miércoles, 26 de diciembre de 2012

Villancicos

Suenan en algún sitio con su musiquilla ligera y tintineante, alegre y despreocupada como el pensamiento de un niño, y se da uno cuenta de que aún le quedan puentes que enlazan con su etapa infantil. Pasan sobre las modas, sobre el desprecio de los pagados intelectualmente de sí mismos, sobre los esfuerzos de algunos por reducirlos a la insignificancia e incluso sobre los vaivenes de las creencias y las convicciones personales. Con todo pueden, y así siglo tras siglo. Cuando suenan se avivan en algún escondrijo oculto, donde habitan nuestras añoranzas más queridas, las evocaciones dormidas de los años en que vivíamos con la sensibilidad aún virgen de resabios y envueltos en una bendita irresponsabilidad, aquellos que jamás pensábamos que pasarían. Y a estas alturas nos damos cuenta de que ya han adquirido la condición entrañable de un compañero de vida.
Más que ninguna otra música están definiendo un tiempo. La Navidad es una época que tiene unos poderosos y rotundos rasgos identificativos externos. Todo en ella es propio e intransferible, y a la vez inconfundible: los personajes, los símbolos –la estrella, el belén, el árbol-, el impulso de los reencuentros familiares, la abundancia de expresiones de deseo de paz y felicidad, los regalos, la iluminación de las calles, los dulces de la mesa, hasta el grado de tristeza por los ausentes. Y por supuesto, su música, los villancicos, unas canciones de expresión siempre gozosa, porque son canciones de nacimiento y de llegada de la vida. Los días de Navidad encarnan ese afán interno de una palingenesia que todos parecemos llevar dentro, en coincidencia, seguramente buscada, con el momento del año en que la noche comienza a encogerse y los días a alargarse como una promesa de un nuevo renacer.
El villancico español era en origen una composición poética de métrica elemental y contenido popular, que terminó ciñéndose exclusivamente a la fiesta de la Navidad, pero sin perder jamás ese carácter popular. Frente a los villancicos de los países del norte, solemnes, serios, profundos, en los nuestros los peces beben el río por ver nacer a Dios, uno se echa un remiendo y se lo quita, los ratones le roen los calzones a José y cosas de parecido jaez, que ya quisieran para sí los dadaístas y surrealistas. Parece como si el pueblo, al sentir la necesidad de manifestar su alegría por el nacimiento de un niño, no encontrara las palabras adecuadas y decidiera expresarse a su manera, diciendo lo que se le ocurra.
Hoy ya no se oyen villancicos en las calles de nuestra ciudad, ni se ven niños felicitando las fiestas a los viandantes, ni aparece nadie ante la puerta haciendo ruido con una zambomba y pidiendo el aguinaldo, e incluso hay algún colegio que prohíbe cualquier música navideña en su festival navideño por temor a molestar a alguien, hay que ver. Pero son anécdotas externas, porque su condición está por encima de cualquier circunstancia. Y el año que viene seguirá una vez más yendo hacia Belén la burra cargada de chocolate, y coincidirá de nuevo con el tamborilero que va tocando el tambor por el camino que baja hasta el valle.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Feliz Navidad

Feliz Navidad a todos aquellos que sólo con oír su nombre sienten renacer un hermoso aleteo infantil, y también a los que la odian sin que sepan explicarnos por qué y preferirían celebrar las fiestas saturnales o las del solsticio o cosas así; a ese colegio que se cree en vanguardia de la modernidad por prohibir en sus aulas todo lo que se refiere a ella; a los que sólo pueden ver en su nombre tristeza, porque la vida les grabó estas fechas a fuego en el alma y se han convertido en cicatrices que jamás pueden ocultarse; a los que lloran en soledad y a los que se aturden en compañía. Que algo pueda hacerlos felices, aunque sea un solo momento.
Feliz Navidad a aquellos a quienes la maldita crisis marchitó las ilusiones y eliminó la esperanza; a los que vuelven la cabeza en las colas de la beneficencia para salvaguardar los restos de su dignidad; a los que les ayudan con entrega de su propio tiempo y sin más recompensa que la que su conciencia les da; a los que sueñan su utopía y tratan de alcanzarla aun sabiendo que nunca podrá dejar de serlo; a los que miran el mundo con mansa resignación y a los que se rebelan por sincera convicción y sin saber muy bien cómo hacerlo.
Feliz Navidad a los que aún creen a los santones nacionalistas, que tratan de reinventar la Historia para sentirse creíbles y prometen un mundo feliz si rompen con la madre común; a los economistas que saben explicar hoy muy claro por qué no se produjo lo que ellos pronosticaron ayer; a los burócratas que pueblan a millares las instituciones europeas y se las arreglan muy bien para pagarse con nuestro trabajo su asombrosa inutilidad.
Feliz Navidad a los pastizales de Beit Sahud, ateridos por la escarcha de diciembre, y a todos los habitantes de Belén, que seguramente nunca cantaron un villancico; a los cristianos que han de celebrarla escondidos o condenados por el odio fanático. Y a ese pueblo y a esos padres que lloran a sus niños, a los que un loco asesino arrebató en la escuela. Que sus lágrimas y las de todos puedan aliviar en algo su pena y que se cumpla en ellos la bienaventuranza de los que lloran.
Feliz Navidad a los que ya no creen en los Reyes Magos y a los que seguiremos creyendo en ellos toda la vida, aunque no sea más que por instinto de conservación; a los que no pueden pasar estos días sin regresar a la casa de su infancia a sentirse niños por unos momentos, y a la madre que hará lo posible para que se sientan; a esa niña que está nerviosa porque va a hacer el papel de Virgen en el belén de su parroquia; a los campos enmudecidos por la soledad y a los acebos, que ahora están espléndidos de frutos rojos y sólo quieren lucirlos en el bosque.
Feliz Navidad al periódico que nos da cuenta cada mañana de tristezas y de alguna que otra alegría, y a los lectores de buena voluntad, y también a los de regular y mala, que en el reparto de la felicidad no hay consultas ni valen más méritos que el de ser designado por el dedo del azar. Y a ti, que has querido leer esto y regalarme parte de tu tiempo.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Por no molestar

