miércoles, 7 de diciembre de 2011

La verdad

¿Qué es la verdad? La pregunta más determinante de todo el texto evangélico la hace nada menos que Pilato, como si repitiera lo que la humanidad lleva planteándose desde que logró sustituir el mito por la razón. Aunque, más que una pregunta, puede que Pilato lo hubiera dicho sin interrogaciones, como una reflexión hecha para sí mismo en tono escéptico. Más o menos como nos la hacemos todos a medida que vemos difuminarse algunas certezas que teníamos como inamovibles.
La verdad es dama seductora y esquiva, amiga de vestirse con ropajes impropios, de esconderse a las miradas y de transformarse cuando alguien cree que la ha descubierto. Dicha por un niño, la verdad puede resultar simpática o puede azorar. Dicha por un político, suele volverse contra él; quizá por eso tiende a ocultarla. Dicha por un científico, la verdad es el resultado último de una serie de comprobaciones empíricas. Dicha por un filósofo, es un destello eternamente huidizo; puede ser aquello que se manifiesta ante la conciencia o la consecuencia final de encadenamientos lógicos. O nada. Demócrito, que necesitaba el azar y la necesidad como razones causales, llegó a la conclusión de que la verdad existe, pero que yace en el fondo de un pozo, sin que podamos rescatarla.
Hay verdades de fe y verdades racionales, hasta que dejan de serlo; hay quien afirma que existen verdades inamovibles y absolutas, y quien cree que lo que es verdad a la luz de una lámpara no lo es siempre a la luz del sol. Puede causar un gran dolor o dar una paz infinita. Hay quien prefiere conocerla, por amarga que pueda ser, y quien quiere que siga oculta por si desvela un rostro terrible. Y hasta hay quien se cree gustoso aquello de “in vino veritas”. La posesión de la verdad es la prenda que aseguran a sus fieles todas las religiones, lo que induce a pensar que, o hay varias verdades, o todas, como mucho menos una, son falsedades tenidas por verdad. En el campo político la verdad debería ser la idea que guiara toda su práctica y, sin embargo, en pocos ámbitos está tan ausente como en este y de forma tan evidente. Se ve que no conocen un antiguo consejo: la política más conveniente consiste en decir siempre la verdad, a menos que se tenga una habilidad excepcional para mentir.
Hay tantas verdades como queramos, según situemos nuestro punto de observación, o acaso ninguna, o quizá vaya a resultar que la única verdad que conocemos es la que ya nos enseñaba el viejo Erasmo: que el hombre nunca podrá estar seguro de ninguna verdad. Y entonces uno piensa en las emociones que le conmueven, en el sol de cada mañana, en el amor entre dos miradas, en las lágrimas de dolor o en el cariño de una madre y tiende a creer que sí, que existen verdades absolutas.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Viraje a estribor

Se ha consumado lo que se venía gestando ya durante los últimos años. Ante un rumbo desorientado y con un capitán que parecía navegar con una brújula sin aguja y sin rosa de los vientos, los españoles han decidido cambiar de barco y de tripulación en la confianza de que aún sea posible virar ciento ochenta grados, a estribor por supuesto. Han dejado el viejo buque desarbolado y a la deriva, necesitado de un buen puerto donde poder proveerse de nuevos aparejos y de una buena dotación que sustituya a la anterior y, sobre todo, que sea más competente, que el mar está muy turbulento y no bastan sólo las sonrisas para sortear sus envites. Entretanto, a permanecer en el dique seco, porque ni la más pequeña vela le han dejado a su cargo. Si el partido perdedor mira ahora el mapa de España, bien podría hacer suya la lamentación de Don Rodrigo: “Hoy no tengo ni una almena / que pueda decir que es mía”.
Pero el caso es, don Mariano, que yo no sé si debo felicitarle por su éxito, compadecerle por lo que le espera, admirarle por su valor o las tres cosas a la vez. Porque supongo que su acreditada capacidad de reflexión le hace ser consciente de que se ha metido en un brete que yo, desde luego, para mí no quisiera. Y como tampoco imagino que sea por el sueldo del mes, habrá que pensar que la vocación que arrastra a los políticos tiene algo de mandato metafísico que encadena la voluntad y del que es difícil escapar si no se quiere vivir con la amarga sensación de haber desperdiciado la llamada que a uno le ha hecho la vida. Tanto que hemos criticado a los políticos, y bien que en muchos casos lo merecen, y sin embargo siempre hemos guardado un fondo de respeto hacia aquellos que eligen ese camino por auténtica vocación, a veces con renuncias a situaciones menos comprometidas y más sustanciosas.
Es una obviedad, don Mariano, pero lo digo: lo tiene usted muy difícil. Nadie, desde los ya lejanos tiempos del general, ha acumulado en España el poder que usted tiene ahora. Se lo han entregado libremente sus conciudadanos, lo que ya le supone una buena responsabilidad, en la confianza de ver en usted al hombre adecuado para sacar al país de esta situación que se va volviendo insostenible, lo que añade una responsabilidad aún más pavorosa. ¿Se figura cuántas familias desesperadas por el paro miran hacia usted con esperanza? ¿Cuántos jóvenes con las ilusiones rotas, cuántos pequeños emprendedores con los ahorros perdidos, cuántos desahuciados con los muebles en la calle por una hipoteca leonina? Le imagino en su despacho preguntándose por dónde empezar. Los españoles tenemos una percepción de las cosas más honda de lo que a veces creemos. Sabemos que no hay taumaturgos, pero sí le vamos a pedir que no nos engañe, que nos diga la verdad; le vamos a pedir exigencia ética, conciencia nacional, ejercicio sin sectarismos, transparencia y humildad. Haga lo que tenga que hacer, que, por duro que sea, será así más llevadero. Que tenga suerte, don Mariano, porque será la de todos.

martes, 22 de noviembre de 2011

Si no fuera por ellos...

