miércoles, 13 de octubre de 2010

Justicia talibán

Las imágenes de esa mujer siendo asesinada a pedradas en Pakistán, que han pasado casi de puntillas por nuestras televisiones y que apenas han levantado comentarios entre quienes tantos hacen por cualquier nimiedad, hielan el alma. ¿Qué habrá hecho esta mujer? Seguramente algo relacionado con sus impulsos afectivos, quizá un amor prohibido, acaso simplemente dejarse ver en público con otro hombre. Pues que la maldición de Alá caiga sobre ella, que la sura cuarta del Corán la aplaste y que la justa ley de la Sunna le machaque los huesos. No hubo ningún juez misericordioso que sintiese algún remusguillo por dentro; dejaría de ser un buen talibán. El cuerpo de la chica terminó bajo un montón de piedras, sin más réquiem que un corro de miradas heladas y un círculo de manos armadas con guijarros, satisfechas de cumplir su misión. Ni siquiera pudo ver la expresión de quien le tiró la piedra definitiva.
Suena a episodio de la antigüedad semítica, pero es una noticia de estos días del siglo XXI. Los que pregonan desde el amparo de sus códigos legislativos la igualdad moral de todas las civilizaciones deben de verse en el trance de tener que hacer encaje de bolillos para evitar este rotundo argumento en contra. Por cierto, que el Corán dicta sentencia de emparedamiento para las adúlteras; fue la Sunna la que cambió luego esta pena por la de la lapidación, que a su vez procedía de la tradición judía. O sea, que los sincretismos religiosos entre grupos sociales secularmente antagónicos funcionan especialmente bien por su parte más siniestra, como si, por debajo de toda creencia, existiera un hilo conductor común a ellas para igualarlas en inmisericordia. Fue precisamente la misericordia la que libró del apedreamiento a la adúltera más famosa de la Historia: aquella de Jerusalén que vio cómo sus ejecutores tenían que soltar las piedras ante una mansa reconvención.
No creo que los que decidieron esa muerte hayan leído a Juan, ni sé qué grado de blandura tienen sus conciencias, aunque es fácil de adivinar. Sólo sabemos cuál es la dimensión de su compromiso con una ley inhumana, por más que se empeñen en verla divina. Y podemos también imaginar con pavorosa certeza el horror del tormento, que es algo que se impone sobre la sensibilidad por encima de cualquier consideración. No es ya que se trate de un vergonzoso agravio a la dignidad de la mujer -la lapidación es una pena de aplicación casi exclusivamente femenina-, sino que su extraordinaria crueldad remite a la peor abyección de la capacidad humana para hacer sufrir a un semejante, y todo por un delito cuyo juicio moral depende de las circunstancias geográficas. Aquí las adúlteras desfilan a diario por la televisión haciendo gala de ello y embolsándose fama y dinero; en otros sitios, por menos, son apedreadas hasta morir. Todas las convicciones sobre el pacifismo universal que uno pueda tener firmemente asentadas en su sistema ético personal se relativizan de golpe ante esta barbarie. Los grandes ideales alimentan el progreso moral del hombre, pero yo prometo no llorar si los tanques acaban con el poder de estos miserables.