miércoles, 24 de noviembre de 2021

Sobre nada

La dichosa página en blanco mira impasible desde la pantalla. Siempre es así, pero hay veces en que parece más que nunca un espacio infinito, imposible de llenar. Se tiene la sensación de que todo está dicho ya, de que lo que realmente importante no se es capaz de poner en palabras o de que en definitiva nada importa lo que se escriba. Cansan los pensamientos que no conducen a nada y se escurren las ideas sin dejarse atrapar. Se emprenden tímidamente caminos y pronto se ve que conducen a un terreno de tópicos y nimiedades y hay que desandarlo y volver al principio. La página se muestra como símbolo del misterio de la nada, vacía, esperando las palabras que no llegan y mirando entretanto con cierto aire de burla al que está frente a ella.
No sé por qué, pero hay días en que la dificultad de encontrar un tema se vuelve desesperante, y eso que los hay por todas partes a cualquier sitio que se mire. Ya, pero no todas las frutas están al alcance de uno, ni son jugosas, ni tienen poder para despertar en los demás una mirada de interés por ellas. A uno le gustaría convertir en tema de su artículo algunas de las cosas que ocupan la actualidad con la insistencia de los hechos decisivos, como ve que hacen otros, pero se encuentra con sus propias limitaciones y con su incapacidad para comprender la complejidad con que están revestidas, así que prefiere dejarlo. Luego se da cuenta de que a menudo todos más o menos están como él y que nadie entiende nada por mucha palabrería que suelten.
Sería un buen tema, por ejemplo, tratar de explicar el porqué de ese aire de negro pesimismo que hace temblar la economía mundial y quién mueve las voluntades que determinan la nuestras hasta dejarlas indefensas en sus manos; o, ya sin abstracciones, la extraña crisis de los microchips, que, según dicen, amenaza nuestro modo de vida más de lo que creemos; o las entrañas del irresoluble arcano del precio de la luz; o encontrar algún motivo razonable que justifique ese empeño de dar al bable categoría de lengua oficial; o qué diablos es exactamente un algoritmo, eso que se ha convertido en el rey de todas las explicaciones, aunque muy pocos saben en qué consiste y casi nadie puede desarrollarlo; cómo funciona, en qué casos se aplica y por qué se volvió de pronto tan influyente en nuestras vidas. Nada. Todo cubierto por un velo de incapacidad. Menos mal que siempre tiene uno lo cercano y lo que realmente ama.
Y al final, ya lo ven, esto se acaba y no he hablado de nada.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Hasta en la cocina

El ministro de Consumo, un señor del que apenas sabe nadie qué pinta ahí, ni él ni su ministerio, anda estos días preocupado por el cambio climático y, para colaborar en su solución, se ha empeñado en que cambiemos nuestra dieta. A tal fin y, para hacérnoslo más fácil, nos recomienda una serie de platos que vayan sustituyendo a los que nos dejaron nuestros abuelos: chips de kale, hummus de remolacha, poke de pollo, garbanzos con ras el hanout, pudding de chía, o sea lo que se encuentra todos los días en la tienda del barrio. Nada de carnes rojas y muy poco de lo que tenga origen animal, todo por nuestra salud y la del planeta, tan amenazado por el movimiento intestinal de las vacas.
No sé si es simple voluntarismo, afán de protagonismo de alguien que no lo tiene o necesidad de justificar un cargo de cuota, pero no es de extrañar que la acogida que ha tenido haya oscilado entre la indignación de ganaderos y agricultores y la sonrisa de chufla general. Creer que por comer menos chuletas y más remolacha vamos a detener el cambio climático requiere una enorme dosis de fe. Yo desde luego no la tengo. Lo que tengo es la sensación de que en todo esto hay mucha tomadura de pelo, que lo de las vacas suena a chiste porque siempre hubo rebaños de rumiantes, incluso más que ahora, que nadie ha explicado convincentemente la relación causa efecto y que hay muchos intereses particulares relacionados con este asunto. Vamos, que siga usted con sus filetes mientras el colesterol se lo permita.
En realidad se trata de una manifestación más del telón de pensamiento único que ha caído sobre nosotros. Vivimos una época en que el individuo está sometido a la dictadura de una sociedad que nos dicta la normalidad, nos esclaviza a sus opiniones y nos fija las normas de nuestra vida, y todo por nuestro propio bien, que conoce mejor que nosotros mismos. Una verdadera tiranía que inhibe nuestra libertad de expresión. Se nos dicta lo que tenemos que pensar, las palabras que hemos de decir, las ideas que hay que aceptar o rechazar y hasta los alimentos que debemos poner en la mesa. Y no. Comer pertenece al campo de las necesidades materiales, pero también al de los placeres de la vida. Es una actividad personal, íntima y libre, sin más condicionantes que los que impongan el estado de salud y del bolsillo.
Que se guarde el ministro sus recetas o que las saboree en su casa, pero que nos deje a los demás la humilde libertad de elegir lo que hemos de poner en nuestro plato. Aunque no sé por qué le doy tanta importancia, porque nadie le va a hacer caso. 

miércoles, 10 de noviembre de 2021

El tiempo que nos importa

El tiempo vuela. Cuántas veces oímos y dijimos eso como una constatación resignada. Vuela, ya lo creo, sobre todo el que nos ha sido asignado a cada uno, porque es escaso. De las tres categorías del tiempo que podemos conocer, -el cósmico, el histórico y el de la vida humana-, solo este tiene una significación plena para nosotros. Del cósmico no nos es dado ni siquiera atisbar su comprensión racional; el tiempo histórico nos resulta asequible tan sólo como objeto de esfuerzo mental. Es el otro, el pequeño tiempo de nuestro pequeño vivir, el que realmente nos importa, porque está hecho para medir las fatigas y los gozos de nuestro camino. Es breve y frágil, pero es nuestro ámbito temporal para la vida, único e irrepetible, y no hay infinitud que se le compare. Aunque tengo en el cielo las estrellas, amo mucho más la pequeña lamparilla que alumbra mi casa. Puro Tagore.

