tantas afirmaciones enérgicas sobre la excelencia de nuestro sistema financiero, tantas palabras inflamadas sobre la solidez de nuestra situación, tantas promesas de que jamás se habría de cargar el coste de la crisis sobre los más débiles, y de pronto, un miércoles, nos descorren el telón para enseñarnos la piedra que tenemos que llevar. El equipo médico, que tantas veces nos repitió que lo nuestro era un pequeño mal pasajero, nos despierta de golpe para decirnos que ahora nos tiene que operar a vida o muerte porque no han intervenido cuando aún estaban a tiempo.
Nada era parecido a lo que nos contaban. Los brotes verdes necesitaban aún mucho esfuerzo de sol a sol para que empezaran a asomar, pero nadie dijo algo parecido a aquello de sangre, sudor y lágrimas, y de verdad que lo habríamos entendido. Ninguna familia se niega a aceptar su cuota de privaciones cuando se tambalean los cimientos comunes, aunque no sea más que por simple instinto de supervivencia. Puede que la mentira sea inherente a la política, pero no es posible mantenerla más allá del tiempo que tarde en imponerse la realidad. La mentira es un camino tentador, pero sumamente peligroso en el ejercicio político, sobre todo cuando se presenta envuelta en papel de celofán con brillos dorados y se practica oculta bajo las medias palabras, los dobles sentidos, la tergiversación, los gestos enfáticos y la falsa candidez.
Es fácil ponerse en el lugar de los funcionarios, de las madres o de los pensionistas, que van a pagar la factura de un festín al que no fueron llamados y que sólo contemplaron desde la puerta. Y más cuando ven que el festín aún continúa. Ahí está el Senado, que se va a gastar no sé cuántos miles de euros en traducir las intervenciones de sus señorías a la lengua que hablan todos. Resulta curioso ver hasta dónde llega la majadería de algunos de nuestros políticos. Con dinero ajeno, claro, porque, con su mucho amor a su lengua, no se pagan de su bolsillo a los traductores. Así que es inútil pedir que se metan de verdad las tijeras a la administración, más allá del simple maquillaje: ministerios inútiles, tarjetas visa oro, ciento de asesores, subvenciones a cualquier cosa que sea afín, alegres donaciones a estrafalarias organizaciones tercermundistas, comisiones y consejos, multiplicidad de sueldos, viajes gratis total. Todo ello multiplicado por dieciocho. El ejemplo arrastra y genera complicidad. Sólo con eso, todos lo comprenderíamos mejor.

martes, 11 de mayo de 2010

Los abuelos

Se les ve a menudo a las salidas de los colegios, esperando a sus nietos, y por los parques, vigilando sus juegos, o por las calles, llevándolos de una mano y llenándoles la otra de golosinas. Las nuevas actitudes sociales les han sacado de una situación de retaguardia, en el que ejercían un papel a veces cercano al residuo sentimental, y les han puesto en primera línea, y todo ello sin habérselo pedido, con su consentimiento silencioso y su entrega desinteresada. Han aceptado su papel en el tramo de sus vidas en el que por fin pueden disfrutar de la libertad porque están atados por el corazón, que es la ligadura más fuerte que puede existir, e incluso por la conciencia de un deber hacia sus hijos, del que jamás abdican.
Los abuelos se han convertido en la gran guardería nacional, gratuita, callada, sin otro reconocimiento que el que les dan sus nietos con su simple presencia. Alguien tendría que pararse a calcular la cuantificación económica de esta contribución silenciosa a la marcha económica del país; cuánto empleo femenino facilita, cuántas hipotecas familiares firmadas sobre la seguridad que se puede hacer frente a ellas porque se tiene resuelto el problema de qué hacer con los pequeños, cuántos viajes que no podrían realizarse si no fuera porque "hemos dejado a los niños con los abuelos". Su labor no existe para los balances económicos ni se tiene en cuenta en el diseño de ningún presupuesto. Su compensación externa sólo les llega, y no siempre, de la palabra agradecida de sus hijos y del cariño de los pequeños. Con eso les basta.
Ciertamente, en su eterno caminar en el tiempo, a la sociedad no le interesa quién fue el abuelo, sino cómo es su nieto, pero, en las circunstancias hacia las que ha derivado, los nietos son cada vez más lo que los abuelos sepan hacer de ellos. Lo cual le parece a uno que no es mala cosa.