La noticia apenas tuvo reflejo en los medios, perdida entre la maleza de opiniones, análisis y comentarios desatados por las últimas medidas económicas, las manifestaciones, huelgas y toda la batahola que acompaña a la crisis, incluyendo la resaca de unas elecciones que, aunque no lo parezca, eran simplemente regionales. Pues la humilde noticia informaba de que, en un pequeño pueblo, un matrimonio de ancianos se quitaba la vida de mutuo acuerdo para no seguir siendo una carga para sus hijos, según explicaban en una nota que dejaron junto a ellos. Primero disparó él sobre ella y luego se volvió el arma contra sí mismo. Quizá hubo un momento de vacilación en el último instante, antes de llevar el cañón a su cabeza para irse definitivamente con ella.
Yo no sé de nadie que pueda dictaminar con legitimidad sobre las conciencias, y quien se atreva a hacerlo allá el. La moral universal, esa que nos protege de la desaparición como especie, es eso, universal, y no puede regir las más íntimas turbulencias del corazón. Estos ancianos quisieron poner orden definitivo en su pequeño universo, hecho de amor e impotencia, y no se les fue ofrecida más opción que la fusión definitiva de los dos con las sombras del misterio inalcanzable. El amor derramado en los hijos a lo largo de toda la vida no exige compensaciones ni es valedor de derechos, y el tiempo final puede resultar tan insoportable careciendo de lo necesario como teniéndolo a cambio de resultar una carga para los seres que se ama. Abdicaron de la vida para no abdicar de su dignidad.
Humano, profundamente humano. Allá donde no alcanza la salvadora luz de la comprensión que se callen los estandartes de la justicia. ¿Quién puede saber de esa lágrima que le tuvo que asomar a los ojos cuando apoyó el cañón en la cabeza de ella? ¿Para quién fue su última plegaria y su último pensamiento cuando la mano temblorosa buscaba el sitio fatal? Una vida convivida con toda la intensidad y la dimensión que brinda un tiempo prolongado puede hacerse un todo casi indivisible si está amalgamada por el amor. A estos ancianos les fue denegada la petición de poder vivir sus años finales sin la amarga sensación de sentirse un estorbo, con el añadido de unos achaques propios de la edad, y decidieron huir, imaginando el bien que hacían a sus hijos al liberarlos de una carga y sin pensar en las preguntas y en el desasosiego que les instalaban en su conciencia para siempre.
Tal vez su gesto no consiga ninguna página de recuerdo en ninguna crónica del sentimiento, ni mucho menos alcance la aureola épica de otros casos similares, como los de Kleist, Koestler o Zweig, pero uno quiere al menos dejar constancia de su comprensión, que es una virtud que no se lleva bien con el acto de juzgar. Quién sabe qué dolor ciega el alma cuando la ausencia de esperanza lo cubre todo de negrura; quién sabe qué extraños significados puede alcanzar el hecho de dar la vida. Ya está escrito: entre lo que existe y lo que no existe, el espacio es el amor.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Los ojos renacidos

