miércoles, 19 de octubre de 2011

Querido profesor

Debo decirle ante todo que de ningún modo debe darse por aludido personalmente, porque no es el caso, ni mucho menos. Le estoy tomando por un colectivo. Lo que pasa es que todos tenemos ante nosotros la imagen individual de una persona, no de un conjunto gremial, que nos imponía su presencia desde el estrado en los años de nuestro aprendizaje, y eso va a ser usted mañana para sus alumnos de hoy.
Usted, querido profesor, forma parte de una profesión ennoblecida en los momentos en que la humanidad tiende hacia lo alto y simplemente burocratizada cuando todo se mide en ratios de producción. Colegas suyos figuran en gran número como protagonistas en todas las literaturas de todo tiempo y lugar, para qué citar nombres. Ahora veo que andan algo alborotados, incluso negándose a dar clase. Por lo visto, los responsables de su labor pretenden que pasen más tiempo en el aula y menos despachando tareas oficinescas, o algo parecido. Mire, no sé. Sería enorme petulancia por mi parte si me atreviera a dar una opinión sobre un asunto cuyas fibras internas desconozco. Quizá tengan ustedes razón ante un poder político que, al menos desde la reforma de 1970, parece andar a ciegas en lo que se refiere a la búsqueda de un modelo de sistema educativo que no sea el fracaso que ahora es. Les han mermado la autoridad, les han debilitado la ilusión de cada día y les han convertido en simples funcionarios de la docencia, sin querer reconocerles que son los que tienen en sus manos nada menos que la formación de la sociedad de mañana. Pero ¿no será también que ustedes se han acomodado en algún grado a esa situación? Sería terrible que me dijera que ahora hay que rebuscar por lo más hondo lo que quede de vocacional en una profesión que siempre se movió más por la pasión de su ejercicio que por cualquier otro impulso.
No sé si estaremos de acuerdo, pero voy a decirle mi convicción. Yo creo que la consumación de su trabajo, lo que por sí solo constituye la máxima satisfacción personal que le puede brindar su labor, es el de dejar una huella perenne en el recuerdo de alguien. No un simple recuerdo sentimental, claro, sino el de una vocación encontrada, un placer intelectual descubierto, una pauta mental aprendida o unas capacidades hasta entonces apenas intuidas y sacadas de su mano a la luz. Que el chico que ahora tiene sentado en clase pueda decir el resto de su vida: si no fuera por aquel profesor que tuve en el colegio quizá no sería ahora lo que soy, porque él me enseñó a pensar y a descubrir el valor del conocimiento. En mi caso, como en el suyo probablemente, puedo confesarle que, en la larga lista de profesores que han pasado por mi vida, hay unos cuantos nombres que aparecen siempre ligados a un recuerdo agradecido que lleva trazas de no desaparecer jamás. Nada sé de sus problemas laborales; sólo de su magisterio. Aquellos maestros que fueron responsables, en las etapas más vulnerables de mi vida, de buena parte de lo que fui después. He dicho bien, porque yo no sé a usted, pero a mí me sale más del alma denominarles con el noble, viejo y totalizador nombre de maestros.