viernes, 23 de abril de 2010

El libro y la cieguita

Una mujer ciega, no muy joven, está sentada en la acera de una de nuestras calles, cumpliendo con su trabajo diario de vender cupones. Va cada día al mismo sitio, haga sol o frío, se acomoda en su pequeña silla y se dispone a pasar otra jornada inmóvil, atendiendo a sus clientes, que buscan en ella la fortuna. Seguramente el sonido de la calle debe de resultarle lo bastante descriptivo como para combatir su tedio; acaso alguna breve conversación ocasional y su propio trabajo serían suficiente distracción para dulcificar las largas horas muertas, y en todo caso, siempre estaría el recurso del transistor amigo. Pero ella ha confiado en el mágico y eterno poder de sugestión de la palabra escrita. A su lado, una chica joven y guapa, quizá un familiar cercano, o en todo caso un verdadero lazarillo espiritual, le lee con voz dulce, y durante largos ratos, un libro. Si la cieguita del tango se preguntaba por qué ella no podía jugar, esta de nuestra calle se habrá planteado por qué ella no podía disfrutar del placer de la lectura, y unos ojos generosos le prestan cada día su mirada para proporcionárselo.
No creo que ningún discurso ni ninguna exégesis que se puedan hacer en este día sobre el significado y el valor del libro alcancen a tener la fuerza de esta imagen, sencilla y cotidiana, como casi todas las imágenes que envuelven los grandes conceptos.
Pueden darse mil razones para iniciarse en la lectura, pero bastaría pensar en una sola para emprenderla sin reservas. Quevedo lo dijo en dos endecasílabos:
Vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos.
Los libros nos hacen contemporáneos de todos los hombres y ciudadanos de todos los países, es decir, nos permiten entrar en contacto con las mentes más poderosas del pasado y con los intelectos más grandes que han existido. Nos ofrecen la respuesta que ellos han dado a las preguntas que nos hacemos y el consuelo que encontraron para sus desdichas, que siguen siendo las nuestras. Y, cuando no sea así, al menos nos brindarán un momento entretenido y harán lo que quieran con nuestra imaginación, y ante ambas cosas estamos en las mismas condiciones quienes ven y quienes no.
Hoy, día 23 de abril, en que los caprichos del azar, y del calendario no reformado, hicieron que coincidieran en su muerte los dos escritores que han apasionado a más lectores, quizá porque han sido quienes mejor han sabido penetrar en los recovecos del ser humano, es jornada de grandes actos privados y oficiales, de estadísticas, de declaraciones y de panegíricos de este humilde objeto llamado libro. Pues que don Miguel y sir William me disculpen, que lo harán, pero yo no encuentro hoy mejor homenaje a ambos y al libro, que la imagen de una joven ayudando a una ciega a aliviar sus largas horas de trabajo y oscuridad mediante la lectura.

sábado, 10 de abril de 2010

El debate taurino

De poco valen los argumentos cuando andan por el medio los prejuicios, esos que, decía Einstein, son más difíciles de desintegrar que el núcleo del átomo. Discutir un tema con alguien que ya lo ha prejuzgado y sentenciado es tan inútil como querer llegar a algún sitio dando vueltas en torno a un árbol. Lo estamos viendo en esa discusión que ha resurgido en torno a los toros, que, para mayor oscurecimiento de los argumentos, han mistificado con ribetes políticos.
Uno debe confesar que no es taurófilo, quizá porque nunca tuvo interés en conocer ese mundo. De los toros me gusta su liturgia externa, el color, la música, la sentenciosa dialéctica de los aficionados. No comprendo nada de lo que ocurre en el ruedo, no entiendo los códigos que rigen los movimientos y los espacios del toro y del torero ni apenas sé distinguir un lance de otro. O sea, que si lo que me atrae es accesorio y lo fundamental lo ignoro, poca capacidad podré tener para emitir juicio alguno. Pero sí pueden enjuiciarse los juicios. A los defensores se les oye un argumento recurrente: la huella que los toros han dejado en la pintura y la literatura, y citan siempre a una serie de poetas y pintores; cuando quieren profundizar llegan hasta Teseo. Eso sería tanto como admitir que una cosa es buena o mala en función de lo que se haya pintado o escrito sobre ella, lo que llevaría a consagrar, por ejemplo, la guerra, que hay que ver la huella que dejó en la literatura y la pintura. Y dicen que el toreo es un arte, pero uno no encuentra nada en él que entre en lo que entiende por tal concepto. Y eso de que el derecho a matar al toro se paga con el deber de poner la vida en juego no es más que una frase sofista, porque no existen ni tal derecho ni tal deber.
Los detractores, los realmente honestos, tienen un argumento único: el sufrimiento del toro. Una vez, durante un viaje a Uruguay, me invitaron a visitar uno de los mataderos más modernos del país. Eran unas instalaciones modélicas en cuanto a limpieza y avances técnicos. Las reses llegaban de las estancias, se las descargaba de los camiones y se las hacía pasar por un pasillo de una en una hasta un punto donde tenían que detenerse. Allí, un tipo forzudo levantaba una gran maza y la descargaba en su cabeza hasta que morían. No sé si esta será la práctica habitual por aquí, pero aquella muerte era más ignominiosa y tenía más de acto de prepotencia que la del toro en la plaza. Para ser consecuentes, la lucha contra el sufrimiento animal implica manifestarse también contra la caza y la pesca. Clavar unas banderillas a un toro no es más cruel que meter a un ciervo una bala en el estómago o ensartar a una trucha por la garganta. Apurando el argumento, sólo los que se alimenten de la huerta, de leche y de huevos tendrían derecho a criticar el maltrato animal, y aun así con reparos, pues hay que ver cómo viven las gallinas en las granjas industriales.
Hemos hablado de los detractores honestos, que suelen ser los más moderados. Ya sabemos que los que levantaron este alboroto obedecen a consignas que tienen poco que ver con la defensa de los animales
.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Decir adiós en compañía