Mientras todo lo que afecta a nuestra condición humana, las ilusiones, las esperanzas, la propia alegría de ver cada mañana, parece ir encogiéndose sobre sí mismo y debilitándose como si caminara hacia un letargo en espera de una resurrección, la naturaleza ha dado un paso inverso, como si quisiera darnos una señal de optimismo: los marchitos Ojos del Guadiana, de pronto, han vuelto a inundarse de agua. Uno recuerda el texto de geografía que estudió de niño y cómo este nombre aparecía en su imaginación como un lugar mágico y se hacía a sí mismo la promesa de visitarlo cuando fuera mayor. Un río que sale de repente de la tierra después de haberse ocultado debajo de ella tendría que ser un espectáculo triunfal. Un lugar digno de una bienvenida, a ver a qué otro dieron los dioses de los ríos el don de un segundo nacimiento. Pero aquellos Ojos se habían cegado ya hacía tiempo, no sabe uno si por la dichosa acción del hombre o por causas naturales, así que cuando decidió ir a verlos sólo encontró un montón de carrizales.
A uno siempre le ha fascinado el misterio del Guadiana, el río de las hipótesis, del que nadie sabe dónde situar su nacimiento, si en la serranía de Cuenca, con la unión del Záncara y el Cigüela, o en las lagunas de Ruidera; el río enigmático, que desaparece sin explicarse por qué y reaparece sin que se sepa dónde, porque sus famosos Ojos se habían secado. Dicen los hidrólogos que la verdad es que no existe ningún cauce subterráneo y que todo se reduce a filtraciones y afloramientos sin relación entre sí, pero eso otorgar el triunfo a la vulgar realidad. Es como decir que una lágrima es una combinación de hidrógeno y oxígeno. Lo cierto es que esto es un juego de escondite en el que nada es lo que parecía ser hasta ahora, un espejo de apariencias, porque ese hilo de agua que se puede cruzar de un salto y que figura en el rótulo como río Guadiana, no es más que una insignificante manifestación exterior de una actividad acuífera en el subsuelo, del que el río sale para darnos una pequeña cuenta de ella. De hecho, es sabido que bajo las tierras de La Mancha se esconde una enorme cisterna de agua. Nunca un río de cuenca tan sencilla y tan fácilmente abarcable creó tantas incógnitas.
 Ahora, en los Ojos volverán las eneas, carrizos y masiegas a mudar la apariencia de todo el entorno con la familiaridad de quien está acostumbrado a hacer lo que le da la gana en su casa, porque nada hay permanente en este mundo confuso entre el dominio del agua y de la tierra, ni los colores, ni los sonidos, ni el aspecto externo. Las seguridades han de venir de uno mismo, sobre todo en esas horas ambiguas de la tarde, cuando comienzan a vivir las incertidumbres y a morir lo conocido. Si la rama verdecida que la primavera hizo brotar en el olmo seco llenó el corazón del poeta de esperanza hacia la luz y hacia la vida, vamos a caer en la ingenuidad del símbolo y pensar que este renacer del manantial que había muerto acaso sea la imagen de que está próximo otro resurgir mucho más importante: el de la luz que anuncie que ya comenzamos a salir del túnel en que estamos.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Los jóvenes y la noche

Con el último lamento desgarrado en la fatídica madrugada comienza a ponerse en marcha la acostumbrada –y seguramente rentable- bambolla mediática, esa que sigue a cada tragedia tratando de hacernos el favor de informarnos de lo que aún no es posible saber, esa que adquiere a veces aires de paladín justiciero, la misma que en ocasiones nos ha enseñado su catadura más despreciable al dar por bueno el todo vale mostrando el morbo en planos cortos y prolongados. Ya no queda espacio público en el que no haya aparecido un desfile de personajes de toda laya dando su opinión sobre lo que se tenía que haber hecho, repartiendo los grados de responsabilidad, indicando qué leyes hay que modificar, o sea, explicando lo bien que lo habrían hecho ellos si hubiera estado a su cargo. Se han repartido culpas, empezando, como siempre, por los políticos, que siempre se las llevan todas. “Piove? Porco governo”, bramó el cabreado napolitano cuando comenzó a llover tras haber tendido su hamaca en la playa. Pues quizá tengan alguna, ya lo dirán quienes tengan que decirlo, pero en el trasfondo de este y de otros dramas semejantes, más allá de cualquier aspecto recogido en las leyes, uno se atreve a atisbar otro campo de responsabilidades más lejanas, más difusas y, desde luego, menos directas y en absoluto punibles legalmente.
Lloran unos padres la muerte de sus hijos. Esperan otros con el alma en vilo y el teléfono a punto. Viven cada noche del fin de semana con la angustia de esperar oír cuanto antes el ansiado ruido de llaves que ponga fin al insomnio y permita descansar lo poco que quede de la noche. Recuerdan quizá su juventud y comparan, y acaso se hundan en el desasosiego ante el temor de que esa noche le pueda tocar al suyo. Puede que se pregunten en qué han fallado y qué está en sus manos hacer ahora. Y esa pregunta no es particular; es la que nuestra generación debería hacerse en conjunto. Qué valores, qué gustos, qué inquietudes hemos transmitido a nuestros hijos; qué ventanas al mundo de la belleza les hemos abierto; qué criterios de juicio. Porque si su nivel de exigencia estética es tal que les da para acudir entusiasmados a oír a un pinchadiscos, pagando además una entrada carísima, deberíamos plantearnos si fuimos capaces de abrirles suficientes parcelas que, sin contravenir su condición de jóvenes, les ofrecieran otros horizontes de ocio y diversión. O a lo mejor no fue posible, porque la técnica ha introducido un elemento nuevo y sumamente seductor para los que están naciendo a la vida con ella, porque la vulgaridad que nos ahoga invade también los modos de entretenimiento, porque es más cómodo ceder que exponerse a ser llamados carcas, o simplemente porque la deificación en que últimamente se está teniendo a la juventud hace que se tienda a dar por sentado que siempre tiene razón. Parece mentira, pero a veces se percibe claramente en el fondo de muchos argumentos. O puede que haya de ser así, porque así, o de forma parecida, fue siempre. La mitad el mundo no puede comprender los placeres de la otra mitad, decía un personaje de Jane Austen, y ellos, evidentemente, están en la mitad distinta de los que ya salimos de esa etapa.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Aquella chica del cine