Nuestro tiempo particular es individual y propio. Nadie puede vivirlo por nosotros; nadie puede entenderlo ni darle el mismo sentido que le damos nosotros; nadie será capaz de otorgarle el mismo grado de importancia o de desprecio que nosotros. A diferencia del tiempo histórico, que es la suma de innumerables tiempos personales, y no digamos del tiempo cósmico, que es la suma de la nada, nuestro tiempo personal encierra la posibilidad de ser iluminado por el reflejo que sepamos o queramos darle. Y cuando acabe su andadura, que es la nuestra, quedará aún flotando para los demás en forma de recuerdo, prendido a algo, a una imagen, a la memoria de un gesto o una voz, a la evocación de un profundo amor, al dolor mismo de la pérdida. Nuestro tiempo será entonces de los demás, que podrán hacer con él lo que quieran. Cuando miramos esas viejas fotografías que alguna vez caen en nuestras manos, de personas que no conocimos, y nos fijamos en sus gestos y sus miradas, estamos introduciéndonos en su tiempo, ya ido para siempre, en su tiempo personal que nos es permitido vislumbrar levemente. ¿Qué fue de aquel rostro que nos contempla con expresión grave, adaptado a la ocasión? Aquellos niños que miran con cara entre curiosa y sorprendida al fotógrafo ¿dónde están? ¿Qué sería de la pareja de novios que posan con mirada feliz, y de los invitados a aquella fiesta, y de aquel grupo que sonríe en un día de fin de curso? Su tiempo está ahora en nuestras manos. Qué tierna fragilidad la de esas imágenes, que se hicieron con afán de permanencia y hoy solo son presencias anónimas que un simple movimiento de los dedos puede hacer desaparecer para siempre. Ese tiempo personal no aspira a la trascendencia. Y vuela, sí, pero podemos dejar mucho de nosotros en él.

miércoles, 3 de noviembre de 2021

Un grado y medio

Se han reunido en Roma los dirigentes de 20 países que se consideran a sí mismos los más influyentes del mundo para tratar de controlar el clima del planeta y poner freno al calentamiento que se está produciendo. Se lo debieron de pasar bien; claro que están en Roma. Se les ve sonrientes y relajados, arrojando una moneda en la Fontana di Trevi para volver otra vez, y con la expresión satisfecha del deber cumplido: han conseguido llegar a un acuerdo para limitar la subida de la temperatura global a 1,5 grados para mediados del siglo. Buena voluntad no les falta; ingenuidad tampoco; ni pretenciosidad para luchar con pellizquitos de monja. Uno piensa que el tiempo ha hecho lo que le dio la gana en este planeta desde el primer día de la creación hasta ahora, y que no debemos ser tan presuntuosos como para creer que tenemos capacidad para modificarlo de modo esencial. Imagino que los hombres del paleolítico, cuando les llegó la última glaciación y vieron cómo todo se convertía en un témpano de hielo, también hablarían de un cambio climático, si supieran qué significaba eso. Y si lo supieran iban a tener difícil encontrar una industria a la que echar la culpa.
Esto del calentamiento global se ha convertido en la nueva religión que sirve hasta para dictarnos lo que hemos de comer o no. Que se está produciendo es evidente; que nosotros tengamos algo que ver es más dudoso. En sus 4.000 millones de años de existencia la Tierra ha vivido en un continuo cambio climático. A un largo período glacial sucedía otro de calentamiento igualmente largo, y ahora estamos en uno de esos períodos tras la última glaciación, la würmiense. Vivimos en una etapa interglacial, y por tanto de calentamiento. Decir que somos nosotros los causantes es atribuirnos un poder que seguramente no tenemos. Nos creemos más de lo que somos. ¿Los humos y gases contaminantes? Hay teorías que afirman que nuestro planeta tiene capacidad para regenerarse a sí mismo y que sus propias emisiones forman parte de ese proceso; desde luego, la actividad volcánica a lo largo de tantos millones de años lanzó y lanza más gases a la atmósfera que toda nuestra acción humana, y aquí seguimos. La Tierra es un cuerpo en formación y esas son sus manifestaciones. Fíjense, leído hoy mismo: el volcán de la Palma emite diariamente a la atmósfera 16.350 toneladas de dióxido de azufre y 1.380 de dióxido de carbono, y eso que no puede considerarse un volcán de los grandes. Cuesta creer que, aun en el caso de que lográsemos eliminar toda actividad humana, se detuviera el proceso de calentamiento global. Eso sí, no contribuyamos a acelerarlo.