Vivían solos, en una casa de tipo medio, como la del que no padece graves apuros económicos. No tenían hijos, ni quizás amigos a los que abrirse y esperar de ellos una caricia en el alma. Tenían también muchos años, la esperanza menguada y las ilusiones desaparecidas. Y soledad, toda la soledad que es posible llevar entre dos cuando la compañía del otro ya resulta impotente para vencerla. Cada día comenzaba sin promesas y cada noche no era más que una alegoría de algo que iba tomando forma en lo más hondo de sus pensamientos. Y entonces, cuando sintieron que los instantes se iban empequeñeciendo hasta convertirse en un punto inmóvil, tomaron la decisión. Se irían juntos. Saldrían cogidos de la mano del escenario donde habían permanecido ochenta años. La prórroga del acto tenía más de amenaza que de premio. Si la soledad de dos era insoportable, mucho más lo sería la de uno solo. Él sacó una vieja pistola y disparó, primero a ella y luego a sí mismo. Y aquella alegoría intuida de la noche se hizo eterna realidad.
Uno no es nadie para indagar los motivos que se ocultan en los escondrijos más profundos del espíritu, y además sería vanamente pretencioso, porque sin duda serán diversos y múltiples, pero desde su mirada actual, digamos que inmersa en la normalidad, puede imaginar su intensidad. La intensidad de su reflexión, de los susurros a medio asomar, de aquellos terribles silencios en los que sólo actuaron las miradas y si acaso las caricias, la intensidad de su propósito y de su deseo de consumarlo, quién sabe si la intensidad de la oración final. ¿Cuáles serían sus palabras de despedida? ¿Qué última mirada se cruzarían, que último beso resumiría los que se habían dado a lo largo de toda su vida?
Morir juntos y voluntariamente parece el sueño de los dioses o de quienes aspiran a ser más que ellos alcanzando el don de elegir su propio destino. Morir juntos no es la muerte que piden los puros racionalistas, porque éstos mueren con la voluntad indivisa y en la consciencia de ver cumplida la razón. Morir juntos y voluntariamente no tiene más razones que las que brotan de las oscuridades del alma humana, ni más brazo ejecutor que la voluntad compartida por dos corazones, a los que les ha sido negado y ofrecido todo por igual.
¿Qué puede mover a una persona a querer compartir con otra el instante final? ¿Qué motivos son capaces de llevar a renunciar a la propia vida con tal de acompañar a alguien en el último trance? Las razones de esta pareja de ancianos, a los que los años ya les habían dado todo lo que podían darles, en el fondo fueron las mismas que las de Kleist y Henriette, las de Koestler y Cynthia, las de Zweig y Lotte o la de esos dos adolescentes canarios que se lanzaron abrazados al vacío no hace mucho tiempo. Fue tal vez el miedo, o un grado excepcional de comunión entre ambos espíritus, o el temor a que la ausencia maldita cambie totalmente a los ojos el aspecto del mundo, o simple debilidad, o pura cobardía. Desde luego no pudo ser ningún vano afán de trascendencia terrenal, porque la noticia apenas ocupó unas pocas líneas en las páginas de algún periódico.