 El tiempo, que todo lo devora, parece consumir con mayor voracidad, como si le urgiera sustituirlas por otras, las convicciones, las costumbres, los criterios morales, las creencias y hasta las formas de expresar los sentimientos. Los conceptos que en otras épocas tardaban siglos en mudarse, apenas duran ahora una generación; lo que era pecado se convierte en pocos años en indiferente y en otros pocos en virtud; lo que escandalizaba en un momento determinado, apenas saca una sonrisa de condescendencia en el siguiente. En los primeros años de la Transición vi Emmanuelle en una de aquellas salas llamadas de arte y ensayo. Tengo más recuerdo de las enormes colas que se formaban ante la taquilla que de la película, seguramente porque apenas la entendí. Y recuerdo sobre todo la entronización de Sylvia Kristel como la nueva diosa del reino de lo prohibido, el sueño erótico inalcanzable e imaginado en las estancias más secretas, la promesa de una plenitud que cabía atisbar en un futuro próximo. Aquella chica de cuerpo delicado y ademanes lánguidos, que no tenía las rotundas formas ni la imagen agresiva de otras actrices, se convirtió de pronto en la revelación de lo que podía existir más allá del límite del erotismo admitido convencionalmente. Algunos años después, por pura casualidad, la encontré en un pueblo de Madrid, en Torrelaguna, a donde había ido a rodar algo para la televisión. Estaba sentada en una silla en la solitaria plaza, sin más compañía que dos o tres técnicos que andaban por allí y el director, que no le hacía ningún caso. Una figura agradable, pero desprovista de cualquier magia, seguramente atrapada ya en los problemas que la llevaron a su final.
Hoy aquellas imágenes de la sala de arte y ensayo nos parecen, si no inocentes, sí el inicio infantil de un camino que hemos recorrido a largas zancadas en un tiempo que se cuenta en breves años y que en otra época habría necesitado siglos, si es que podía. Ahora recibimos en el ordenador un correo con las imágenes de una política haciendo lo mismo y las borramos con un gesto de fastidio. El misterio ha desaparecido, y con él las excitantes sensaciones que producía al desvelarlo. Los más pesimistas, seguramente porque han observado atentamente el curso de las constantes históricas, creen que apenas queda ya camino que no hayamos recorrido y que pronto no habrá más desenlace que retroceder o dejarse entregar mansamente a quien nos pretenda. Cuando no quedan más velos que descorrer, cuando se han cruzado ya todas las fronteras, cuando los hechos antinaturales adquieren casi categoría de objetos de culto, otros que estén más convencidos de la superioridad de sus valores tratarán de cubrir el espacio vacío. Eso dicen los pesimistas, y puede que sea una aterradora posibilidad, pero la solución no estaría nunca en una vuelta a la represión de los deseos de exploración y conocimiento de la realidad de la que formamos parte, sino en potenciar los rasgos de carácter que nos dan dignidad y en estar orgullosos de ellos.