Un hombre no es pobre cuando carece de todo, sino cuando no trabaja. Esta afirmación de Montesquieu podrían suscribirla hoy cuatro millones de personas en España, que puede que no carezcan de todo, pero sí de la posibilidad de vivir de sí mismos mediante su propio esfuerzo. Quizá sea esto, al margen de las dificultades materiales, lo más doloroso de sobrellevar, porque se asienta en lo más hondo de nuestro ser, allí donde guardamos la dignidad y donde no puede llegar ninguna medida social ni ninguna dádiva por bienintencionada que sea. A poco que uno tenga conciencia de sí mismo, no puede ser fácil vivir con la evidencia de que sus cualidades personales, su preparación, su voluntad de trabajo y su posibilidad de aportar a la sociedad aquello de que es capaz, han sido anuladas y ha de resignarse a vivir sustentado por los demás, sea la administración o la familia. Excepciones habrá, vividores y aprovechados encantados de ser muy listos, pero a cualquiera que tenga en alta estima su dignidad esto es lo que le resultará más difícil de llevar. Y habrá de vivirlo en la soledad de sí mismo. Jamás podrá verlo reflejado en ninguno de los sesudos análisis económicos.
Con los sindicatos domesticados por el poder, los bancos amarrando el dinero y el gobierno sin un plan de mayor calado que el de subir los impuestos y esperar a que el tiempo traiga la solución, poca ilusión puede pedírsele a ese parado que vagabundea por las oficinas de empleo con la esperanza de dignificar su vida, sobre todo si ya ha superado la maldita barrera de los cuarenta. Le quedarán, si tiene suerte, esos 420 euros que, por supuesto, bienvenidos sean, sobre todo si lo mira, no como una limosna, sino como la devolución de algo prestado anteriormente, que también puede ser un modo de verlo.
Si toda crisis permite ver por debajo de su violento oleaje los sedimentos permanentes que no puede arrastrar, la de ahora está poniendo al descubierto aspectos ocultos de nuestra sociedad, que siempre permanecieron ahí, pero que parece que últimamente no se querían ver. Una situación como esta, con cuatro millones de personas sin trabajo y sin perspectivas de encontrarlo, pondría a cualquier sociedad al borde de la movilización popular; se exigirían medidas en la calle, habría una crisis de confianza en el gobierno, podría incluso derivar en estallido social. Si esto no ocurre en España se debe en buena medida a nuestro concepto de la familia como depositaria de valores tradicionales. La familia como último reducto frente a todo, único refugio en el que encontrar una solidaridad que puede llegar hasta el sacrificio. Cuántos jubilados están haciendo un esfuerzo para ayudar a sus hijos en las hipotecas, cuántos abuelos dedican su exigua pensión a atender necesidades perentorias de sus nietos, cuántas familias compartiendo los ingresos en espera de un cambio de situación, cuánta generosidad callada. Me lo decía un padre de familia parado, con la sensibilidad herida y la dignidad aparcada: "La necesidad se hace más dolorosa cuando los seres más queridos han de acudir en tu ayuda, pero si no fuera por ellos..."

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Fiesta de difuntos

Todavía hoy los calendarios señalan la fecha del 2 de noviembre como Día de los Difuntos. No es mal logro, viendo que los vivos cada vez parecen estar más convencidos de que el estado de difunto no tiene más trascendencia que la de permanecer en el recuerdo de quienes tengan algún motivo para añorar su presencia. Los Novísimos han perdido su prestancia. Ya no son tema de preocupación. Ya no asustan a nadie ni son causa de insomnio, como le pasaba a aquel artista adolescente de la novela de Joyce. No están de moda. Lo que ahora está de moda es Haloween, que es una fiesta viajera y tornadiza como pocas. Nació en la vieja Europa, allá cuando se miraba al cielo estrellado con temor, se fue América y volvió a nosotros, aunque convertida en parodia, de la mano de la enorme fuerza expansiva que suelen emplear los norteamericanos con sus cosas. O sea, que en definitiva es una reliquia de los ritos celtas, que ya se preocupaban de esto mucho antes de la llegada del cristianismo. Se ve que la inquietud por lo que va a ser de nosotros en la otra orilla viene de largo y de muy profundo.
El Haloween ese viene a ser como una fiesta de difuntos en la que lo que menos importa son los difuntos. Ni un recuerdo para ellos, ni lágrimas de ausencia, ni plegarias por su descanso eterno. Más bien es un carnaval en el que son los muertos los que se ponen las máscaras. La muerte se disfraza de muerte. Caretas, calaveras, esqueletos, calabazas encendidas y cosas así, mientras que aquí nosotros andamos con claveles, crisantemos, dalias o violetas. Si se trata de tomarse a broma a la que no admite ninguna, por qué no enfadarla dándole una imagen contraria a la que tiene; uno, por ejemplo, preferiría encontrársela como la guapa peregrina de La dama del alba. Además, para recrear una procesión de espíritus no nos hacía ninguna falta dejarnos avasallar por el imperio, porque aquí ya teníamos la Santa Compaña y la Güestia, que son de condición más familiar y ya sabemos algo sobre cómo tratarlas. Y si no, mejor seguir con nuestra tradición de representar el Tenorio, que el espectro que allí aparece al menos tiene un espíritu poético.
El caso es que estamos en el día en que, de cualquier manera que se diga, la fatal verdad sigue siendo la misma. Cinis es et in cinerem reverteris, o sea, señores del Banco Europeo y de sus congéneres que se dedican a exprimirnos a gusto, que somos ceniza y a la ceniza volveremos. Para eso no vale la pena romperse el intelecto con la teoría parmenidea de lo que es y no es, que los griegos siempre fueron gente amiga de buscarle el fin último a las cosas, y el fin está a la vista: ceniza y sólo ceniza. Pues eso. Nos queda el consuelo de intentar ser polvo enamorado después de haber sido un alma prisionera de un dios, venas que han generado intenso fuego y médulas ardidas gloriosamente. Y a propósito, este Quevedo, estarán de acuerdo conmigo, es un poeta inalcanzable.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Querido profesor

Debo decirle ante todo que de ningún modo debe darse por aludido personalmente, porque no es el caso, ni mucho menos. Le estoy tomando por un colectivo. Lo que pasa es que todos tenemos ante nosotros la imagen individual de una persona, no de un conjunto gremial, que nos imponía su presencia desde el estrado en los años de nuestro aprendizaje, y eso va a ser usted mañana para sus alumnos de hoy.
Usted, querido profesor, forma parte de una profesión ennoblecida en los momentos en que la humanidad tiende hacia lo alto y simplemente burocratizada cuando todo se mide en ratios de producción. Colegas suyos figuran en gran número como protagonistas en todas las literaturas de todo tiempo y lugar, para qué citar nombres. Ahora veo que andan algo alborotados, incluso negándose a dar clase. Por lo visto, los responsables de su labor pretenden que pasen más tiempo en el aula y menos despachando tareas oficinescas, o algo parecido. Mire, no sé. Sería enorme petulancia por mi parte si me atreviera a dar una opinión sobre un asunto cuyas fibras internas desconozco. Quizá tengan ustedes razón ante un poder político que, al menos desde la reforma de 1970, parece andar a ciegas en lo que se refiere a la búsqueda de un modelo de sistema educativo que no sea el fracaso que ahora es. Les han mermado la autoridad, les han debilitado la ilusión de cada día y les han convertido en simples funcionarios de la docencia, sin querer reconocerles que son los que tienen en sus manos nada menos que la formación de la sociedad de mañana. Pero ¿no será también que ustedes se han acomodado en algún grado a esa situación? Sería terrible que me dijera que ahora hay que rebuscar por lo más hondo lo que quede de vocacional en una profesión que siempre se movió más por la pasión de su ejercicio que por cualquier otro impulso.
No sé si estaremos de acuerdo, pero voy a decirle mi convicción. Yo creo que la consumación de su trabajo, lo que por sí solo constituye la máxima satisfacción personal que le puede brindar su labor, es el de dejar una huella perenne en el recuerdo de alguien. No un simple recuerdo sentimental, claro, sino el de una vocación encontrada, un placer intelectual descubierto, una pauta mental aprendida o unas capacidades hasta entonces apenas intuidas y sacadas de su mano a la luz. Que el chico que ahora tiene sentado en clase pueda decir el resto de su vida: si no fuera por aquel profesor que tuve en el colegio quizá no sería ahora lo que soy, porque él me enseñó a pensar y a descubrir el valor del conocimiento. En mi caso, como en el suyo probablemente, puedo confesarle que, en la larga lista de profesores que han pasado por mi vida, hay unos cuantos nombres que aparecen siempre ligados a un recuerdo agradecido que lleva trazas de no desaparecer jamás. Nada sé de sus problemas laborales; sólo de su magisterio. Aquellos maestros que fueron responsables, en las etapas más vulnerables de mi vida, de buena parte de lo que fui después. He dicho bien, porque yo no sé a usted, pero a mí me sale más del alma denominarles con el noble, viejo y totalizador nombre de maestros.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Al sol del otoño

