miércoles, 25 de agosto de 2021

Vuelta a la barbarie

Parecía imposible, pero hemos vuelto a contemplar la misma situación que creíamos que jamás volveríamos a ver repetida. El tiempo ha retrocedido veinte años y nos lleva de nuevo a un terrible escenario que dábamos por olvidado para siempre. Esas caóticas escenas del aeropuerto de Kabul, donde la desesperación de quienes quieren huir del horror talibán se convierte en una dramática lucha por la supervivencia, no son más que el anuncio de lo que va a ser otra vez un régimen de pesadilla, de legislación delirante, terrorífico en sus prácticas, fuera de toda comprensión racional. El desprecio a la libertad individual y la imposición de las ideas mediante el terror es la base del sistema, pero quizá sea en el trato a la mujer donde adquiera su mayor grado de oprobio.

La crónica de la historia nos ofrece épocas de especial dureza para las mujeres, especialmente en lo que se refiere al sometimiento de su voluntad y al acallamiento de sus impulsos más humanos, pero no es posible encontrar, ni aún en épocas en las que las ideas igualitarias derivadas del moderno desarrollo de una moral natural eran impensables, un estado de degradación semejante. Se anula su voluntad, por supuesto, pero también su cualidad de ser humano solidario con todo lo creado. El mundo ya no es un escenario para contemplar y admirar, sino un espacio al que sólo es posible atisbar a través de un pequeño agujero. El entendimiento pierde su carácter de potencia necesaria; deja de ser el instrumento indispensable para el desarrollo del espíritu y de la mente y se convierte en un don entregado gratuitamente a unos individuos que así lo exigen. ¿Qué se puede sentir al verse obligado a contemplar la vida a través de un enrejado de minúsculos cuadrados pegados a los ojos? ¿Cuál puede ser la percepción del mundo que ha de tener alguien que tan sólo puede contemplarlo detrás de un velo oscuro, abierto únicamente por unos pequeños agujeros que le compartimentan la visión y le impiden hasta poder ver el suelo que pisa? Las afganas que han logrado escapar de su país no nos lo explican, quizá porque no consideran que eso tenga demasiada relevancia al lado de todo lo demás. Su grito se centra sobre todo en su situación legal y, como consecuencia, en su realidad cotidiana: sin derecho a la educación ni a la sanidad ni a la vida, sin libertad de relaciones ni de elección de estado, sin otra opción posible que la sumisión y el silencio.

Dan ganas de no quejarse aquí de nada, ni siquiera de que nuestra alcaldesa no pierda ocasión de hacer gala de su incompetencia.

miércoles, 18 de agosto de 2021

Días de agosto

Con el fin de la Semana Grande parece que todo tiene ya un aire de despedida, como si el tiempo se hubiera fatigado y exigiese un nuevo horizonte. Ya se han ido apagando todas las señales de cada verano: el vaivén de la Feria, el bullicio de las tardes de toros, las protestas al vacío de quienes no las quieren, los atascos. Comienzan a irse los visitantes, quizá iniciando el camino de la nostalgia, se aclaran terrazas y calles, se han consumido casi todos los espectáculos, que esta vez no han sido muchos, y la ciudad, engordada artificialmente durante unas cuantas semanas, empieza a recuperar su silueta de siempre. Seguramente aún llegarán algunos, pero serán secuelas. Se ha cruzado la fiesta grande, la jornada principal en el camino del año festivo de la ciudad, que es el que rige nuestra parcela más próxima. Claro que el calendario dice que aún queda verano, pero nada puede evitar que se imponga la sensación de un gesto de recogida. A falta del adiós que nos daban cada año los fuegos artificiales, el clarín de la última corrida tuvo algo de toque de clausura.

Se agotan los días de vacaciones, se apuran los últimos momentos antes de la vuelta a la rutina y se tratan de consumar los deseos aun incumplidos. Sigue sonando lejano el eco del rebullir diario de la actualidad como si no quisiéramos que tenga algo que ver con nosotros, y hasta parece que el país funciona mejor, quizá porque los gobernantes sestean. Seguramente estarán afilando las tijeras para su particular vendimia de septiembre, que es época en que acostumbran a cortar buena parte de nuestras ya menguadas viñas. De momento, ni siquiera alguien que esté tumbado despreocupadamente a la sombra de un pino, con una cervecita en la mano y el pensamiento a mil kilómetros de la realidad cotidiana, podrá evitar preguntarse por qué esta disparatada subida de la luz que está dejando su cuenta temblando, pero como nadie le va a contestar, mejor que se vuelva a su cervecita mientras pueda.