miércoles, 10 de octubre de 2012

El reino del diablo

Si el diablo decidió alguna vez residir entre nosotros, sin duda tuvo que hacerlo en Timanfaya. Y a buen seguro que se alojó allí durante algún tiempo y a su gusto, porque no podría encontrar un lugar más apropiado; seguramente fue él quien lo preparó a su entera satisfacción para hacerlo digno de su presencia. Lo que hizo César Manrique al plasmar su efigie con los brazos en alto sosteniendo un trinchante de cinco puntas y convertirlo en el símbolo de todo Lanzarote, no es más que una especie de reconocimiento al señor natural de aquel reino. Casi trescientos años después de la primera gran erupción y doscientos de la segunda, el paisaje de Timanfaya sigue tan desnudo como se quedó entonces, todo mudo, todo negro, todo cambiante en brillos y líneas. Una llanura desolada de piedras y rocas sobre la que emergen los cráteres, sin sonidos y sin olores, como si el mundo se hubiera quedado para siempre en el primer día de la creación. Dicen que lo único que vive aquí son unos líquenes, algunas aulagas raquíticas y una especie de escarabajos de menos de un milímetro. Poca vida para tanto cuerpo. Timanfaya viene a ser una imagen de la soledad que ahoga cuando sólo existe la materia, y una metáfora del desamparo que a todos nos hiela cuando la vida ha de seguir adelante sobre las cenizas de las ilusiones y esperanzas muertas.
Si el Vesubio tuvo a Plinio, Timanfaya tuvo al párroco de Yaiza, que durante días lo contempló todo desde una colina alejada y lo anotó en un diario que nos da la medida de la catástrofe. Se abrieron grietas gigantescas y de la tierra surgió una montaña enorme; nueve pueblos desaparecieron, engullidos o enterrados; el paisaje se uniformó y la isla ganó en superficie al ir solidificándose en contacto con el mar la colosal masa de lava. Aún hoy, en los llamados Hervideros, puede verse la costa formada por espectaculares acantilados negros de basalto y obsidiana. Y luego, el hambre y la emigración, la huida de aquellos campos estériles a los que los lugareños llaman malpaís, y que ahora son un país estupendo para atraer con su singularidad la nueva riqueza del turismo. Hubo un tipo, llamado Hilario, que se retiró a la paz de estos desiertos de lava con un camello y plantó una higuera, que nunca dio higos. En el lugar hay ahora un restaurante con un mirador, y unos cuantos agujeros que comunican con el infierno, por los que sale el calor abrasador del magma hirviendo en el interior de la tierra. Uno de ellos lo aprovecha el restaurante para hacer sus asados.
En La Geria, los campesinos hacen un hoyo hasta encontrar la tierra y plantan en ella la cepa de uva listán o malvasía; luego la arropan con la ceniza para que atrape el agua del rocío y la rodean con un semicírculo de piedras para protegerla de los alisios. El visitante entra en una bodega, se toma un buen cuartillo de este vino tan bien trabajado, y cuando sale nota que el sol arranca aún más colores a las rocas.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Queridos abuelos

No han dejado todavía el tiempo de la plenitud; al contrario, entran ahora en otro aún más pleno, con todas las horas a su antojo, las emociones reposadas, vivos los recuerdos, el cuerpo aún libre de achaques y con una larga, cada vez mayor, perspectiva por delante. Han llegado a esa antesala en la que lo que no cabe hacer es sentarse simplemente a esperar, sino entregarse más que nunca a la tarea de vivir lo que no haya podido vivirse, llenando el tiempo con cualquier pretensión que elimine todo rastro de vaciedad, haciendo siempre algo, esperando siempre algo, amando siempre algo. Y en eso de amar sí que están en continuo ejercicio. Puede vérseles a menudo a las salidas de los colegios recogiendo a sus nietos, y por los parques, vigilando sus juegos, o por las calles, llevándolos de una mano y llenándoles la otra de golosinas. Las nuevas actitudes sociales les han sacado de una situación de retaguardia, en el que ejercían un papel a veces cercano al residuo sentimental, y les han puesto en primera línea, y todo ello sin habérselo pedido, con su consentimiento silencioso y su entrega desinteresada. Han aceptado su papel en el tramo de sus vidas en el que por fin pueden disfrutar de la libertad, porque están atados por el corazón, que es la ligadura más fuerte que hay, e incluso por la conciencia de un deber hacia sus hijos, del que jamás abdican.
Los abuelos se han convertido en la gran guardería nacional, gratuita, callada, sin otro reconocimiento que el que les dan sus nietos con su simple presencia. Alguien tendría que pararse a calcular la cuantificación económica de esta contribución silenciosa a la marcha económica del país; cuánto empleo femenino facilita, cuántas hipotecas familiares firmadas sobre la seguridad que se puede hacer frente a ellas porque se tiene resuelto el problema de qué hacer con los pequeños, cuántos viajes que no podrían realizarse si no fuera porque "hemos dejado a los niños con los abuelos". Su labor no existe para los balances económicos ni se tiene en cuenta en el diseño de ningún presupuesto. Su compensación externa sólo les llega, y no siempre, de la palabra agradecida de sus hijos y del cariño de los pequeños. Con eso les basta.
En la continua sucesión del tiempo, que se mueve olvidándose a sí mismo, a la sociedad no le interesa quién fue el abuelo, sino cómo es su nieto, pero, en las circunstancias hacia las que ha derivado, los nietos son cada vez más lo que los abuelos sepan hacer de ellos. Y a su vez, lo que los nietos hacen de los abuelos sin saberlo; esas virtudes quizá hasta entonces poco practicadas, la paciencia, la tolerancia, o esa visión diferente de la realidad, más alegre y esperanzadora. En el fondo es reconfortante ver cómo la figura de los abuelos hace que el ciclo se equilibre en sus relaciones y comience y acabe de igual modo. Los niños inician su conocimiento del mundo en contacto con los que ya están de vuelta, y los abuelos viven la última etapa de su vida con los que la empiezan, teniendo ocasión de ver reflejada su lejana infancia en quienes son su prolongación en el tiempo. Con todas las excepciones que quieran.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