Ahora que se sospecha que algo que se llama neutrinos son capaces de correr a mayor velocidad que la luz, a la física le ha salido un quebradero de cabeza que la tiene sumida en un estado de perplejidad. Los neutrinos pertenecen al mundo subatómico y tienen una masa tan insignificante que están en el borde de poder ser considerados materia, pero parece que son más veloces que la luz, que no lo es. Si esto se confirma, dicen lo que de esto saben que las leyes conocidas quedarían trastocadas y que incluso cabe atreverse a contemplar posibilidades hasta ahora inimaginables, como la inversión del tiempo o la existencia de nuevas dimensiones. La física es la depositaria de casi todas las verdades absolutas que tenemos. Una de ellas era que nada en el universo puede alcanzar mayor velocidad que la luz. Si la famosa ecuación de Einstein, después de tantas comprobaciones empíricas como ha resistido, estuviera equivocada, casi podría tomarse como una confirmación extramuros del propio enunciado que expresa: todo, hasta la teoría de la relatividad, es relativo; nada es absoluto.
La Tierra, que alberga en su seno todos los misterios y nos abruma con el desconcierto cada vez que logramos arrancarle alguno, anda ahora por zona de equinoccio mostrándonos los mismos de siempre, que, sin embargo, nos siguen pareciendo recién descubiertos. Otoño. Revolotear de alas migratorias, berrea de ciervos y aquelarre de brujas. Por el camino que se adentra en el bosque, convertido ahora en un misterio de colores, el ánimo predispuesto se siente desprevenido ante el acoso de la nostalgia, como si las hojas que caen hiciera cada una de ellas una herida en lo más hondo de los delicados tejidos en que envolvemos nuestros recuerdos. Sabemos que el presente no puede existir, porque sólo es un punto infinitésimo de paso, y que el futuro no es más que un supuesto, así que sólo tenemos el pasado, es decir, los recuerdos. Qué tendrán que se nos hacen tan necesarios como el aire. No podemos vivir de ellos, pero tampoco sin ellos, porque siempre terminan haciéndose parte de nosotros mismos, aunque sepamos que al final acabarán siendo deshechos por el tiempo. Y sin embargo, no podemos evitar plantar cara con todos nuestros escasos recursos a la injusticia de ver cómo se nos quita lo que se nos dio. Nos rebelamos frente al eterno fluir. Tratamos de detener los fragmentos del tiempo y no nos paramos a pensar que quizá la mejor manera de vencerlo es echarse en sus brazos y que haga con nosotros lo que quiera. Cuando las hojas amarillean caen al suelo mansamente, sin golpear la tierra que las va a destruir. ¿Tendrán neutrinos los átomos de las hojas muertas?
Pero en definitiva todos somos residuos del gran proceso estelar. Polvo de estrellas. Las instancias a quien poder referirse están muy altas y, miren, eso tiene algo de paradoja reconfortante, porque es la unicidad absoluta de nuestro origen y de nuestro destino. Al menos tenemos la certeza de saber que existe un punto absoluto y común.
Algo melancólico y grave me he puesto. Debe de ser que hoy es mi cumpleaños

martes, 6 de septiembre de 2011

La esquina de María

Frente a la magnitud de las cifras económicas con que nos atiborran cada día, y que nadie entiende, se imponen las humildes cuentas de nuestra economía familiar, infinitamente más importantes que aquéllas. Que hablen los sesudos expertos con su lenguaje incomprensible, que sigan con su jerga críptica sobre la tal Moody's, diferenciales de deuda, calificaciones de riesgo, fortalezas financieras intrínsecas, riesgo país y cosas así, que los sencillos números de sumas y restas que hemos de echar para tratar de llegar a fin de mes son mucho más trascendentales y mil veces más inquietantes. A la hormiga le preocupa más la pequeña piedra que le obstruye el camino que la imponente montaña que se alza al fondo. La verdadera dimensión de la crisis no se encuentra en el parqué de las bolsas ni en la frenética agitación de banqueros y ministros de Finanzas, sino en las esquinas de las páginas de sucesos, allí donde la preocupación general se condensa en lo personal y se convierte en drama. Miles de dramas anónimos que hace ya tiempo que dejaron de ser noticia; personas con su desesperación a cuestas, que no importan a nadie, salvo al banco que los desahució, a la cocina de beneficencia que les da de comer algo, y quizá a los familiares, si no están en su misma situación.
María tiene 68 años y seis nietos. Tenía también un piso, con el que avaló en su día la hipoteca de un hijo. El hijo perdió su empleo, no pudo pagar la hipoteca y les quitaron la casa a los dos. Ahora se prostituye para poder vivir. A ocho euros el servicio, que también aquí la competencia es dura y no hay más remedio que hacer rebajas frente a cuerpos más apetecibles y más profesionales. Ella, una mujer de valores tradicionales, dedicada a los suyos y con una vida hasta entonces encuadrada en la bendita normalidad de los pequeños problemas de cada día. Su amor de madre no pudo evitarlo, y su deseo de dar a su hijo una vida al menos como la de ella terminó en la ruina de ambos. Sobre todo, con su vida en ruinas. Una calle céntrica, una esquina cualquiera, soportando todas las miradas que examinan con expresión burlona, acusadora, despectiva o misericordiosa lo único que le queda para vender. Su familia no lo sabe, y quizá esa sea una angustia añadida, la del momento de ver si encuentra comprensión para su humillación. Los ministros europeos salen de otra de sus reuniones hablando de que "la rebaja del rating hace necesaria una reestructuración de la deuda porque la dinámica del mercado va a terminar llevando a un default".
Nadie podía preverlo hace tan sólo unos pocos años, cuando creíamos que una sociedad tan bien fundamentada como la nuestra tiende por su propio impulso a ir hacia adelante. No contábamos con el infinito afán de riqueza de los ricos, la incompetencia de los políticos o la deshumanizada aplicación de las leyes a los débiles. Los culpables no existen; los que sufren sus consecuencias sí, y cada vez en mayor número. El caso de María lo ha publicado la prensa nacional, así que todavía tiene categoría de noticia. Lo triste es pensar que quizá dentro de poco ya deje de serlo.