viernes, 19 de marzo de 2010

Más sobre el debate del aborto

En resumidas cuentas, las leyes o afectan a los bolsillos o a la seguridad o a las conciencias. Las primeras nos imponen la obligación de soltar dinero en la cantidad que el gobierno dictamine, las segundas tratan de proteger nuestra integridad física, y de las terceras se dice que buscan beneficiar a todos aunque sea a costa de violentar los principios más íntimos de muchos. Los argumentos nacidos de la conciencia son difícilmente enmarcables en ningún sistema dialéctico, y por tanto no tienen más poder conclusivo que el que da la convicción, pero la experiencia social demuestra que a la larga pueden ser más determinantes.
El aborto es un hecho dramático, con secuelas de presente y de futuro. Uno trata de ponerse en la situación de esa chica que tiene que tomar tal decisión, y no es capaz de juzgarla, entre otras cosas porque no es nadie para ello. Se guarda para sí mismo sus sólidas opiniones de quien no ha estado nunca ni estará jamás en esa situación. Lo que sí puede hacer es acercarse al hecho desde fuera, desde la polémica levantada, observando las argumentaciones aducidas y, ahora sí, juzgándolas en su contenido. A uno le parece una buena costumbre.
Sale el presidente y asegura con su mejor voz enfática que ahora ninguna mujer irá a la cárcel por abortar. Aun pasando por alto que no se conoce ningún caso de una mujer encarcelada por haber abortado, lo que queda es una de esas frases huecas y mitineras a las que nunca se les pone oración subordinada. Porque esto es una ley, y quien infringe una ley tiene una sanción. ¿Qué ocurrirá si una mujer aborta a las quince semanas? Alguna pena habrá prevista.
Viene luego esa chica rubia que es secretaria del partido y afirma con tono de abogada defensora que con esta ley se evitará que las mujeres queden embarazadas si no quieren. ¿Pero es que el aborto es un método anticonceptivo? Ay, doña Leire, que va a dar la razón a todo lo que dicen sobre sus capacidades, porque esto es justamente al revés. Para abortar es condición imprescindible estar embarazada.
Del feminismo, del radical y del que no lo es tanto, sale eso de nosotras decidimos porque nosotras parimos. Sí, pero ustedes no pueden engendrar solas. El hijo que llevan dentro pertenece por igual a otra persona, y ésta tiene el mismo derecho a opinar a la hora de decidir si se le debe eliminar o no. Resulta curioso que no se haya oído una sola voz a favor del padre, como si fuera un ente inanimado, carente de sentimientos.
Por el otro lado se esgrime como razón primera el derecho a la vida. Como lema es rotundo y pega muy bien en las pancartas, pero es equívoco. Nadie tiene derecho a la vida. La nada no puede tener derechos. La vida nos es dada porque sí, sin méritos ni prerrogativas previas. Lo que sí se tiene, en todo caso, es el derecho a nacer una vez que la vida ha sido concebida. Por supuesto que se entiende el sentido, pero por qué despreciar el rigor de las palabras.

jueves, 11 de marzo de 2010

Las opiniones

Vamos a dejar claro que todas las opiniones son libres y que no debe haber hierros que las opriman ni látigos que las castiguen. Parece algo evidente, y sin embargo puede considerarse uno de los grandes logros de las sociedades humanas. De las sociedades que lo han conseguido, que son una minoría; no hay más que asomarse al exterior. Pero que tengan derecho a la libertad no quiere decir que lo tengan a la respetabilidad. En todo caso, respetable lo será quien la emite, pero por su condición de persona, no por ser emisor de esa opinión. Lo cierto es que hay opiniones que no sólo no merecen el menor respeto, sino que más bien inclinan al desprecio. La categoría de la opinión no se deriva de la relevancia social ni del grado de poder que ostente quien la dicte. Ser, por ejemplo, un actor más o menos famoso no le añade ningún plus de inteligencia ni le capacita especialmente para opinar de todo. No existe ninguna incompatibilidad entre la fama y la cretinez; al contrario, más bien suelen ser compañeras.
Los medios nos inundan de opiniones cada día, y uno puede entretenerse clasificándolas en grupos. Algunos de los que puede hacer fácilmente casi tienen el rango de categorías. Están las opiniones realmente respetables, esas que se ofrecen sustentadas por una gran hondura conceptual como consecuencia de una dedicación profunda al conocimiento del objeto y de un análisis riguroso a través de un método racional. En general no tienen mercado; es necesario ir en su busca a través de un estudio desapasionado, pero los resultados compensan con creces el esfuerzo.
Están también las falsas por ignorancia. Son las de casi todos nosotros hasta que alguien nos convence con argumentos suficientes para cambiarlas. Es un proceso natural para hallar la verdad.
Las atrevidas. Son quizá las más abundantes; las tenemos a cada momento en la boca de todos esos tertulianos que nos ilustran a cada hora desde todos los medios, y que lo mismo opinan sobre el metabolismo de la ameba que de los últimos movimientos especulativos en la bolsa de Kuala Lumpur. Y el caso es que disfrutan de un amplio crédito y de una gran capacidad de seducción. Son opiniones que a su vez crean opinión.
Las ridículas. Aunque ustedes no lo crean, hay quien opina que Colón era una mujer, que Beethoven era negro o que las pirámides de Egipto las construyeron los extraterrestres. Otras tienen menos carga de inocencia, como las de los que afirman que el Holocausto no ha existido jamás o que Castro no es un dictador.
Las interesadas. Pertenecen al mundo de los políticos y del poder en general, donde la verdad cuenta poco. Se nos suelen presentar disfrazadas con razonamientos bien avalados por los recursos argumentales del poder, que ocultan el sofisma que habita en su interior. La mejor defensa consiste en compararlas con criterios realmente objetivos y, en todo caso, ponerlas siempre en cuarentena.
Y ahora me doy cuenta de que todo esto que he escrito no es más que una opinión. Aplíquenle los mismos métodos de análisis.