El ciclismo

Entre las numerosas fuentes de mis emociones, el deporte ha ocupado siempre un lugar secundario, con una sola excepción: el ciclismo. Allá en aquellos tiempos de infancia y adolescencia, cuando las emociones nacían aún sin contaminar y fecundaban con su capacidad ilusionadora todo nuestro pequeño mundo personal, las hazañas lejanas de unos cuantos nombres que escalaban montañas a golpe de pedal o se lanzaban a tumba abierta por carreteras de vértigo, eran el alimento que sostenía nuestra natural necesidad de admiración. Aún no eran figuras en movimiento; había que figurárselo. Eran imágenes fijas en las páginas de un periódico o nombres oídos en la radio, enmarcados en el relato vibrante del locutor. Gestas de épica grandiosa, desarrolladas en escenarios que nos parecían salidos de un libro de leyendas, según lo imaginábamos. El Aubisque y el Tourmalet tenían que ser terribles, y estaban hechos sólo para que lo subieran los ciclistas. Luego supimos que muchos de nuestros puertos tienen mayores pendientes, pero nos vimos incapaces de tenerlos por mitos. Surgiendo entre la niebla y ateridos por el frío de las cumbres, a solas con su esfuerzo y su debilidad, aquellos eran superhombres, héroes tan grandes que nos despertaban más la admiración que el afán de imitación. Había otros deportistas, claro está, pero qué nos importaban a nosotros si no luchaban contra sí mismos y contra el riesgo y, sobre todo, no se podía hacer con sus imágenes chapas para correr los circuitos que dibujábamos en la acera. Coppi y Bartali ya estaban en el recuerdo, convertidos en leyenda; era el tiempo de Anquetil, Bobet, Gaul, Nencini y de, entre los nuestros, Bahamontes, Poblet, Pérez Francés y tantos otros. Hoy mira uno aquella época y no puede saber si realmente fueron los años dorados del ciclismo o los ve así porque son los que corresponden a un tiempo de miradas en busca de idealizaciones. Tampoco importa gran cosa.
Están dando en televisión una etapa de la Vuelta. Los corredores se retuercen sobre la bicicleta trepando por la ladera de una montaña asturiana. Con una caña delante uno piensa que realmente se trata de un deporte original, porque, por una vez, la máquina no lleva al hombre, sino que es el hombre el que ha de empujar la máquina, y además sencillo, sin más reglas que las de no estorbar al rival. Y también uno de los pocos que pueden contemplarse sin pagar una entrada. El único que tiene por estadio un país entero. El de los espacios abiertos, paisajes variados, panorámicas amplias y escenarios cambiantes, nunca iguales. Un espectáculo al que a su propia belleza deportiva añaden la suya la naturaleza y el arte.
Quizá sea esto, su gran atractivo, lo que le hace invulnerable a sus dirigentes, que parecen ver en él solamente un negocio televisivo teñido con dosis de moralidad. Etapas de trazado inhumano, rampas imposibles, sanciones desproporcionadas y castigos que hunden toda una vida deportiva, impuestos quince años después. Entre esos de los despachos y los que lo manchan desde la propia bicicleta, lo que extraña es que el ciclismo aún siga vivo. Sí que tiene que ser atractivo.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Doña Cecilia