viernes, 26 de agosto de 2011

Samarcanda




En el pequeño mapa de lugares mágicos que uno se ha forjado desde niño, ese que todos tenemos dibujado por nuestra imaginación, el nombre de Samarcanda figuró siempre con letras muy claras. Un nombre con fonética de lejanía inalcanzable, centro de un reino fabuloso vestido de seda y oro, fastuosas caravanas de ricos mercaderes, Clavijo, Tamerlán, Khayyam, misterio oriental. Uno de esos lugares a medias entre el mito y la realidad, que sólo podían entreverse a través de los relatos de viajeros, agrandados siempre por la fantasía, tanto del narrador como del lector.
¿Qué queda hoy de aquella Samarcanda que las crónicas describen como "el más bello rostro que la Tierra haya vuelto jamás hacia el sol"? Lo suficiente para que ese mundo imaginado no se tambalee por la realidad que impone el paso del tiempo, que siempre es amigo de derrumbar fantasías. La ciudad moderna es limpia y agradable; nada desentona en su perfil urbano, ni siquiera uno de esos horribles prismas grises de la época soviética, que tanto abundan en otros sitios y que aquí debieron de ser víctima de alguna mano sensible. Tamerlán está sentado en el centro de una plaza, contemplando su capital. No es el fiero guerrero que no perdonaba vida alguna, sino un rey sabio y justo que parece guardar el bienestar de su pueblo; que callen las crónicas y que el mito se haga bronce perenne para gloria de todos. Por supuesto, el viajero lo comprende; lo ha visto en demasiados sitios y tampoco le importa mucho.
La medida de la leyenda de Samarcanda está algo más allá, en la plaza de Registán, allí donde el espacio se delimita por el azul de tres fachadas y el sol de la tarde pone todo lo demás. Es la imagen intuida de Samarcanda y aun de cualquier ciudad oriental. No son mezquitas; son madrasas, centros de estudio. La más antigua es obra de Ulugbek, nieto de Tamerlán, rey de fin desgraciado, pero sobre todo amante del saber y astrónomo; por eso ordenó decorar la fachada con estrellas. A pesar de que han desaparecido las cúspides de los minaretes y de que algunos se han inclinado por defectos del suelo, a pesar incluso de unas restauraciones quizá excesivas, Registán, lugar de arena, sigue asombrando los ojos del viajero occidental y poniéndole las cosas muy fáciles a su imaginación.
El mausoleo de Tamerlán es una tumba, pero podría también ser un palacio. No hay aquí la menor concesión al vacío y, menos aún, a lo indiferente. Es un espacio infinito de azulejos de colores que lo ocupan todo: paredes, cúpula, minaretes, arcos y portadas. Y sin embargo, hay un armonioso equilibrio en su distribución, figuras geométricas se alternan con motivos entrelazados y con frisos con hermosa caligrafía cúfica. El refinamiento decorativo oriental puede que sea repetitivo, pero siempre termina pareciendo nuevo. Al salir, uno advierte que la calle que conduce al mausoleo lleva el nombre de Ruy González de Clavijo, aquel madrileño que, a principios del siglo XV, llegó hasta Samarcanda para entregar a Tamerlán una embajada del rey de Castilla. En todo Uzbekistán guardan bien su recuerdo.



martes, 2 de agosto de 2011

Tiempo de vacaciones

Estamos en tiempo de vacaciones, es decir, en el tiempo en que se nos hace preciso llenar el cuerpo de fuerzas renovadas y la andorga del espíritu de nuevas sensaciones para poder sobrellevar buenamente lo que después venga. La andorga del espíritu viene a tener las mismas exigencias que la del cuerpo y es más difícil de satisfacer. Cada cual trata de llenarla en función de sus inclinaciones y de sus criterios, y que luego salga lo que sea. Hay a quien le gusta tumbarse y quien necesita moverse, quien no puede estar si no es entre la multitud y quien procura la soledad, quien busca aturdirse y quien busca meditar, quien adora el abigarramiento playero y quien suspira de hondo gozo ante los espacios infinitos y solitarios. Y como esta España nuestra es tierra de posibilidades más que regulares y de recursos sin cuento, a todos da satisfacción y con todos cumple.
Una mayoría total y absoluta tiene sus preferencias puestas en el sol y la arena; lo primero que meten en el equipaje es el bronceador y lo último una guía artística. Corren todos al mismo lugar y al mismo tiempo: las playas del Mediterráneo. Si esta península fuera una balsa, sin duda en agosto se escoraría peligrosamente a estribor.
Los que creen que pasarse quince días sin más quehacer que procurar tostarse la barriga es el modo más perfecto de hacer el idiota, son minoría manifiesta y, desde luego, más trashumante. Su afán está en los grandes centros artísticos e históricos del interior, en los senderos de la montaña o en el vagabundeo por esos mundos de Dios.
Llenar el morral de dentro es el objetivo de buena parte de los peregrinos vacacionales. Para otra buena parte el objetivo es vaciarlo. Y a ambas cosas nos aplicamos unos y otros con liberalidad, unos por auténtica necesidad, otros por mimetismo, algunos por mantener el tono, pero todos con el ahínco de quien sabe que está en un tiempo efímero.

miércoles, 6 de julio de 2011

Hijos del dolor

Es incalculable el dolor que ha afligido a gran parte de la humanidad desde que ha aparecido en este bien llamado valle de lágrimas. El hombre es hijo del dolor, que comienza ya con el mismo acto de su venida al mundo. Venimos aquí a sufrir, se dice, y no se hacen excepciones, pero uno no quiere reflexionar ahora sobre ese sufrimiento existencial que nos afecta a todos nosotros como parte inmanente de nuestra condición de seres vivos, sino de ese otro dolor producido por causas externas y circunstanciales, malditamente circunstanciales. Cuántos hombres y mujeres han visto, a lo largo de los siglos, su vida, su única e irrepetible vida, convertida en un camino de amargura y sufrimiento sin saber por qué, sin tener a quién hacer preguntas, sin poder rebelarse. Cuántas torturas, cuántos despojados de su libertad y de su dignidad, obligados a humillarse ante sí mismos, que es la peor de las humillaciones. Cuántos encerrados en campos de concentración, golpeados en sus seres queridos, obligados a sufrir espantosos tormentos físicos, sometidos a la vejación caprichosa de alguien más fuerte. Cuántos arrastrando día tras día su hambre y su miseria, viéndose ancianos a la edad en que en otras partes ni siquiera se ha entrado en la madurez. Cuántas lágrimas que se quedan en simple deseo, porque ya ni siquiera pueden asomar.
Y todo esto ¿para qué? ¿Qué sentido tiene tanto sufrimiento de tantos seres humanos, cuya culpa no es otra que la de haber nacido en un determinado lugar o en un determinado tiempo? Las religiones ofrecen una respuesta amparada en el misterio, la lógica se refugia en una duda poco consoladora, y la razón dice que ninguno. La tradicional visión trascendente del dolor como agente purificador pierde todo su valor ante la imagen desgarrada de un niño sufriendo, que nada tiene que purificar. Lo de "bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados" sólo resulta un bálsamo, si acaso, para una sexta parte de la humanidad. Nos quedamos en manos del silencio ante nuestra petición de explicaciones. A falta de ellas, la respuesta más predicada durante todos los tiempos fue la de la resignación.
El hombre es el único animal capaz de sentir compasión por el dolor de otro de su misma especie, pero, al mismo tiempo, el único que lo produce, y hay que ver con qué ahínco se aplicó a ello a lo largo de su historia. El dolor producido por otros hombres tiene su mapa, espacial y temporal, bastante definido, de modo que caer en su dominio o librarse de él no consiste más que en una mera cuestión de azar. Desde este lado, aquí donde tantas lecciones hemos dado en esta materia hasta alcanzar la aceptable bonanza actual, no está mal que, de vez en cuando, tengamos un humilde recuerdo para todos esos a quienes algún miserable arrancó su derecho a una vida feliz y esperanzada.