miércoles, 3 de marzo de 2010

El color del cristal

Apariencia y evidencia son dos difíciles compañeras con las que hemos tenido que convivir desde nuestra aparición en este planeta. La lucha por distinguir entre una y otra es la lucha de la humanidad en su afán por alcanzar la certeza de las cosas. La ventaja de la apariencia es que apenas necesita esfuerzo para ser asumida, quizá por eso de que el diablo es más diabólico cuanto más bondadoso parece. La evidencia, en cambio, exige un trabajo añadido para asegurarnos de que lo es.
De las apariencias se dice que engañan, pero no se dice hasta qué punto, quizá porque nadie puede saberlo. Hay apariencias creadas a propósito para equivocar al prójimo, algo que siempre supo hacer muy bien nuestra especie, y apariencias disfrazadas de evidencia, que resultan enormemente difíciles de descubrir, hasta el punto de que, cuando alguien lo consigue, hace avanzar a la humanidad un salto adelante. Uno, por ejemplo, siempre ha tenido una admiración confesada por el primero que se dio cuenta de que era la Tierra la que se movía en torno al sol, y no al revés. Desde la aparición del hombre, él fue el único en darse cuenta de un engaño absolutamente perfecto. Un engaño es tanto más grande cuanto más identificadas estén entre sí la apariencia y la evidencia. Cuando ambas coinciden hasta fundirse en un solo hecho sensible, el engaño es poco menos que indescubrible, salvo por vía científica o por una genial intuición o acaso por una imposible desconfianza generalizada hacia todo. En este caso apariencia y evidencia aparecen bien hermanadas. Si por la mañana el sol está en un sitio y por la tarde en otro, es evidente que se ha movido; resulta tan obvio que a nadie se le pudo ocurrir jamás que podía ser de otro modo. Cómo no admirar al receloso que no se dejó engañar por una evidencia tan palpable y la delató como apariencia. Naturalmente, fue un griego, Aristarco de Samos, y naturalmente, fue acusado de impiedad; los guardianes de la verdad de turno le culparon de querer turbar el reposo de Hestia, o sea de la Tierra, pero no hay noticia de que se haya retractado. La idea era tan absurda que durmió otros mil ochocientos años, hasta que Copérnico la retomó con duda y con temor, y Galileo, con menos duda y más temor, logró que fuera aceptada definitivamente como verdad.
A veces le da a uno por pensar en qué mundo de engaños estaremos viviendo, a la espera del genio que los desvele. Puede que una de los estados de la sabiduría sea comprender que no nos ha sido dada ninguna garantía de realidad, por más que nuestros sentidos y nuestra razón lo digan; que lo que se nos muestra a los ojos como cierto no merece más que el estatuto de apariencia, y que acaso eso constituya la base última de la libertad personal. Pero contra las apariencias que inundan nuestra vida cotidiana desde todos los medios y que nos confunden y ofuscan para sacar provecho de nosotros, no es buen arma la simple desconfianza, sino la reflexión derivada del conocimiento. No es un simple ver para creer, sino saber para no tener que creer. En todo caso, es preferible la duda a la fe ciega en las apariencias.

