miércoles, 20 de septiembre de 2023

De risa

La sublime escena de ayer en el Congreso, con nuestros políticos hablando entre sí en lenguas extrañas y teniendo luego que traducir al idioma que hablan todos, es una gracia inefable que no siempre se nos había concedido, loado sea el dios de la política. Un espectador desprevenido y de sano talante seguramente tuvo serias dificultades para saber si aquel recinto endomingado y hasta con su buena apariencia de solemne seriedad, era una habitación de hotel de los hermanos Marx o una dependencia de la torre de Babel o la sala de espera de un manicomio. Ni en Valle ni en Jardiel ni en Groucho ni siquiera en Ibáñez se tendrá la oportunidad de gozar de semejante pieza, así que habremos de asistir a ella con unción, en aras del noble esperpento.
Qué imbecilidad ver a unos cuantos señores de la misma nacionalidad hablando entre sí a través de un pinganillo, cuando todos tienen como lengua común a la segunda más hablada del mundo. Qué clase política tenemos, Señor. Esa pandilla de sectarios sin voluntad propia y sin más iniciativa que la de apretar el botón que su rabadán ordena, no puede ser que tengan tanto desprecio por lo que nos une ni tan escaso sentido del ridículo para dar sin sonrojarse el espectáculo que darán a partir de ahora. Cuántos de esos 179 que han votado sí, justo los que se necesitaban, han saltado sus convicciones para satisfacer a su ambicioso jefe, aun a costa de menospreciar nuestro idioma común. Cómo serán sus noches cuando la conciencia les llame traidores e hipócritas. Qué sentirán al ver que han cambiado su dignidad por estar a bien con un tipo que no merece más que una mirada de desprecio. Un tipo que no conoce barreras de ninguna clase con tal de conseguir esos siete votos que no fue capaz de obtener en las urnas. Borregos cabizbajos, que no tienen la valentía de separarse del pesebre. Da igual haber perdido las elecciones; se vende o se hipoteca lo que sea, porque por encima de todo hay que satisfacer la ambición del jefe, aunque sea teniéndonos a todos de rehenes y sacrificando lo mejor que tenemos.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Déjennos con nuestro tiempo de siempre

Pues resulta que los afortunados niños que vengan a este querido, y único, valle de lágrimas a partir de este año tendrán la posibilidad de permanecer en él hasta los 120 años; al menos eso afirma un experto en genética. Por lo visto, cada vez es más factible poder manipular el ADN para alargar la vida y resistir las enfermedades. Así, por ejemplo, añade el experto, los que vengan al mundo en 2050 no tendrán problema en superar el siglo y medio. Vamos, que los que anden por aquí dentro de cien años van a tener que sacar número para poner los dos pies en el suelo.
Es ciencia, y a ver quién puede negarle el derecho a seguir adelante, pero uno no tiene nada claro que las victorias parciales obtenidas sobre la muerte, sobre todo las de tan gran alcance, no vayan en contra del propio hombre. Habría que ver cómo sería esa vida. Habría que ver si las cualidades internas, las del espíritu, seguirían un desarrollo consecuente y paralelo al de lo físico. Si se mantendrían la capacidad de amar, la posibilidad de la ilusión, el gusto por la belleza, la inteligencia, la memoria, la esperanza. Alargar la vida de unas células puede que entre más en el campo de lo factible que mantener la posibilidad de una emoción, por ejemplo. Y si es así, déjennos con nuestro tiempo marcado por el reloj de siempre.
Cabe jugar a suponer qué habría sucedido si Mozart o Einstein, por ejemplo, hubieran vivido 150 años.. A lo mejor, el progreso de la humanidad se habría conseguido en una tercera parte del tiempo, o puede también que hubieran sido necesarias todavía más guerras y más muertes violentas para mantener el equilibrio del planeta; quién sabe. Es muy posible que la astuta señora se hubiera tomado su venganza.
La muerte, el más temido de los acontecimientos del hombre es, sin embargo, el más natural, el más cotidiano y el único que no ofrece duda alguna sobre su cumplimiento. ¿Temerla? No deberíamos. Y si meditamos en su carácter irremediable y necesario, menos todavía. Todo lo que es naturalmente necesario lo es siempre en función de nuestra propia esencia. Sencillamente porque, si no, no existiríamos. La muerte no es más que un eslabón indispensable para la vida. Y sin embargo, nadie nos ha enseñado a librarnos de su temor. Bueno, sí: los filósofos, para quien quiera escucharlos. Epicuro, por ejemplo, negaba a la muerte cualquier poder de atemorizarnos, "porque cuando ella es nosotros no somos, y cuando nosotros somos ella no es".
Sería de sabios llegar a no temer ni desear la muerte, encontrar que todo es normal, desechar los convencionalismos, comprender que el que muere no hace más que precedernos en el camino. Acercarse a ella con una pizca de gallardía y el alma cargada con mucha, con alguna o con ninguna esperanza en el otro lado, que eso allá cada cual. Saber entender que no es más que nuestra obligada contribución de solidaridad con todo lo creado. Dejar el recuerdo y el amor que se haya podido derramar y marcharse sin el menor gesto de extrañeza, como el que sabe muy bien que todo viaje tiene un final. Y aceptar que, en definitiva, sólo el tiempo permanece. Lo dijo el poeta con suave resignación: tú eres, tiempo, el que te quedas, y yo soy el que se va.
Uno, al menos, así lo quisiera para sí.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