La vuelta a casa viene a ser un tributo que hay que pagar por robarle al ordinario de la vida unos días y poder configurarlos a voluntad. Se satisface a base de añoranza, tristeza por lo que se deja, cansancio y pereza mental por lo que nos espera y una mezcla de resignación y sorpresa por el rápido paso del tiempo cuando se le deja correr a su aire sin que nadie trate de ponerle medida. Pero queda el valor del reencuentro con lo que realmente nos pertenece, lo permanente de nuestras vidas, más el recuerdo de unos días especialmente vividos y la esperanza de que sea breve el tiempo hasta la próxima vez.

miércoles, 11 de agosto de 2021

Por el bosque

Seguir cualquier sendero que se pierda entre los árboles, andar en silencio, si acaso con una voz amiga al lado, entre el aroma de los helechos y el sosegado sentir de lo silvestre, nos inducirá a un ejercicio de identificación y quizá a establecer una relación nueva sobre el solar de la vieja. Es el poder del bosque. En este agosto de pandemia, en que todo parece preso de un afán de movimiento y masificación ruidosa, en lo profundo del bosque el aire parece aquietarse a fuerza de luces tornadizas y todo se vuelve de color canela. Es mediodía, la hora del silencio. El sol está en vertical, las sombras se reducen y el bosque calla. Dormitan cazadores y presas, amortiguadas la agresividad y el miedo. Descansa el murmullo, se aburren los árboles. Será al final de la tarde cuando el bosque sacuda su modorra y se preparen las estrategias para las terribles batallas nocturnas.

Para conocer el bosque se hace preciso abandonar los caminos y seguir las pistas que llevan a ninguna parte. Y así, pisando el sotobosque, tropezando con los estolones, respirando en los claros, esquivando espineras, acebos y zarzales, pero sin volver la vista a la comodidad del camino, le es posible al visitante de ánimo bien dispuesto acercarse a aquella intimidad en la que forma cada día su hogar la tierra y donde se generan procesos que, querámoslo o no, han de afectarnos a todos.

El sendero entre los robles está iluminado por los rayos que las hojas modelan a su gusto. Qué lejos queda el virus y cualquier noción del mal en este seno protector que parece darnos una perpetua bienvenida. Fuera de allí, cuántas palabras, cuántos lechos como cálices amargos, cuántas verdades dichas en susurro, cuántas mentiras dichas a gritos. Somos cantos rodados tirados por el camino de la vida, y si alguien tuviera la facultad de andarlo con paso largo y libre, tropezaría con nosotros. Bultos pequeños que se mueven sin parar, que se mueven en círculo buscando la tangente definitiva. Luego, con los años, sabremos que la única ciencia en la que todos somos diplomados es en la ciencia de no entender nada.

En Asturias el bosque adquiere un sentido de identidad que configura un carácter natural. Por el robledal, el hayedo, el castañar o el mixto; en Muniellos, Peloño, el Pome y tantos otros, sentirá el caminante, sentado humildemente junto a un tronco, que no tiene más remedio que volverse subjetivo y procurar hacer esfuerzos para no dejarse llevar por una fácil tentación panteísta, que resultaría hermosa, pero frágil como una pompa de jabón y que no contribuiría gran cosa al logro de una fe discernida que quizá busque.

miércoles, 4 de agosto de 2021

La debilidad de las palabras

Siempre nos faltan las palabras cuando se trata de decir lo que nos parece lo más importante. Los intentos de dar consuelo a quien sufre, la forma de expresar el amor, el miedo ante lo inexplicable, la justificación de algún acto, el dolor del arrepentimiento, todo se escapa de cualquier forma de decir y queda a medias en su significado y a merced de que el otro tenga la cualidad de saber completar lo que no somos capaces de expresar. La palabra no es el invento adecuado para corporeizar sentimientos; falla, no es elástica, rechina, no llega. En ella lo mejor queda siempre excluido y descansa en su fondo. La palabra sólo es perfecta para comunicar en la distancia. Para las presencias es preferible tomar al otro del hombro y decirle: mira, mira aquello y siente, que te comprendo; mírame a los ojos y siente conmigo. Las ideas sólo mantienen su pleno encanto cuando se quedan en su estado de sentimiento. Buscad un pensamiento hermoso, un pensamiento que nazca dentro de vosotros, que nadie haya tenido jamás, que os pertenezca porque atañe tan sólo a vuestra mente. Escribidlo. Lo encontraréis mediocre. El cuerpo que le deis ya no puede alcanzar la perfección de su espíritu, porque las palabras fueron inventadas por el intelecto e inevitablemente se moverán en un registro distinto, sobre todo si se escribe para descargar el corazón.

Lo saben muy bien los escritores cuando  tratan de describir las emociones derivadas, por ejemplo, de una situación amorosa. También aquí, más que nunca, falla la palabra, porque todo se vuelve inefable. Un querer intenso, un alzarse por encima del resto, una proyección exacta sobre el otro, un sentimiento de acierto, un gran acierto. Mejor no exprimir más las palabras. Mejor hacer sentir.

Más acertadamente cumplen las palabras su misión en la otra gran función que tienen, la de servir de soporte al conocimiento y a su transmisión a través del tiempo. De ellas están hechos los depósitos que lo albergan. En las obras capitales del viejo humanismo se encuentra la única sabiduría accesible; incluso la sabiduría de aprender de la sabiduría de los demás. Son éstas palabras desnudas, directas, con afán de ser útiles. Nos resultan necesarias, pero no estremecen ni sentimos ningún temblor por su causa. Las otras quizá se nos aparezcan como fácilmente prescindibles, pero qué placer cuando se da con una expresión plena de belleza, de esas que hay que releer varias veces, y qué satisfacción la del autor cuando remata una frase y la encuentra radiante y luminosa, aunque sea solo para él. Y qué pocas veces ocurre.