jueves, 18 de febrero de 2010

Un momento, por favor

Eso, dennos un momento de respiro. Déjennos recuperar un poco el resuello, que bastante ahogado lo tenemos con todo lo que nos dicen a cada hora. Los ciudadanos, señores políticos, solemos adoptar una actitud mucho más sencilla que ustedes ante los problemas, y cuando el conocimiento de sus causas no nos acompaña, acostumbramos a echar mano de la lógica. Y sabemos también que hay un tiempo entre la percepción y la certeza, y que ese tiempo hay que respetarlo siempre para no trastocar el orden del pensamiento y, sobre todo, de la acción. Pero en ustedes todo es voluntad de vivir el momento en perpetuo análisis de cómo obtener el mayor rédito para sus intereses partidistas, con el rabillo del ojo siempre puesto en las encuestas para modelar el discurso según indiquen éstas. Fingen ignorar lo que saben y fingen saber lo que ignoran. Y entretanto nos aturden con sus alborotos artificiales, con sus diatribas inútiles, con su permanente negativa a aceptar los razonamientos del contrario, con su absoluta incapacidad para levantar la mirada del ruin suelo y proyectarla hacia el horizonte. Se buscan entre sí los puntos más vulnerables y se lanzan a ellos hasta que el vertiginoso paso de la actualidad les aconseja soltar la presa. Y al fondo, siempre al fondo, el ciudadano con sus problemas.
Miren, lo mejor que podrían hacer era hablar sólo en las campañas electorales y dedicarse luego a cumplir las promesas hechas, que para eso apenas se necesitan más palabras que las justas. Y siempre teniendo presente que las frases pomposas y las grandes promesas sólo engañan a los espectadores candorosos, pero esta es una especie en proceso de extinción y poca atención cabe ya esperar por su parte. No sigan con su vocación de alquimistas del lenguaje, porque detrás de eso todos percibimos el eco de un personaje del maravilloso país de Alicia: No es el sentido de las palabras lo que importa; lo que importa es saber quién manda.
Si fuesen capaces de hacer un alto en su permanente ejercicio de arrojarse frases como espadas unos a otros, quizá se darían cuenta de que el contrario también tiene aportaciones valiosas, entre otras cosas porque forma parte de su mismo país y es de suponer que le interese su bien en igual medida. No me digan que no es de necios renunciar a cualquier hallazgo prometedor y quedarse a solas con la propia indigencia. Puede que crean que así salvaguardan la llave que les abrió la sala del poder, pero es a costa de no querer ver que siempre es la choza más humilde la que sufre todos sus errores. Es decir, lo contrario de lo que exige un pensamiento bien construido y de lo que sería bueno incluso para sus propios intereses. Es que veces, ustedes perdonen, parece que Chesterton acertó con su cruel frase: "Si no logras desarrollar toda tu inteligencia, siempre te queda la opción de hacerte político".
Dennos a todos un descaso y trabajen. Trabajen con métodos limpios y nobles objetivos. Trabajen por nosotros, que para eso les damos tantos privilegios, que bien que nos cuestan.

martes, 9 de febrero de 2010

Por encima de la conciencia

Aplastar la conciencia propia en aras de otros, acallar su voz para no verse expulsado del rebaño y de la posibilidad de seguir pastando tranquilamente, anular sus convicciones más personales para no aparecer como un rebelde disidente, esa es la desgraciada función que la mayoría de los políticos se ven obligados a ejercer una vez deciden dedicarse a esta actividad. Se vota en el Congreso una propuesta cualquiera, sea una gran obra que beneficiaría a la propia región o una de esas que cuestiones que rozan lo moral y que afectan a las convicciones más íntimas. El jefe del grupo hace una señal con los dedos indicando el sentido del voto, y el beneficio de la región y la voz de la conciencia se van a freír churros. ¿Cómo van a oponerse estas trivialidades a la suprema voz de su amo? ¿Qué importancia pueden tener las pequeñas verdades personales ante la verdad absoluta que encarna el sumo sacerdote del partido?
Se cuenta que, en 1873, Nicolás Salmerón dimitió de su cargo de presidente de la I República porque su conciencia no le permitía firmar una pena de muerte. Se cuenta porque es un caso tan infrecuente en la clase política que continúa siendo un referente solitario, sin descendencia. ¿Cuántos, por ejemplo, han tenido que poner tapones en los oídos de su conciencia para dar su voto afirmativo al aborto, aun a costa de violar sus propios principios?
Dura servidumbre del político esa que le impide ejercer lo que él mismo tiene como bandera: el derecho a la libertad. En este caso la libertad de conciencia, quizá la más necesaria de todas las libertades.

sábado, 23 de enero de 2010

Tierra de dolor

Sería difícil encontrar otro lugar donde hubieran podido juntarse tanta desgracia sobre desgracia y dolor sobre dolor. Es como si allá donde se tiran los dados que determinan el destino de las naciones lo hubieran hecho con números trucados maliciosamente. Como si quisieran obligarnos a cambiar nuestra idea de que la naturaleza es ciega, insensible y amoral. Haití llora hoy con lágrimas que corren por los mismos surcos que otras abrieron incesantemente durante siglos. La isla más bella del Caribe ha tenido la suerte que nunca cabe esperar de la hermosura, si pudiera considerarse con criterios humanos lo que obviamente no se puede. En esta mitad occidental de La Española la Historia se escribió siempre con líneas rojas de sangre y dolor. Líneas que reflejan siglos de esclavitud, tiranías, huracanes, hambrunas, revoluciones, opresión, analfabetismo y desgracia, sobre todo desgracia, tanta que uno de los paraísos naturales de América resulta ser un patio miserable para sus habitantes. No sé si esto puede explicar que sus creencias se hayan plasmado en una religión de fuerte componente mágico, como es el vudú.
Haití es ahora una tierra poblada de cadáveres, más de cien mil definitivamente vencidos, y el resto deambulando entre los escombros con la mirada perdida y sin más objetivo que encontrar unas manos que les den algo. Protagonistas involuntarios de un instante que se presenta como un trasunto del fin del mundo sin trompetas ni ángeles mensajeros. Lo terrible del terremoto es que aún no hemos podido descubrir cómo nos avisa. El huracán se anuncia, el volcán ya advierte con su simple presencia, la inundación puede predecirse, el tsunami es impotente tierra adentro. Sólo el temblor de la tierra enloquecida nos deja en la indefensión más desamparada. Será una casualidad que, con dos o tres excepciones, las malditas placas tectónicas que no acaban de asentarse estén bajo el suelo de los países más pobres y que, por ello, una de sus sacudidas tenga aquí un efecto mucho más terrible, porque la naturaleza respeta más a los poderosos que le oponen su técnica que a los miserables que no la tienen.
Vuelan las ayudas desde todas las partes del mundo; se moviliza la generosidad individual ante las incalificables escenas que nos llegan. La era de la imagen ha globalizado el dolor y hace aflorar, con su tremendo poder, hasta el último impulso de solidaridad más oculto en todos nosotros. Por encima de la anarquía desatada por conseguir satisfacer el instinto de supervivencia quedan las preguntas sin respuesta y la búsqueda de un consuelo que, en algunos casos, ni siquiera pueda dar una fe religiosa aturdida por el contrasentido de unos hechos que parecen incompatibles con los aspectos fundamentales de esa misma fe. Y, desde luego, el misterio de por qué la vida se ha desarrollado en el planeta al mismo tiempo que su construcción, como si nos hubieran obligado a habitar una casa aún sin terminar. "Ah, quién me devolverá mi país, Haití", clamaba ya hace años desde el exilio un poeta haitiano. Ojalá pudieran ahora devolverle otro, transformado y renovado.