Crónicas viajeras: Venecia

Un día el mar aceptó la extraña idea de Venecia y el mar la preservó durante siglos de todos los males, incluyendo en el de la modernización. Y así, Venecia se convirtió en el perfecto símbolo de la apariencia que, por esta sola vez, se vuelve fecunda y meditativa. De poco sirve todo eso que tanto se dice: fascinante, ensoñadora, romántica. Incluso aquello de Goethe: incomparable. O lo de Mann: inverosímil. O lo de Dickens: fantástica. Venecia es el triunfo de la apariencia como seducción eterna. El mar que toma apariencia de ciudad y la ciudad que acepta el juego y se vuelve ya poco escrupulosa en lo que se refiere a referencias menores. Esas fachadas de mármol que ocultan paredes de ladrillo, o esas falsas perspectivas de la Scuola de San Marcos, qué importancia pueden tener. La seducción viene del equívoco, y esta es la gran lección de Venecia.
    Desde las escaleras de la Salute, el Gran Canal aparece como el mayor friso que el hombre pudo robarle a la naturaleza, y mucho más si se le encuentra bañado por la luz. La luz en Venecia parece tamizada, como si solamente dejara filtrar las tonalidades más luminosas; esto le da a Venecia su perenne tono de acuarela. Y hasta la Salute, una gran iglesia barroca, pálida y curvilínea, sabe cumplir su misión de dar una nueva personalidad a la embocadura del Gran Canal. La Salute fue levantada como acto votivo contra una epidemia de peste; se quiso que el voto fuera grandioso, pero se supo dotar a su voluminosa silueta pálida de unos criterios casi pictóricos que la hacen encajar sin chirridos en el entorno quattrocentista. Ay el eterno juego veneciano de la seducción y la apariencia.
Tal vez Venecia no sea más que una idea del tiempo concebida por azar, un azar histórico y analizable, que ha ido solidificándose con el tiempo hasta llegar al último estado de la forma, y, por tanto, a la fragilidad extrema. Tal vez su misterio nos venga de nuestra posición anacrónica con respecto a ella. O tal vez eso y una docena de cosas más. El caso es que nunca de ninguna ciudad se ha dicho y escrito tanto y nunca en ninguna ciudad como en esta es necesario renunciar a registrar cada impresión. Los datos históricos pueden ayudarnos a comprender por qué en el siglo XV Venecia fue la ciudad más esplendorosa, bella, rica y democrática de Europa, es decir, del mundo. Sin embargo, las sensaciones generadas pueden con todo, incluso con la altiva palabra.
Una góndola se recorta sobre el agua camino de San Giorgio. No hay en el mundo una embarcación tan soberbia y airosa y, sin embargo, con tanta apariencia -otra más en Venecia- de fragilidad. Todavía quedan unas cuatrocientas, que se alimentan del turismo y la nostalgia, y así sobreviven como pueden a la competencia del motor. También La Fenice sobrevivió a su concepto original hasta que una chispa maldita acabó con él, que no con su idea. Y qué dura ha de ser la muerte en Venecia, qué poco extraña que se suspirara en el puente de los Suspiros o que Wagner la haya tenido al fin por su gran velatorio. Dura y amarga la muerte en Venecia, y, sin embargo, qué presto parece todo para presentarse ante ella. Todo, menos las palomas de San Marcos.
Un día el mar aceptó la extraña idea de Venecia y ahora parece que el mar va a acabar con ella.