miércoles, 15 de junio de 2011

El español y sus hablantes

No es que uno quiera ser un purista del lenguaje, que no quiere, ni pretenda dar lecciones a nadie, que no lo pretende, pero es que ha de confesar que siente una especial debilidad por su idioma y que todo lo que le atañe le interesa muy especialmente. Amor a un tiempo gozoso y sufrido, porque siempre he pensado que los españoles, aun a sabiendas de que tenemos una lengua hermosa y universal, la tratamos con la indiferencia con que el rico de cuna mira sus millones: sin darle valor. No hay más que ver cómo la maltratan quienes más deberían cuidar de ella.
La llegada de una era dominada por el poder omnímodo de la información ha traído como consecuencia que ya no sea el pueblo el que hace la lengua, sino los medios de comunicación. Y a veces da la impresión de que algunos no son conscientes de su influencia cuando insisten en popularizar anglicismos innecesarios o cuando se empeñan en sus frases hechas, castigando la semántica y la sintaxis. Oye uno decir a un cronista deportivo que el portero se colocó bajo los tres palos. Pues sí que era un portero extraordinario, porque habitualmente un portero sólo puede colocarse debajo de uno, el horizontal. Tan extraordinario como ese delantero cuyo disparo, según el locutor, dio en la cepa del poste; o sea, que metió el balón bajo tierra. O como el presidente ese que, según uno lee, cesó al entrenador. Mal pudo hacerlo, porque cesar es un verbo intransitivo. El entrenador cesa, pero no lo cesan. Con lo fácil que sería emplear el verbo destituir.
Algo parecido ocurre con esa coletilla de "en relación a", eliminando la preposición "con", que es la adecuada. Sale una ministra y nos dice que el crecimiento de no sé qué índice es menor al del año pasado. No, señora ministra; menor y mayor se construyen con "que". El presentador continúa con la noticia de que la sequía en una región de África está ocasionando una gran catástrofe humanitaria. Pero si humanitario significa lo contrario: benigno, caritativo, benéfico. Será en todo caso una catástrofe humana. En una entrevista piden una opinión a uno de esos que se llaman a sí mismos "de la cultura", y comienza su respuesta con "yo soy de los que pienso que..." No debe de saber que si el sujeto está en plural el verbo también ha de estar en plural. Usted, en el caso de que lo haga, será de los que piensan. Y luego sale con un "detrás mío", como si el detrás le perteneciera.
Otra cosa es el precio que ha de pagar el idioma por lo políticamente correcto. Una servidumbre impuesta por quienes parecen tener más deudas con los nacionalismos que con su lengua. Saben, pero no les importa, que los nombres geográficos tienen traducción a nuestro idioma, y que si se habla en español lo adecuado es decir esos nombres en español. Lo han impuesto por decreto, no sé si explícito o mantenido por la advertencia de incluir a los que se opongan en el grupo de los retrógrados. Deutschland no, pero Lleida sí; Warszawa es Varsovia, pero A Coruña no es La Coruña. Menos mal que el formidable vigor de nuestra lengua acaba siempre superando los artificios de despacho.

martes, 24 de mayo de 2011

Un café en El Cairo

Al caer la tarde, el café Fishawy parece recoger entre los viejos espejos de sus paredes toda la intensidad de la vida de El Cairo. Se llena el aire del humo de los narguiles, trajinan los camareros sudorosos entre las apretadas mesas, y habituales y turistas se mezclan cada cual con su propósito y su propio sentido del tiempo. Si uno va un poco antes, cuando el día aún ofrece otros menesteres, el dueño, a la primera insinuación del visitante, le enseñará con una amplia sonrisa de orgullo el rincón donde Naguib Mahfuz se sentaba diariamente a escribir. Este visitante atiende en silencio y evoca la menuda figura que logró incorporar a su ciudad a la reducida lista de escenarios literarios universales, mientras bebe sorbo a sorbo el karkadé más intensamente rojo que ha encontrado nunca en Egipto. Cerca se encuentra la calle de Gemaliya, su calle, su metáfora del universo, el resumen de un mundo formado a partes iguales por miseria e ilusiones. La calle Gemaliya es "El callejón de los Milagros", por ejemplo, es decir, lo que el Corso es en la Florencia de Pratolini, o la calle Krochmalna en la Varsovia de Singer. O sea, el cosmos.
El café es un hervidero en el que todo parece servir a un orden no dictado. Andan los limpiabotas a la caza de algún par de zapatos y de unas cuantas libras, entran y salen vendedores ofreciendo las cosas más inimaginables, una joven sudanesa lleva en sus brazos a su hija pequeña y la muestra a los turistas para que la fotografíen a cambio de un euro. Es la única mujer musulmana que se permite estar en el local; todas las demás son extranjeras. A uno le gustaría conocer algo más de ella, pero sólo puede arrancarle una sonrisa y su nombre. Se llama Mona.
En realidad, el café no es más que una pequeña síntesis incompleta del inmenso barrio de Khan el Khalili, eso que algunos llaman El Cairo islámico, quizá porque reúne en perfecta unión los dos elementos identificativos de cualquier ciudad musulmana: mezquitas y zoco. Aquí las primeras se alzan en cada esquina y el segundo lo ocupa todo sin dejar espacio a nada más. Miles de callejuelas atiborradas de tiendas, pasadizos estrechos que terminan en cualquier escalera que da acceso a algún cuartucho convertido en vivienda, rincones sin salida en los que hurgan los gatos, portales oscuros en los que se adivina el trabajo de algún artesano y, sobre todo, una multitud tumultuosa y agobiante que lo llena todo, una sensación de humanidad pegajosa y palpitante de la que uno ha de formar parte irremediablemente. A cada paso docenas de vendedores asaltan al visitante incitándole a iniciar el regateo, y a cada negativa le sucede un ritual de frases y gestos para conseguir romper la indiferencia del otro. Este no es El Cairo del Nilo, con sus torres cosmopolitas, ni tampoco el del sosegado y limpio barrio cristiano, ni siquiera el de la Ciudadela, con sus viejas añoranzas militares, pero todos ellos, en mayor o menor medida, participan de él. Sólo así puede uno aproximarse a la comprensión de esta ciudad frenética, yuxtapuesta, caótica, anárquica y endiabladamente vital.

