miércoles, 24 de septiembre de 2014

Aventura escocesa

Los escoceses son esos tipos raros que tocan la gaita vestidos con una falda de cuadros, se apellidan casi todos Mac y viven en unas tierras altas y agrestes, envueltas en niebla y tradiciones. En sus largas noches alimentan la memoria con el orgullo de sus viejos clanes, que tan generosos fueron siempre como fuente de inspiración literaria. Sus valles y bosques cobijan castillos sombríos, todos con su fantasma respectivo, esos que pueblan las novelas de Joan Butler, aunque, según alguien ha escrito, el único fantasma que lo domina todo, hasta el punto de que nadie puede escapar de él, es el del pasado. Tienen como flor nacional el cardo, quizá porque es una planta que no se deja tocar impunemente. Es universal su fama de roñosos, pero ellos dicen que fueron los ingleses los que se la endilgaron para disimular su propia tacañería. Es también tierra de filósofos, escritores y gentes de fantasía; ahí están, a vuela pluma, Hume, Burns, Walter Scott y Conan Doyle. Desde luego, alguna imaginación tienen, porque han creado personajes como Peter Pan, Sherlock Holmes o Ivanhoe, y encima inventaron el golf y el whisky, con lo cual su aportación a la humanidad seguramente merece más de un agradecimiento. Y hasta supieron crear una leyenda sugestiva como pocas y hacerla creíble para que diera fama universal al lugar y, sobre todo, buenos beneficios al sector turístico local: el misterioso habitante del lago Ness, el recatado y tímido Nessie, quizá la criatura más rentable del mundo no siendo más que un nombre.
A lo largo de su historia han demostrado su buen sentido en algunos momentos en que había que demostrarlo. Por ejemplo, no tuvieron remilgo alguno a la hora de instalar plataformas petrolíferas en sus costas, eso que en otros sitios tanto parece escandalizar. La patria de Adam Smith y de David Hume, el economista del sentido común como norma inspiradora de las ideas y el filósofo del positivismo, no podía menos que aplicar los principios de la racionalidad. Luego el tiempo les dio la razón, porque en casi medio siglo no ha habido el menor incidente ecológico y sí una enorme fuente de riqueza.
Ahora han vuelto a vuelto a dar otra muestra de su escasa visceralidad, y eso que no les faltaron cantos de sirena de los libertadores en busca de un sitio en la historia prometiendo felicidad, bienestar, libertad, dignidad y un futuro de esplendor. Pero al final han llegado a la conclusión de que las gaitas están muy bien para tocarlas en familia y que las tradiciones y peculiaridades no pierden nada de su valor identitario porque la realidad política del país siga siendo más amplia. Sobre sus largos siglos de historia como nación independiente se han impuesto estos trescientos años de unidad, y así han decidido seguir. Debe de dar vértigo asomarse al vacío de la incertidumbre en un mundo cada vez más interdependiente, entre los recelos y las dudas de los demás, con los mercados desconfiados y vigilantes de la deuda, cuando las fronteras en Europa apenas son ya simples líneas en el mapa, tratando de hacerse acreedor de una bienvenida, aunque sea tibia, en el campo internacional. Y todo para conseguir tener el nivel de vida que se tenía antes.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Donde Asturias termina