jueves, 14 de enero de 2010

Los nuevos mercaderes del Camino

Ya está aquí otra vez eso que los avispados especuladores de la Historia han dado en llamar el Xacobeo, así, como marca comercial, como una gigantesca reestructuración de una vieja máquina en la que lo que menos importa es su esencia originaria, sus objetivos primordiales y el carácter que todo un milenio le ha impreso en sus entrañas. Porque hay contaminaciones más dolorosas que las que hieren nuestro medio natural o nuestros sentidos; al menos esas casi siempre son remediables, aunque sea a gran coste. Las penosas de verdad son las que contaminan sin ningún reparo bienes inmateriales, esos que se han ido asentando en el corazón de todos a lo largo de los siglos, y que hasta ahora creíamos fuera del alcance de las negras garras mercantilistas. Y que, una vez tocados, ya no tienen curación. Del mismo modo que la ley impide alterar un paisaje natural o un monumento, debería haber una norma que prohibiera modificar en beneficio propio los paisajes y los monumentos inmateriales que la Historia ha forjado y dotado de un carácter determinado. Pero a ver quién hace comprender todo esto a los políticos, si son ellos los más interesados.
El Camino de Santiago era acaso el legado histórico más limpio de intromisiones que teníamos hasta ahora. Su doble esencia, un sentido espiritual y una hermosa realidad física, habían sido preservados sólo para quienes quisieran recorrerlo movidos por alguno de los infinitos motivos que hay para ello. El que esto escribe, que acertó a andarlo poco antes de que cayeran sobre él los agentes contaminantes -y de cuya andadura dejó crónica larga y puntual-, no puede menos de dolerse por verlo convertido hoy en un simple modo de producción económica. Se anuncia el Camino como se anuncia un viaje a Cancún: con eslóganes turísticos, con ofertas y con modelos publicitarios; salen famosillos andando tres kilómetros para promocionarlo; anda como destino estrella por los escaparates de las agencias de viaje. Lo han reducido a una vulgar marca turística, con su logotipo oficial y con unos objetivos que tienen mucho que ver con criterios empresariales. Lo que resulta más curioso es ver a los políticos, esos tan laicistas, invitándonos a peregrinar.
Que ellos y los mercaderes echen mano, para conseguir sus votos y divisas, de otros medios. Que dejen en paz el Camino. La vieja ruta ya tiene bastante llamada con su propio silencio. El que se anime a tomar el bordón en Roncesvalles para llegar a Compostela, que lo haga por afanes culturales, por inquietudes religiosas, por motivos históricos, por amor a los espacios abiertos, por tratar de encontrar alguna respuesta, por simple curiosidad, pero no por moda, no porque lo pidan los políticos y las firmas comerciales, no por estar al día. Y mejor aún: que espere a que pase este dichoso Xacobeo y su farandulera bambolla, que el Camino lo agradecerá penetrando más profundamente en su espíritu, sea cual sea su condición y sus motivaciones.