lunes, 2 de mayo de 2011

Un día más

Se levanta cada día a las siete de la mañana, desayuna un café sin nada que lo acompañe, porque lo poco que hay en la despensa es para los niños, y eso ni tocarlo, y sale de casa con la esperanza mantenida a fuerza de voluntad. Deambula por las calles con su curriculum bajo el brazo para dejarlo en los pocos sitios donde aún no lo ha hecho y fijándose en todos los escaparates por si alguien ha puesto un nuevo anuncio con las benditas palabras "Se necesita", porque en ese caso él ha de ser el primero en presentarse. No importa qué sea, no importa el horario, no importan las condiciones, porque hace ya tiempo que su título universitario cuelga en su salón enmarcado en la inutilidad. Luego se va a la biblioteca pública, busca en los periódicos las ofertas de trabajo y ve que, como siempre, sólo hay alguien que necesita chicas de alterne. Por último, espera a que haya un ordenador libre y se sienta ante él para entrar en las páginas de empleo y dejar sus datos en las nuevas ofertas. Y, como siempre, sale dándole vueltas a la cabeza para ver qué otras iniciativas puede tomar.
Ya es media mañana y ha de volver para hacer las cosas de casa, porque su mujer llegará más tarde. Se conocieron en la facultad y se graduaron juntos, pero ella ha tenido más suerte; ha encontrado un trabajo como limpiadora de portales, dos horas por la mañana y otras dos por la noche, largas caminatas, piernas y brazos doloridos, pero que no falte. Por Dios, que no falte. En su caso ni siquiera ha encontrado ese resquicio. Y eso que se ha movido hasta el olvido de su autoestima. Ha recurrido a sus amigos, algunos antiguos compañeros suyos, pero, tras las primeras palabras de afecto, venían otras que incluso parecían pedirle comprensión: lo siento, créeme, pero no puedo ofrecerte nada, esta crisis me va a obligar a cerrar mi negocio, si sé de algo te aviso. Sin embargo, lo que de verdad le deja inerme ante su dignidad es verse obligado cada poco a aceptar la ayuda de sus padres, que lo arañan de su jubilación como pueden.
Cuando llega la noche y ella se va a su trabajo, las sombras malditas de la nada le atrapan sin escapatoria. Pone la televisión, oye decir por enésima vez a un ministro que el paro ya está a punto de remitir y que va a comenzar la recuperación del empleo, y la apaga sin sentir siquiera rabia. Queda el vacío en el que se ha acostumbrado a vivir, allí donde ve a aquel joven lleno de entusiasmo, que empleó los mayores esfuerzos y los mejores años de su vida en terminar su carrera. Todo ya difuminado por la bruma de la desilusión. Desmoronado aquel afán primerizo de ser útil a la sociedad, porque ahora él está en su rincón con la cabeza apoyada en las manos, y el teléfono no suena, y la noche va a amparar otra vez, aunque sólo por unos momentos, el fracaso donde se van hundiendo cada día un poco más los restos del optimista que siempre ha sido.
Cuando ella vuelve lo encuentra sentado en el sofá con los ojos enrojecidos y le da un beso sin saber qué decirle. Un día más.

lunes, 25 de abril de 2011

El temor nuestro de cada día

Está visto que, por mucho bienestar que alcancemos y mucho progreso técnico del que presumamos, nuestro sino es el de estar permanentemente sentados bajo la espada de Damocles. El tal Damocles la sufrió como escarmiento a su envidia, pero nosotros la tenemos encima sin que sepamos exactamente quién tiene interés en que la veamos, ni con qué fin, ni qué se consigue con ello. Las religiones sotéricas tuvieron siempre en el Apocalipsis o en sus equivalentes escatológicos el instrumento para quitar a sus fieles la alegría de vivir; los humanos del siglo X vivieron su existencia en aterrorizado estado penitencial ante la llegada del año 1000; visionarios y profetas posteriores auguraron en crípticos mensajes el próximo e inevitable fin de los tiempos. Y el mundo y la vida siguen adelante. En nuestro descreído siglo, cuando el misterio de lo inaprensible ha perdido buena parte de su capacidad para remover los ánimos, las amenazas nos son presentadas con un tinte de racionalidad y amparadas bajo una siempre eficaz etiqueta escrita con términos científicos. Y sin embargo, uno tiende a creer que la espada no está sujeta con una crin de caballo, sino con una gruesa cuerda.
Nos atribularon, y lo que queda, con el cambio climático, como si desde el Precámbrico hasta ahora la Tierra no hubiera vivido en una permanente oscilación climática. Es de suponer que quienes vieron cómo se derretían los hielos delante de su cueva hace medio millón de años, tras la glaciación würmiense, también pensarían, si pudieran, en un cambio climático, y se adaptaron sin problemas y aquí estamos nosotros. Luego llegó aquella gripe, que se convirtió en un espectáculo de capítulos por entregas para que viéramos bien cómo se nos acercaba inexorablemente, casi con resonancias medievales. Después, al hilo de una catástrofe, la apocalipsis nuclear. Prohibido despertarse sin preocupaciones.
Vivir es un ejercicio que conlleva riesgos, y cuanto más compleja se vuelve la vida más abundantes son, pero no es aceptable que nos los traten de convertir en una situación permanente de temor, que en definitiva no es más que una forma de control. Los encargados del tráfico nos ponen un nudo en la garganta cada vez que subimos al coche porque hacen que veamos la carretera como un patíbulo muy probable; a los que no nos va el deporte nos auguran mil enfermedades; a los fumadores les anuncian su próxima muerte en las cajetillas. Pues prefería el milenarismo; al menos el fin habría de ser rápido y para todos a la vez. Claro que uno siempre puede elevar la mirada y pensar como el escéptico poeta: "Gira la rueda de la fortuna sin reparar en los pronósticos de los sabios. Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, procura ser feliz hoy. Coge un cántaro de vino y siéntate a la luz de la luna pensando en que mañana quizá la luna te busque en vano".

viernes, 15 de abril de 2011

Semana ¿Santa?

El sol que se nos promete este año, la nieve de otros y las mil razones de siempre han convertido desde hace ya mucho tiempo a esta semana en la menos santa del año. Viajes, escapadas, playa y montaña, campo, barbacoas, espectáculos. Esta semana, milenaria y santa por propia definición, apenas es ya más que un grato paréntesis que interrumpe la rutina de la primera mitad del año. Maná de hosteleros, bendición de agencias de viajes, salvación de compañías aéreas, enderezadora de entuertos turísticos y tormento de los responsables de tráfico. El segundo gran momento del año cristiano, el que cierra y culmina su ciclo dogmático, es una inmensa manifestación de fe profana. Si en el período navideño, a pesar de la plaga comercial que ha caído sobre él, se mantiene una innegable cercanía al hecho que se celebra y un espíritu de cierta aproximación litúrgica, que se refleja en la tradición de la celebración familiar, en Semana Santa se hace difícil encontrar otra cosa que caras ansiosas de llegar a un destino ajeno al suyo. A lo mejor es que un nacimiento, aunque haya tenido lugar hace dos milenios, nos aviva siempre una idea de alegría; en cambio la muerte, por más que haya sido redentora, nos perturba, mientras que la resurrección, como todo lo que es ajeno a la realidad ordinaria, resulta de muy difícil comprensión fuera de la gracia de la fe.
Claro que quedan las procesiones. Aparatosas y rozando la manifestación folclórica en el sur, donde a veces no es fácil deslindarlas de la condición de desfile turístico. Más recogidas y silenciosas las castellanas, y con el valor añadido de la absoluta categoría artística de sus imágenes. Pero incluso estas manifestaciones han llegado a convertirse en un motivo en sí mismas para atraer visitantes; es decir, en un resorte económico. Sorprende ver cómo ediles y alcaldes que se visten de progres el resto del año y aprueban mociones para que se retiren todos los símbolos religiosos de las escuelas públicas, no tienen inconveniente en hacer publicidad de la Semana Santa de su localidad con folletos y carteles con la imagen doliente del Nazareno. ¿Quién hace de piedras pan, sin ser el Dios verdadero? El dinero.
Esta semana termina sólo por ser santa para esa alma humilde y anhelante, que se recoge en la penumbra silenciosa de una iglesia, cara a cara consigo misma y a solas con el misterio que nutre su fe. Su meditación sobre el hecho fundamental del dogma cristiano se convertirá en plegaria, en propósito, en razón de vida. Renovará su esperanza con la palabra mil veces oída y siempre renovada, como alimento que es. Y no andará por las calles con sayales ni capirotes. Sólo para ella la semana es santa.