Hacia occidente, la costa asturiana se cierra con el estuario más grandioso de todo el Cantábrico y con el encanto de los pueblecitos que lo miran. Vegadeo está justo allí donde el Eo comienza a convertirse en ría. Es villa amable, como cruce de caminos que siempre fue, con nobles fachadas y un centro urbano que combina el verdor de su parque con la elegancia de su entorno. Aún hoy conserva un cierto toque entre señorial y dominguero, que le viene dado por su tradicional condición de poderosa cabeza de una rica comarca agrícola y ganadera y hasta, en otros tiempos, industrial.
Y más al norte, oliendo ya el mar, Castropol. Apoyado en una barandilla del puente, este viajero piensa que Castropol ofrece sin ninguna duda la imagen más hermosa de todos los pueblos costeros de Asturias, y aun del Cantábrico. Un promontorio que penetra en la ría y, sobre él, un caserío blanco que se apiña en torno a una airosa torre. Blanco, verde y azul, una colina sobre el agua y una espadaña. Imágenes así sólo se ven en los cuentos. Ya en sus calles, nada hace cambiar la opinión del viajero. Casonas, iglesias y palacios le dan prestancia de ciudad. También Figueras tiene una larga historia, ligada a la aristocracia ochocentista, a su industria naval y a su condición natural, bella como pocas. El palacio Trenor, serio y austero, resalta entre el caserío; el pequeño puerto da fe de su tradición marinera, y, algo más retirado, entre árboles y jardines, el palacete Peñalba pone un exótico toque modernista, por si algo le faltaba.
La ría aquí luce en todo su esplendor. La línea de la orilla se vuelve ondulada y forma ensenadas, como la de La Linera, donde aún quedan vestigios de un antiguo molino de mareas. Algo más allá, ya en mar abierto, está la playa de Penarronda, a la que una gran piedra redonda y horadada da nombre. En la playa de Penarronda pueden encontrarse narcisos marinos y alhelíes de mar.
Todo esto es paraje protegido. La ría, convertida en hábitat de marisma, es el paraíso de quien quiera conocer la invernada o el paso migratorio de multitud de aves acuáticas, o simplemente de quien quiera asomarse a ella y dejar vagar la mirada sobre este paisaje singular. Nada es igual de un momento a otro. Las mareas son las dueñas de la imagen; la cambian, la embellecen o la normalizan a su propio ritmo. Pero en los campos el afán proteccionista del entorno dificulta iniciativas de desarrollo y proyectos de todo tipo. Los pueblos languidecen y los campos se van asilvestrando sin apenas brazos jóvenes que vean en ellos una ilusión. El contraste con el dinamismo del otro lado de la ría, donde se ha elegido un modelo de crecimiento más realista, se hace evidente nada más cruzar el puente.
Y el caso es que belleza tiene a raudales. A este viajero se le ha hecho tarde a propósito. Ha preferido quedarse para ver el sol poniente iluminar con sus rayos de ocaso este paisaje, que ahora está envuelto en colores tornadizos. Cuando llega la noche está convencido de que ha asistido a uno de los atardeceres más hermosos que pueden contemplarse por estas latitudes.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Empacho catalán

Qué hartazgo ya de política catalana y de sus representantes. Qué tabarra sin fin. A todas horas, en cualquier medio, siempre presentes, en persona o como tema de comentario, oyendo su indignación y sus exigencias, diciéndonos que les robamos, amenazando con el adiós y haciendo negocio con él. Con los medios incomprensiblemente rendidos a su servicio. Cualquiera de ellos que diga dos frases seguidas ya tiene cabida en un noticiario. Conocemos sus caras y sus voces mucho mejor que las de los nuestros, sabemos lo que piensan y hacen como si no hubiera otros en el espectro político. Celebran su fiesta y parece que es la única del mundo. Pero, hombre, que todas las comunidades tienen su día. ¿Alguien sabe si en algún medio catalán se dedicó una sola línea al de Asturias? Y todos tenemos también hechos diferenciales, porque no somos clones, y nuestras tradiciones, y nuestros problemas, y nuestros éxitos y fracasos, y nuestros tontos y corruptos, aunque no lo sean en tan gran escala como los de allí, y todos los sitios tienen su historia, algunos mucho más trascendente y fecunda. Y también más humildad.
Se las arreglan muy bien para diluir las noticias de sus miserias y difuminarlas en el debate público entre lamentos de victimismo. Intentan decantar la Historia hasta convertirla en un memorial de agravios. Y de nada sirve tratar de contentar su voracidad, porque lo que se ha cedido ha sido inútil. En aras de una corrección política que hemos confundido quién sabe con qué complejo de restitución, hay una especie de condescendencia continua, casi de servilismo; se llega incluso a renunciar al idioma propio, que si govern, que si parlament, que si estatut. En nuestros correctísimos medios se tiene buen cuidado de escribir Girona, Lleida o Catalunya, mientras que allí se lee Saragossa, Terol o Espanya. Por aquí sería impensable decir Arturo Mas o Jorge Pujol, pero allí se habla del rey Felip o de Joan Carles.
Y el caso es que uno va por allí, habla con la gente y se da cuenta de que la distancia entre la clase política y el pueblo es mayor que en ninguna otra parte de España. El ciudadano de a pie, tanto el de las zonas urbanas como el de las rurales, no siente que tenga conflicto alguno con el resto de los españoles y sonríe con cierta condescendencia cuando se le comenta la imagen que dan sus políticos. Alguien me hace observar que allí tienen dos clases de problemas: los artificiales, que crean los políticos según sus intereses, y los que son verdaderamente importantes, como el paro, la inmigración, la corrupción o las listas de espera en la sanidad. El orden de preocupaciones de la clase política siempre suele tener pocos puntos de coincidencia con la de la sociedad real, pero en este caso el descuadre es mucho más ostentoso. Es el pueblo el que conserva ese “seny” que tantas veces se presentó como un rasgo propio de su carácter y que parece haber huido de sus dirigentes.
Pues seguiremos soportando a todas horas el desfile de personajes y personajillos que tratan de no perder protagonismo en ese intento algo infantiloide de reinventar su tierra, que en definitiva es lo que siempre ha sido: una región de la vieja Hispania.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