Buena la ha armado usted con sus pinceles y su buena voluntad. Ha convertido una modesta pintura de un autor casi desconocido, perdida en una anodina iglesia de un pequeño pueblo, en el protagonista del verano. Ahí es nada. Ya sabrá el espacio que ha ocupado en los medios de información, dentro y fuera de España. Pero mujer, debió usted preverlo. Debió usted sospechar que nadie iba a fijarse en sus buenos propósitos, y que si el resultado final era aceptable pasaría desapercibido, pero si era malo... pues eso, ya lo ve. Uno la imagina entrando en la iglesia, deteniéndose ante aquel “Ecce homo” de toda su vida y lamentando su deterioro y la incuria en que lo tenían. El fresco, lo sabrá usted, es una técnica muy vulnerable, de cuerpo frágil y remilgado. Aquel rostro de Cristo estaba realmente en mal estado, así que decidió arreglarlo por su cuenta, se supone que con la aquiescencia, aunque fuera tácita, del responsable del santuario. Y, lo siento doña Cecilia, pero el resultado artístico se ajustó más o menos a lo que cabía esperar. Lo asombroso fue el otro resultado, el social. Ni siquiera los trabajos de restauración de grandes obras consiguieron una difusión tan universal e instantánea. El pueblo se llenó de visitantes, que hacían cola a las puerta de la iglesia para fotografiarse ante la pintura, mientras medios informativos nacionales y extranjeros la tomaban como imagen de portada y en las redes sociales se erigió en el tema del momento, eso que ahora se llama “trending topic”. Usted misma se convirtió en una pieza de caza mediática. Dicen que está repercutiendo en su salud; repóngase, mujer, que en el fondo no tiene importancia.
Realmente su trabajo es un desastre. Y además, es de usted. Si hubiera sido firmado por Tapies, por ejemplo, o por alguno de esos estupendos vendedores de sus propios garabatos, o si usted tuviera a su lado a algún influyente crítico mercenario, seguiría siendo el mismo desastre, pero todos hablarían de él con un respeto reverente. Bacon o Picasso, por citar sólo dos, se regodearon en deconstruir dos cuadros de Velázquez y ya ve; monigotes cuyo sentido último decepciona por su escasa consistencia a quien se toma la molestia de buscarlo, y sin embargo alguien decidió que eran obras maestras. En cualquier caso, señora mía, lo suyo es un bodrio, sin paliativos, pero tiene la suerte de que vivimos en el tiempo del culto al feísmo y de la subversión absoluta de los valores estéticos, así que tiene garantizada la admiración de unos cuantos, aunque será mejor que no la tenga en cuenta. Tiene ya miles de fans y otros más que piden que el Cristo quede como usted lo ha dejado. Se ha dicho de su fantoche que es una buena muestra del expresionismo, que es un ejemplo del simbolismo, y hasta oigo decir a uno, con toda la seriedad que da la memez, que su obra está a la altura de las pinturas negras de Goya. No haga caso, doña Cecilia, a la muchedumbre que viene a contemplar su trabajo. Siento decirlo, pero en el fondo vienen a reírse de usted. Los mismos que no darían un paso por ver un Cristo de Zurbarán están ahí haciendo cola. Pilatos nunca sospechó que sus palabras fueran dirigidas a tanto tonto.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Agosto

El sol, que luce sobre justos y pecadores, y que lo mismo sale para los banqueros y compinches del Draghi ese que para el niño que se columpia en el parque, debería disiparnos un poco la neblina en la que estamos envueltos. La luz espanta los temores, y si agosto, el mes suspirado todo el año, no nos trae un poco de alegría, a ver qué nos espera cuando nos adentremos en los inciertos caminos del otoño, y no digamos del invierno. Y sin embargo, no parece que nos esté espantando muchas sombras, a juzgar por lo que se oye y se lee por ahí. Se le está viendo algo apagado, sin el pulso vibrante de los buenos años, rutinario en su día a día y sin ese asomo de cosmopolitismo que otras veces acostumbraba. Los que viven de esto nos dicen que este año nos visitan menos forasteros, y que eso se nota en las cuentas de muchos negocios. Uno, que habla con mucha gente, siempre ha oído tres respuestas para justificar el pensárselo mucho antes de decidirse a venir a pasar sus vacaciones aquí: los precios, el tiempo y la crisis. Me gustaría, pero nos sale muy caro, mucho más que en otros sitios. Me gustaría, pero preferimos tener garantizado el buen tiempo. Me gustaría, pero este año no nos podemos permitir ir a ningún sitio. Son razones de difícil objeción, pero hay otras. En el Descenso del Sella que acaba de celebrarse se ha notado una bajada notable de visitantes, y parece que hay que achacarlo en buena parte a la prohibición de acampar libremente, como siempre se había hecho. O sea, que también los recortes de libertad, la anulación de la sana espontaneidad, el intervencionismo regulador, el afán de tenerlo todo controlado, sistematizado, racionalizado y delimitado, son factores que tienden a frenar la asistencia de visitantes, en este caso de quienes llevan la fiesta entrañablemente fijada en un marco formado exclusivamente por las estampas amables de la tradición.
Lo que sí puede traernos agosto es un respiro en la tormenta de cifras y vaticinios que nos marea cada día. Ya se sabe que eso que llamamos mercados, y que no son otra cosa que una pandilla de especuladores mirando a ver a quién pueden arruinar para enriquecerse ellos, no descansan nunca. No hay sol de rayos dorados ni lago de aguas azules que merezcan un desvío de su mirada abuitrada, pero puede que durante unos días nos libremos de tanta charlatanería contradictoria, de tanta amenaza y de tanta evidencia de desconocimiento. Es que se mueven por pura palabrería. Le da a un tipo por decir unas palabras, y al minuto todo se pone de cara, la bolsa sube y la prima baja, y uno se pregunta por qué no las dijo antes. Sale luego otro soltando algo distinto, y vuelven de nuevo a ponernos la angustia en la garganta. O nadie tiene las ideas claras y las convicciones firmes, o esto viene a ser como la roca de la cueva de Alí Babá, que se movía con sólo decirle dos palabras.
Lo malo es que se comportan como niños, pero no lo son. Menos mal que aún podemos creer en la capacidad del hombre, contemplando ese aparato que nos manda imágenes desde el suelo de Marte.

