miércoles, 27 de febrero de 2019

El misterio del mal

Nunca aprenderemos a conocernos del todo por más que lo creamos; nunca sabremos lo que somos y de qué estamos hechos. Somos la especie más imprevisible y menos propicia a ser encuadrada en esquemas generales, salvo que estén llenos de excepciones. Nuestro cerebro es un reducto imposible de explorar en todos sus infinitos recovecos, y en alguno de ellos vemos a veces que se esconde aquello que ni siquiera podíamos sospechar que habitaba en nosotros. Aquel "conócete a ti mismo" délfico no resulta ser más que un bienintencionado consejo que, aun en el más fructífero de los casos, está condenado a quedar en intento.
La noticia que, en estos días de torrencial riada informativa, ha hecho vulgares a todas las demás y nos ha dejado sobrepasada nuestra capacidad de asombro es la de ese chico que mató a su madre, la picó en trocitos, los almacenó en táperes y los fue comiendo con ayuda de su perro. Aquí pierde eficacia la frase ante el concepto que encierra. Cuesta concebirlo, salvo que hagamos el ejercicio de no poner absolutamente ninguna traba a la imaginación y dejar que viaje hasta lo infinito del horror. ¿Qué puede pasar por la mente de ese hombre al ir ejecutando cada uno de los pasos que dio? ¿Qué proceso de anulación de todo límite, no ya moral, sino simplemente de comportamiento lógico ha tenido que producirse en su razón para sentir lo que hizo como dentro de la rueda de la normalidad? "Sí, está dentro", respondió a la policía cuando llamaron a su puerta y le preguntaron si estaba su madre en la casa. Y era verdad; estaba dentro. Este aplomo, nacido de la ausencia del sentido de culpabilidad y de la alteración del concepto de inocencia, es la que convierte en inhumano al malvado, porque demuestra carecer de los sentimientos más elementales que nacen con nosotros. "Un solo bien puede haber en el mal: la vergüenza de haberlo hecho", escribió Séneca. Cuando ni esa vergüenza produce estamos ante alguien muerto por dentro.
Labor tendrán los estudiosos de la conducta del hombre para tratar de comprender actos como este. Rencor, sadismo, psicopatía, imitación, venganza, nada; quién sabe lo que impulsó a este individuo a comer a su madre y a compartir su cuerpo con el perro. Somos demasiado complejos y demasiado ignorantes de lo que podemos llegar a ser, pero tenemos una certeza: el mal forma parte de la realidad, y hay incluso quien opina que es necesario para la armonía del mundo. Y hay también otro hecho que ya observaron los antiguos filósofos: que existen relativamente pocas formas de hacer el bien e infinidad de modos de hacer el mal. Por suerte, los efectos de los casos del bien tienen una influencia infinitamente mayor.
Las religiones tratan de ofrecer una explicación del mal y de su consecuencia, el sufrimiento, como un castigo por la desobediencia a las leyes divinas, que propició el desorden en el mundo perfecto creado en el principio. Pero no hace falta echar mano de la fe. Ya nos dice Conrad que "no es necesario creer en un principio sobrenatural del mal; los hombres son completamente capaces por sí solos de todo tipo de maldad".