sábado, 9 de enero de 2010

La enseñanza que tenemos

Últimamente ando dándole vueltas a una pregunta que está comenzando a mirarme de reojo y que lanzo al aire por si alguien de los de mi generación también se la hace. Ahí va: ¿somos el producto desgraciado de un sistema educativo nefasto y fracasado? ¿Tan pésima fue nuestra formación? ¿Tan ignorantes nos han hecho nuestros educadores, tan poco nos han enseñado de letras y ciencias, tan brutos hemos salido? Pues parece que sí, porque si no, a ver cómo se explica ese afán periódico de poner patas arriba todo el sistema de estudios en busca de quién sabe qué modelo.
El caso es que uno se mira y remira y no se encuentra ninguna frustración. Uno hurga dentro de su persona y se encuentra bastante satisfecho con lo que ve, y entonces compara con lo que contempla por ahí ahora y se vuelve hacía sí mismo y se dice en lo más íntimo: ya quisieran haber tenido mucho de lo de aquello.
Que no hablo de nada ideológico, ni mucho menos, sino de simples conocimientos. Un servidor, que por condición y circunstancia se encuentra cerca de los que hoy tienen que pechar con los libros de texto, lo comprueba sin esfuerzo, y ustedes también, hagan si no la prueba. Un chico es posible que esté a punto de entrar en la Universidad y no sea capaz de recitar en orden coherente los ríos de España, ni sepa qué ocurrió en las Navas de Tolosa, ni distinga bien a Hernán Cortés de Magallanes. Por supuesto, será difícil que pueda recitar un poema de memoria, aquellos poemas que antes todos aprendíamos y que nos servían, entre otras cosas, para fijar con precisión los registros de la palabra y apropiarnos de un léxico rico y hermoso. Ahora es que nadie lee poesía; ahí está el lenguaje que usa la juventud. Tampoco hay nada parecido a una asignatura de urbanidad o algo así, que no enseña a inclinarse ante nadie, sino a ceder la prioridad al débil, a responder con la palabra y el tono adecuados y cosas así; a no ser un animal, vamos. También esta enseñanza se la llevaron las reformas.
No quiero caer en el vicio de la crítica injusta, que es vicio de mentecatos y bellacos, pero el caso es que no parece acabar de encontrarse el meollo del cogollo. Más de treinta años de intentos ambiciosos, de leyes de siglas imposibles, de cambios absurdos de denominaciones, de rectificaciones en razón de intereses partidistas y de andar presuntuosamente a golpes de ciego, han desembocado en una realidad descorazonadora: nuestros jóvenes puede que tengan más conocimientos que los de la generación anterior, pero saben infinitamente menos. De hecho son los que menos saben de toda Europa. ¿Qué les ocurre a nuestros políticos? ¿Qué sucede para que ninguno sea capaz de establecer una reflexión acertada que conduzca a una solución duradera, de esas que sólo el tiempo, en su largo e inexorable cambio, puede dejar caduca? Pues quizá la respuesta sea tan obvia que les cuesta trabajo admitirla: que no son ellos quienes deben elaborar la ley, sino quienes conozcan el problema en su misma entraña y no tengan ninguna servidumbre en las urnas. Puede que esto sea aplicable a cualquier ámbito sectorial, pero es que este no lo es, porque en él estamos metidos todos.
De todos los sustentos en que se apoya la continuidad de una sociedad –y no son muchos: educación, conciencia nacional, libertad individual- quizá sea este el más trascendente. La falta de libertad puede subsanarse sin más que algunos retoques legales, pero una educación deficiente no, porque la educación, junto a la genética, es la que nos hace ser como somos. Quizá por eso es tan vulnerable a las veleidades y le dañan tanto las tendencias partidistas. Y por eso es también tan apetitosa para el poder, porque es una hucha para el futuro de su supervivencia. Adoctrinar es un buen seguro para el mañana, eso lo saben bien desde las cabañas hasta los palacios de cualquier época y lugar. La grandeza de los políticos residiría en ser capaces de crear las condiciones para debatir un gran pacto social y retirarse luego hacia la barrera para, una vez se haya alcanzado, volver para dotarlo de todos los medios necesarios para su operatividad. Sin condiciones, sin influencias, sin presiones. Dejando que sea la propia sociedad la que dirima sus diferencias de criterio hasta conseguir un marco general básico en el que exista el máximo acuerdo. No es el Estado quien ha de educar a nuestros hijos, sino nosotros mismos a través de él; simplemente sería un instrumento. Pero sobre algo tan delicado vuelven a sobrevolar los intereses ajenos, las perversiones ligadas a los terruños, los deseos encubiertos de quienes aspiran a dominar las voluntades futuras. Convendría no olvidar que, como alguien dijo, educación es lo que sobrevive cuando se olvida lo que se ha aprendido.
Pues a lo mejor, aquel bachillerato no era tan malo, ni la figura del maestro rural era inútil y los niños se sentían más seguros y rendían más al saberse cerca de su casa y en su propio ámbito. A lo mejor no tendremos que pagar nunca el mísero papel que asignamos a las humanidades en la formación de nuestros hijos, sin darnos cuenta que sólo ellas son capaces de instalarlos en su real condición de seres humanos. A lo mejor.