domingo, 10 de abril de 2011

Esa cosa llamada televisión

Qué lejos queda aquella ilusión bienintencionada que suscitó la aparición de la televisión. Formar e informar, se decía como objetivo del nuevo medio. Formar ciudadanos responsables desde el conocimiento e informar con la imparcialidad de la imagen, que valía más que mil palabras. Qué lejos queda. La información ha caído en el más puro sectarismo o, cuando menos, en el culto a lo negativo, como si hubiese un empeño en traernos cada día los aspectos más miserables del comportamiento humano. Parece que nada tiene arreglo. Nadie tiene ideales, nadie lucha en silencio por objetivos nobles, nadie conoce el valor del sacrificio ni de la abnegación, nadie quiere de verdad. Pobre del que vea el mundo sólo a través de la televisión, porque vivirá en la desazón de que el ser humano ha perdido todo atisbo de ética, de que el amor y la fidelidad no existen y de que nunca hemos sido tan vulnerables a todos los riesgos y peligros posibles. Del iluso Pangloss hemos pasado a cualquier telediario actual.
Lo de formar suena aún más a sarcasmo. La vieja pantalla familiar se ha convertido en un desfile nauseabundo de miserias humanas, contadas por una caterva de desvergonzados que jamás han conocido ni la más pequeña pizca de dignidad personal, no digamos de ética. Se montan tertulias para dilucidar asuntos tan profundos como porqué una famosa fulana se encamó con no sé qué tipejo y si éste le puso los cuernos o no, y todo ello entre insultos, gritos y un lenguaje tabernario que daría lecciones a un personaje del marqués de Sade y que no va más allá de la media docena de vocablos. O sea, dando un retrato fidedigno de la calidad humana y cultural de los participantes. Por los llamados programas del corazón se mueve una fauna que parece salida de alguna tabla del Bosco. Pindongas, maturrangas, marusos, lumias de bisturí y silicona, adúlteras y gigolós, bardajas de cara bonita, mindundis semianalfabetos, actrices con algún pasado y sin ningún futuro, todos a cuestas con su insoportable insignificancia, apurando los pobres minutos del presente que se les ofrece a costa de quienes gustan de conocer sus miserias. Un retablo grotesco con espectadores sin excesiva preocupación por su autoestima. Hasta los concursos, aquel género entrañable de la tradición televisiva, se han convertido en una exhibición de ejemplares faunísticos encerrados en una casa, en un hotel, en un autobús, en una isla y hasta en un trozo de selva, donde dan rienda a sus instintos más primarios mientras se convierten en nuevos héroes del famoseo. A eso se llama estúpidamente telerrealidad, como si la realidad más cotidiana fuera la de estar haciendo el vago en una casa durante seis meses.
Aquello que decía Groucho de que la televisión le parecía muy educativa, porque cuando alguien la encendía él cogía un libro y se iba a otra habitación a leer, deja de ser una simple ingeniosidad para alcanzar categoría apodíctica. Malos tiempos corren para la razón, así que, por esta vez, nada como ser marxista y hacer caso al filósofo del puro y el bigote.

jueves, 17 de marzo de 2011

La naturaleza juega a los dados

Y la tierra tembló de nuevo y el mar se salió de su sitio y el orden natural se trastornó para sorpresa y dolor del hombre. De lo más profundo de las entrañas del planeta surgió una fuerza desconocida, infinitamente mayor que cualquiera que el hombre pudiera crear, y nos vino a decir que la vida es un accidente sin trascendencia dentro del orden telúrico. Lección tan dura como inútil, porque la vida no forma parte de su sistema más que para tomar la energía que necesita para conservarse. Y, sin embargo, qué sensación de impotencia ante un hecho ante el que nada podemos hacer. Instalados en un afán permanente de certezas, nos quedamos perplejos al ver que no podemos preverlo, que nos llega de pronto y sin aviso y que, con todos nuestros avances técnicos, somos incapaces siquiera de intuirlo. Obsesionados por la seguridad, hemos de resignarnos a comprobar que estamos en manos del capricho de una fuerza que no podemos controlar.
El país del mundo más avanzado en tecnología antisísmica ha visto cómo se ponía a prueba todo su sistema de defensa. Ha opuesto todo lo que el hombre ahora mismo puede oponer, y eso, a pesar de la inmensidad de la catástrofe, ha impedido un desastre que en otro país hubiera sido incalculable. Los edificios se cimbrearon, pero no se derrumbaron; las carreteras se abrieron, las fábricas se incendiaron y millones de toneladas de barro y basura sepultaron pueblos y campos, pero no habrá cólera ni hambre. Las gentes salieron a la calle, pero no hubo pillaje ni saqueos en las tiendas. Cada uno tenía una lección aprendida, sabía a dónde ir, qué equipo llevar, a qué refugio acudir. Los japoneses, esas gentes disciplinadas, creativas, laboriosas y calladas, nos han dado una vez más una lección ejemplar.
Pero el temor sigue. Los expertos vaticinan que en algún momento y en algún sitio se producirá un terremoto 10 y que no hay posibilidad de intuir qué consecuencias tendrá. Simplemente cabe imaginar lo que habría sucedido si este tsunami, en vez de tener lugar en la costa oriental del archipiélago, con toda la inmensidad del Pacífico por delante, hubiera ocurrido en la occidental, a pocos kilómetros de la tierra continental. Las fuerzas telúricas sí juegan a los dados.
Esa es la condena del hombre, el único ser que sabe que ha de morir: la angustia de la incertidumbre, el acecho permanente de lo irremediable, la certeza de que nuestra madre la naturaleza no tiene por nosotros más aprecio que por una oruga. Nos hemos repetido a nosotros mismos, hasta convertirlo en dogma liberador, que el hombre es la medida de todas las cosas, pero no se nos ha ocurrido añadir que en todo caso lo será de todas las cosas humanas. Que en el conjunto de todo lo que nos rodea ni es medida ni es rey. El dominio absoluto pertenece a la naturaleza, de la que no somos más que una pequeña parte, eso sí, la más atrevida, la más rebelde y la única consciente de serlo.