miércoles, 20 de febrero de 2019

La campaña interminable

Nos había dicho que los que pedían elecciones iban a tener que esperar sentados, y dos días después las convoca. Debe de ser muy repentino el cambio de viento en la política para hacer que las afirmaciones y los propósitos duren tan poco, especialmente en este nuevo tiempo monclovita, en el que ninguna palabra firme permanece en pie más allá de unas horas y lo que hoy se dice con entonación rotunda mañana aparece lleno de matices, y si ahora te digo sí, acaso luego te diga no con el mismo tono de credibilidad, y todo ello con la cara alta y sin la menor pizca de rubor. No hay nada a que agarrarse, porque las declaraciones tienen la consistencia de la arena y porque la manera más aproximada de acertar consiste en dar por hecho que la realidad va a ser lo contrario de lo que se oye.
El caso es que ya estamos de nuevo metidos en campaña electoral, y esta vez de largo, porque en menos de un mes se acumulan las elecciones a las cuatro administraciones que velan por nosotros. Con este enorme entramado institucional que configura nuestra arquitectura política, la práctica democrática apenas conoce reposo y las campañas vienen a ser una sucesión repetida de un mismo espectáculo, al que de vez en cuando se incorporan algunos actores nuevos, y siempre bajo la forma de un torbellino de palabras, no tanto de ideas. Palabras con intentos de seducción, porque, en definitiva, las campañas electorales vienen a ser un recuelo de los viejos mercados y ferias de las plazas, donde los mercaderes ejercían el sabio y difícil oficio de colocar a otro lo que llevaban. Aquí los vendedores van exponiendo sus ofertas a un ritmo calculado, dosificándolas en función de las que hagan los rivales. Si se trata de alguien ya curtido en anteriores batallas, sabrá dónde debe detenerse, aunque no sea más que para no ofender la capacidad de raciocinio de los asistentes. Si no lo es, ofrecerá ilusiones vestidas de proyectos vagamente realizables, sin explicar que jamás podrá cumplirlos. Y si los oyentes tienen ya una cierta experiencia, sabrán distinguir entre ambos sólo con oírlos saludar, y dejarán en su sitio a los vendedores de humo. Lo malo es que las líneas divisorias no están definidas con claridad. Ni aun los candidatos más serios pueden prescindir de una cierta dosis de demagogia, ni los más fantasiosos carecen de una mínima dosis de realismo. De ahí la dificultad de discernir entre ambos, y de ahí el hecho de que, muchas veces, la elección termine haciéndose en virtud de motivaciones más próximas a la simpatía y a factores externos que a la razón objetiva.
Hay electores que votan al que les encandila con la forma de expresión y la vehemencia verbal; los hay que lo hacen al que ofrece sin medida; hay quienes eligen a un candidato por su prestancia física y su fotogenia, y hay hasta quien sigue fiel a un partido por no romper la tradición familiar y le vota aunque sea tapándose la nariz. Por supuesto, también están los que lo hacen desde una reflexión personal después de examinar los programas de acuerdo con sus convicciones. Y al final nadie sabe a dónde va a ir a parar su voto, porque el afán de poder dará lugar a extrañas alianzas en las que el elector ya no cuenta.

miércoles, 13 de febrero de 2019

La peor pérdida

Lo último que los catalanes que sientan de verdad su tierra van a perdonar a sus actuales dirigentes es el desierto de afecto que han dejado detrás de sí. Cuando todo esto termine y la sensatez se recupere y haga que todo vuelva a su cauce de normalidad, cuando por fin todo este delirio se vaya desvaneciendo por la lógica de la realidad hasta que no se vea más que como una pesadilla de esas que a veces ennegrecen la Historia, se darán cuenta del estropicio que han causado en los sentimientos del resto de españoles hacia ellos. Desde luego, tendrán mucho más que ver: la reducción del tejido empresarial a causa de la fuga de miles de entidades en busca de acomodos más seguros y estables; la pérdida de la ocasión de ser sede de organismos europeos afectados por el 'brexit'; la dificultad para atraer eventos internacionales; la caída del producto interior bruto y el aumento de la deuda; el desplome de la valoración de las agencias de calificación de riesgo, que la consideran bono basura, con lo que le impiden acudir a los mercados, de modo que su único modo de financiarse es a través del bolsillo de todos los españoles. Sin embargo, con ser mucho, no es eso lo peor; casi todo esto puede tener un carácter coyuntural y ser reversible a corto y medio plazo. Mucho más difícil será remediar el desgarrón afectivo que se ha abierto con el resto de los españoles y, aún más, entre los mismos catalanes.
Hubo una Cataluña querida y admirada por su capacidad para adaptarse exitosamente a todas las circunstancias, tanto económicas como sociales y culturales, que los tiempos traían. Una Cataluña que era vista como ejemplo de laboriosidad y carácter emprendedor, generadora de trabajo, poco dada a ensueños mitológicos que se salieran del ámbito de las cuentas de resultados. La Cataluña que ejercía de vanguardia cultural en España, como centro de atracción de escritores, artistas e intelectuales. Sus éxitos eran los de todos, porque la sentían como suya. La Cataluña del 'seny', apreciada y envidiada por el resto. Pero todo era endeble; el ejemplo de antes se ha convertido ahora en el modelo a no seguir. Bastó que una pandilla de iluminados agitaran el señuelo de un Camelot edénico y se inventaran una historia a propósito, para que el 'seny' mostrara que no era tal y su ponderado sentido común tampoco. A pesar de que no es justo tomar la parte por el todo, es un hecho que Cataluña y lo catalán han perdido el afecto de muchos españoles. Sé de algún fervoroso hincha culé que ha pasado de emocionarse con las victorias del Barcelona a alegrarse con sus derrotas. 
El daño que estos tipos, salidos de las páginas más cerriles de la crónica política, han infligido a sus conciudadanos y a la imagen de Cataluña en el resto de España ha sido enorme, y viene a ser la enésima constatación de la tendencia de los catalanes a seguir a cualquier flautista sin medir las consecuencias. Gaziel, un catalán que conocía bien a los suyos, lo resumió con claridad: "El catalanismo es el jugador que siempre pierde. Todo indica que no se trata de un jugador desdichado, sino de un mal jugador, cosa muy distinta. Sólo hará falta que se coloquen silenciosamente detrás de él, a ver cómo juega. No tardarán en descubrir que lanza espadas cuando debería lanzar oros, y envida cuando hay que pasar, y no acierta ni una. Pues bien, ese tipo de jugador es Cataluña".

