Uno, que en su lista de dudas tiene anotadas muchas más cosas que
en la de certezas, hace tiempo que ha apuntado en ella una más: la de que la
abundancia de lenguas en un país suponga una riqueza cultural. Eso sería decir,
por ejemplo, que la Europa de las tribus prerromanas era infinitamente más rica
culturalmente que la de la romanidad, que tenía como lengua única el latín. O
que Papua Nueva Guinea, pongo por caso, donde se hablan más de ochocientas
lenguas, es muy superior en riqueza cultural a Alemania, que la pobre sólo
tiene una. Por lo visto, en vez de la maldición habría que hablar más bien de
la bendición de Babel. Por estos lares astures hay quienes piensan que el mundo
sería un lugar más habitable si se convirtiera en oficial una lengua creada con
retazos del español y los restos del asturiano; una lengua que bien podría
llamarse asturñol, hombre, suena bien, y de paso hasta quizá valiera para
acabar de una vez con la polémica de si hay que llamarlo bable o asturiano. El
viejo concepto de que el fin primordial de una lengua es servir como
instrumento de comunicación es eso, una antigualla. La modernidad es otra cosa.
Es transgredir el principio imprescindible para que una lengua crezca sana y
limpia de conciencia: ha de nacer del pueblo, ha de ser hecha por los hablantes
día a día, y sólo cuando su dimensión así lo exija, han de crearse las
instituciones que la regulen, sistematicen y doten de normas unificadoras. En el
caso del bable el proceso está discurriendo exactamente al revés.
Lo cierto es que al bable que uno oye en las tribunas que lo
defienden se le nota la capa de maquillaje que le aplicaron hasta convertirlo
casi en una naturalización de las variedades fonéticas. Buena parte de su
morfología se basa en aplicar los vulgarismos del castellano. Poco más. En el
fondo, un refrito de entrañables hablas rurales con añadidos artificiales.
Cuesta entender ese empeño de despilfarrar dineros y energías en dar carácter
oficial a una forma de expresión sin ninguna utilidad para nadie. Porque,
dejémonos ya de mantos piadosos: como valor cultural es insignificante; como
factor de identificación, insuficiente, y como instrumento de comunicación,
innecesario. Si ya tenemos un idioma común ¿para qué vamos a oficializar una
lengua que la mayoría no habla? ¿Para incomunicarse?
Dejemos en paz el bable. Ese bable nuestro, en el que todos guardamos algunos de nuestros afectos más queridos, que nunca ha sido problema para nadie y que seguramente a partir de ahora nos va a complicar a todos la vida con su intromisión forzada en campos a los que nunca fue llamado.
2 comentarios:
A mi lo que me paez ye qu' aprovecha la so posición d'articulista pa dir contra la Oficialidá ya intentar influyir Pues mal que-y pese ye lo que me tresmitieron los mios güelos y pas y quiero poder tener derechu a usar la mio llingua.
A mí los míos me transmitieron inteligencia,anchura de miras y cultura historia,por eso estoy de acuerdo con la fundamentación del articulista,que es completa sobre cómo se crea una lengua,y no con fundamentar que hago lo que me han dicho....menudo fundamento
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