jueves, 17 de febrero de 2011

La sonrisa

A mediados de los años sesenta estaba de moda en todas las listas de éxitos Sor Sonrisa, una monjita belga que cantaba aquello de "Dominique, nique, nique, pobremente por ahí va él cantando amor". Con su guitarra, su cara de angélica inocencia y su voz acariciante, logró que una canción dedicada a un santo, Domingo de Guzmán, alcanzase récords de ventas inimaginables, en un momento en que la primera generación de la posguerra europea comenzaba a cuestionar los valores nacidos tras el fin de la contienda. La sonrisa de Sor Sonrisa no duró mucho. Abandonó los hábitos, tuvo problemas con el fisco, cayó en malas compañías, en la depresión y en el alcohol, y terminó suicidándose en el apartamento que compartía con una amiga. Hoy su canción es casi una pieza de un museo imaginario de sociología.
La sonrisa es siempre la expresión de un estado de ánimo. Puede ser tímida, como cuando sonreímos ante alguien desconocido para ganarnos su simpatía; puede ser irónica, enigmática, cómplice, maternal, cruel, agradecida, condescendiente. Y puede ser también tonta. Nuestro presidente ha adoptado la sonrisa como emblema de su persona y de su actuación política, pero uno se siente incapaz de clasificarla. Quizá bienintencionada, quizá hueca, quizá impostada, quizá innata. Habría que pensar en convocar un gran simposio de buceadores del alma humana para decidir a qué grupo adjudicarla, y aun así, no sé. Una sonrisa que ha conseguido llevarnos a la situación en que estamos merece por fuerza un nuevo apartado en el que poder incluirla.
A lo mejor es que mira más allá del ruin presente y busca la inmortalidad. A las grandes sonrisas de la historia, la de los kuroi griegos, las esculturas etruscas, el borracho velazqueño, el Bacchino malato caravaggesco o la Gioconda, hay que añadir ya para siempre la del presidente que rige nuestros destinos. Lo malo para todos es que no es inofensiva.

miércoles, 19 de enero de 2011

Señores senadores

Decía Juvenal que en su época era difícil no escribir una sátira. Pues anda que en esta. Lo malo es que ya no tenemos grandes satíricos, aquellos que hacían excelsa literatura con la crítica aguda e ingeniosa de los disparates de su tiempo. En cambio sí nos quedan buenos humoristas, que encuentran cada día motivos sobrados para su trabajo.
El espectáculo de nuestros senadores hablando en varias lenguas para luego traducirlas al idioma que entienden todos lo firmaría el guionista de los hermanos Marx. Una fuente de inspiración para cualquier obra señera del teatro del absurdo. Pero vamos a ver, ¿no se sienten ridículos con un pinganillo en la oreja oyendo la traducción de alguien cuyo idioma oficial es el mismo que el suyo? ¿No les da un no sé qué cuando saben que están en la incomprensión de todos y que no hacen más que contribuir al descrédito de su institución, ya de por sí muy devaluada ante los ciudadanos? Y aún peor: ¿es posible que en la Cámara Legislativa española haya que traducir al idioma oficial de España?
Señores senadores: su labor pasa por ser un verdadero enigma para los que no tenemos muchas luces en eso de la política. Por más que leamos la Constitución no acabamos de saber para qué sirven ustedes. Sabemos que su número es variable, que tienen una sede suntuosa y unas instalaciones acordes con la dignidad de sus señorías, pero de las consecuencias de su trabajo no acertamos a ver nada. Los proyectos de ley que les envía el Congreso, si no los aprueban, vuelven a la Cámara Baja y allí salen adelante como estaban. Se les define como cámara territorial, pero eso tampoco explica gran cosa. Pues eso, para qué sirven. Vale que les sostengamos con sustanciosas retribuciones, qué se va a hacer, pero podríamos al menos exigirles que se dejen de juegos infantiloides y cumplan con seriedad lo que sea que hagan. No está el horno de la economía para bollos de capricho ni la galerna para veleros de pitiminí. Cualquiera de nosotros podríamos darles mil ideas para emplear ese dinero que gastan en dejarnos a todos con una piadosa sonrisa de condescendencia ante sus ocurrencias. Quéjense luego del desprestigio de la clase política.
En el fondo, lo que se ve es un desprecio al idioma común y al ciudadano. Para ustedes la lengua ha alterado su esencia primaria, es decir, la de ser un instrumento de comunicación, de relación social, de expresión del pensamiento y de creación de belleza literaria; ahora es también un elemento más de transacción política. La práctica habitual, nacida de la lógica, se somete a exigencias partidistas, y el ciudadano asiste entre indignado y asombrado al espectáculo de una torre de Babel artificial, que cuesta lo suyo, y ante la que no le queda más que decir: son como niños. Luego, acabadas las agotadoras sesiones, se reúnen en la cafetería y allí se entienden todos muy bien en la misma lengua. Seguramente entonces pueden aplicarse lo que Catón decía de los adivinos: "No pueden mirarse sin reírse".

jueves, 13 de enero de 2011

Dennos un descanso

Yo creo que los ciudadanos de a pie nos merecemos unas vacaciones. Dennos un descanso, señores políticos, que ya que mantenemos generosamente sus necesidades bien podrían callarse durante algún tiempo. A ver qué otro gremio, de todos los que pagamos con nuestros cuartos, nos aflige tanto con su omnipresencia, nos sobresalta con sus ocurrencias, nos inquieta con sus desaguisados y nos asombra con su pretenciosidad. Déjennos airear un poco la cabeza, aunque no sea más que para poder comprobar que en la vida y en el mundo existen otras cosas a las que prestar atención. Retírense durante unos días a lavar el polvo de las palabras muertas y, de paso, refrescaremos todos nuestras recalentadas meninges. Aunque ya no resulte tan fácil demostrarlo, la Tierra sigue girando alrededor del Sol, no alrededor de ustedes.
Claro que en un país en el que existen dieciocho parlamentos, y donde hasta el último mindundi con un acta se cree de Tomás Moro para arriba, no resulta fácil escapar de su presencia y, lo que es peor, de sus palabras. Especialmente en los últimos dos meses, no es que sea un chubasco; es un chaparrón, los cuarenta días del diluvio, Krakatoa y Pompeya juntas. Todo el amplio muestrario de los ejercientes del viejo arte de lo posible puesto en la labor de machacar las mentes de quienes no tenemos otra misión que votarlos cada cuatro años: diputados, secretarios generales, tránsfugas, portavoces, nacionalistas, los del federalismo asimétrico, los que con el siete por ciento de los votos exigen gobernar, corruptos, querellantes y querellados, los que se jactan de incumplir las sentencias judiciales, parlamentarios de miniparlamentos y presidentes de minigobiernos, los de la voz grave y las de grito chillón y brazos en jarras. Todo el elenco bombardeándonos con los problemas que ellos mismos han creado. Cada uno con su razón intocable; el error y la mala fe siempre están, por supuesto, en los demás.
Tómense un respiro. No digo ya que imiten a San Pacomio de por vida, pero sí al menos durante un tiempo, de forma simbólica, claro está. Mientras tanto podríamos estar gobernados por un equipo unido de técnicos callados y eficaces, sin más ideología que la de hacer las cosas pensando en el bien de la comunidad. A ver qué pasaría.