miércoles, 6 de febrero de 2019

La nueva cocina

Aquello que tantas veces oímos decir a los mayores con tono entre asombrado y resignado de que no sé a dónde vamos a parar, resulta que es algo más que un tópico propio del que no comprende lo que ve en su entorno. Al menos en lo que se refiere a la obra humana, en concreto a la creación artística, así es. La pintura, por ejemplo, desde las paredes paleolíticas ha atravesado la historia en un continuo progreso de alcances estéticos, ofreciendo momentos de magnífica explosión, hasta que, agotados los caminos, llegó a las cercanías de la nada; a un calcetín clavado en una pared. Cuál será el siguiente paso no es fácil de adivinar. A lo mejor dar la vuelta en dirección contraria y emprender el camino de regreso, aunque sea con zapatillas distintas.
Si el arte se fue despojando de sus elementos inherentes -persecución de la belleza, plasmación de la realidad, búsqueda de la emoción, dibujo y color-, no es de extrañar que otros sectores hayan corrido parecida peripecia de decantación hacia un minimalismo formal a la vez que intelectual. Un proceso que afecta no sólo a elementos exclusivamente humanos y de carácter espiritual, como el arte, sino a otros bastante más materiales y que resultan necesarios para la supervivencia de la especie, como el vulgar y cotidiano hecho de proporcionar nuestro cuerpo el sustento que necesita.
Esta primaria e imprescindible función de alimentarse fue luego sustituida, a medida que las circunstancias económicas lo fueron permitiendo, por el noble y placentero arte de comer buscando satisfacer el gusto, y ahora por el afán de convertirlo en una suma de nuevas experiencias sensoriales, que se traducen en un conjunto de extravagancias que convierten el hecho de estar ante un plato en un rito, con su punto de misterio, su celebrante, elevado a la categoría de demiurgo, y hasta su exégesis. La cocina de siempre basa su ejercicio en procedimientos semejantes entre sí, relacionados todos con el fuego: se cuece, se asa, se fríe o se guisa; aquí se criogeniza, se liofiliza, se usa nitrógeno líquido, se hace cocina molecular. La apariencia pierde protagonismo en favor de otros factores. Se pretende deconstruir el aspecto del plato para que sea el gusto el que juzgue, se juega con espumas y texturas raras que buscan sorprender al paladar, se experimenta con sabores inéditos para confundirlos en una nueva sensación. Eso sí, siempre con la preocupación de satisfacer más la efímera sorpresa que los requerimientos de la naturaleza. Un menú para comer sólo si no se tiene hambre. Y todo ello reducido a la mínima expresión y a la máxima exigencia al comensal. Es una cocina que, según las malas lenguas, tiene una característica muy específica: casi nada en el plato, todo en la cuenta.
La deconstrucción tiene también parientes próximos. En la reciente edición de Madrid Fusión, esa feria mundial de hallazgos y extravagancias gastronómicas, se presentó un plato basado en una trucha, solo que de la trucha no había más que la espina, partida en dos, y los ojos, al lado de un minúsculo bocadito comestible; debe de ser eso que llaman cocina tecno-emocional.