La clase política

Hay que reconocerle a nuestra clase política, y supongo que a la de todas partes, su asombrosa capacidad de adaptación al medio. Nadie sabe hacer tantos quiebros a las circunstancias adversas ni sacar provecho de ellas. Según sople el viento de las encuestas se arría una vela o se iza otra. El rumbo no importa mucho; lo que importa es que el barco vaya siempre por delante de los demás, que el botín espera y sólo se presenta cada cuatro años. Las convicciones ocupan un lugar muy bajo en la lista de motivos de actuación; hay unos cuantos por delante de ellas. Si las circunstancias lo exigen, un mismo argumento se emplea para demostrar una cosa y la contraria; el propósito que hoy se ofrece como ilusionante y luminoso, mañana se desecha porque ya no tiene atractivo, o sea, porque otro lo hizo suyo; el camino que el lunes es válido para alcanzar una meta, el martes es un disparate si lo propone el adversario. Aquella frase de Groucho sobre los principios adquiere materia; se convierte en algo más que un ingenioso chiste.
Durante décadas hemos estado oyendo hablar de la necesidad de una regeneración democrática que dotara de racionalización a muchos aspectos de nuestro sistema, entre ellos el de un reparto de poder más ajustado a los resultados electorales. Se trataba de aplicar la norma más elemental de la democracia: que el ejercicio del gobierno corresponde al que obtiene más votos. Pues ahora que se intenta hacer que sea así, todos saltan en contra de quien lo propone. Todos a mirar las consecuencias y los arañazos que puede causar en sus carnes. Los principios democráticos tienen varias lecturas, y la más acertada es siempre la que uno hace, y la que hace el perdedor es que si la suma de los no votos, por heterogéneos que sean, es mayor que la de los votos del partido ganador, de nada le vale a éste haber vencido en las elecciones. Que el voto del ciudadano, en vez de ir al partido que ha elegido, vaya a beneficiar a otro mediante extrañas coaliciones no advertidas antes, no tiene importancia.
Con la clase política siempre con las espadas en alto, intentar poner remedio a algo se convierte en una labor casi milagrosa. Se nos dice, y nos lo confirman en todos los informes, que la educación de nuestros hijos tiene un nivel de calidad mediocre, pero cada vez que se propone una nueva ley se alzan en bloque las consabidas consignas de rechazo. Se critica la situación económica, pero que no se hable de austeridad para salir de ella. Es el “no” interesado, no vaya a ser que la cosa salga bien y beneficie al que la hizo.
Puede que sea una esclavitud más de la política, ese oficio lleno de esclavitudes que a veces rozan la dignidad personal; el diputado que ha de apretar el botón que le manda el jefe aunque vaya en contra de su propia conciencia sabe muy bien qué es eso. Pero no estaría mal que alguna vez alzasen la vista por encima del mezquino horizonte de su partido y pensasen en el bien general. Que al lado de las críticas se hiciesen aportaciones, que ante los problemas se ofreciesen a buscar remedios. Entre tantas encuestas como hacen podrían preguntar a los ciudadanos si están hartos de tanta ruindad.