miércoles, 25 de julio de 2012

Los mercados

¿Quién puede defendernos de los mercados? Nadie. Los mercados son omnipotentes y autónomos, actúan por su cuenta y sólo según su conveniencia, sin ninguna otra consideración de carácter moral ni simplemente humanitaria. No tienen conciencia ni más guía de actuación que la de obtener beneficios, aunque el mundo reviente. Pueden hundir países enteros y con ellos las vidas de sus ciudadanos, pero ellos permanecen a la sombra con una sonrisa de depredador contando las ganancias que están obteniendo con ello. Son intocables, porque se rigen por sus propias leyes de autorregulación. Dicen que su lógica es implacable, pero las vías que sigue su proceso lógico tienen poco que ver con lo racional y mucho con una eterna pasión humana: la avaricia. Inmunes a toda decisión política, se mueven con su propio viento y con capacidad de escapar a cualquier control que pretenda encorsetarlos, porque pueden con un simple gesto causar un terremoto financiero y poner una soga al cuello del país que hayan enfilado. Hay quien cree que precisamente el hecho de tener unos mercados libres de intromisiones institucionales es un bálsamo que evita males mayores, y hay quien piensa que da igual lo que se crea porque de todos modos nadie puede someterlos. Lo cierto es que los despachos presidenciales, esos que parecen ostentar todo el poder, son impotentes ante ellos; sus decisiones siempre se toman bajo el eco de una pregunta: ¿cómo sentará esto a los mercados?
¿Y quiénes son los mercados? Ay, amigo, quién lo sabe. Un ente sin líneas de contorno definidas, unas estructuras anónimas, un nombre inconcreto, el sujeto de todas las malas noticias de los últimos tiempos y el objeto indirecto de todas las medidas que los gobernantes toman y que amenazan con cambiarnos la vida. Un enigma ontológico. Están dirigidos por poderes inasequibles y a menudo inubicables, pero detrás de sus decisiones hay personas con nombres y apellidos. Especuladores voraces, cuyos sentimientos de toda índole son simples sensaciones desechables ante el placer de una ganancia. No salen en los medios ni les interesa hacer declaraciones ni conocemos su vida cotidiana. Podemos imaginarlos día y noche entre ordenadores, aislados de la vida real de los países a los que están hundiendo y atentos tan sólo a ganar más y más a costa de lo que sea. ¿De verdad no se puede hacer nada para meterlos en vereda?
A veces uno piensa si no nos vendría bien un dios cabreado que arrasara todo el sistema que hemos ido creando; si no sería mejor partir de cero y volver al otro mercado, el de verdad, el de la plaza, y a ser posible con la vieja economía de trueque, para comenzar de nuevo, eso sí, metiendo en el desván, y tirando luego la llave, a todos los Adam Smith, Matlhus, Marx, Stuart Mill, Keynes, Krugman y demás gurús de una ciencia sin leyes científicas. Entretanto, no nos queda más que vestirnos con la esperanza cercana de que nuestros gobernantes acierten en sus decisiones, y la algo más lejana de que el propio sistema se autodefienda de sí mismo arreglando sus desajustes.

miércoles, 11 de julio de 2012

La mina y los mineros

Por las cuencas mineras ha vuelto a asomarse el ángel de la desesperanza, y con él su acostumbrada compañía de ira y violencia. Como uno cree que las referencias personales no siempre están de más, se va a permitir una sin demasiada importancia. La mina ha sido la primera realidad social de mi vida. En mi familia todos eran mineros, y desde siempre he tenido los ojos familiarizados con la visión de aquellas figuras negras, que volvían cada tarde con las ropas sucias y el gesto tremendamente cansado. Mi mirada de niño se acostumbró a aquellas caras ennegrecidas en las que los ojos y los dientes irradiaban una claridad totalmente desconocida, que el agua después se encargaba de borrar. He visto su vida y sus actitudes, siempre desde la distancia y sin comprender cómo era que otros niños podían tener unos padres como aquellos, porque el único que no era minero era el mío. Luego, la vida me llevó por derroteros muy distintos y muy lejanos, pero algo de aquello me quedó para siempre. Y así, he de confesar que, cuando escribí mi libro Esta tierra en que nacimos, el capítulo dedicado a la mina fue el que me salió con una pasión más intensa.
¿Y qué tiene la mina de mágico? No lo sé. Sí sabemos lo que tiene de antihumano, en el más primitivo sentido del término, porque el hombre no está hecho para andar por dentro de la tierra. El hombre es un ser de luz y aire libre, de horizontes abiertos y claridad, y la mina le niega todo eso. Y quién sabe si esa es la razón de su magia. La mina, que ha fascinado en todo tiempo a poetas y artistas, tanto a los ajenos a ella como a los propios; es interesante ver cómo este hombre, situado por la propia esencia de su condición al borde de la misma realidad física, ha buscado tan a menudo refugio a su incertidumbre en la poesía, como si la belleza que se le niega allá abajo le fuera tan necesaria que tuviera que fabricársela él mismo.
En el sentir minero asturiano siempre cabalgan dos componentes irrenunciables: la política y tragedia. La revolución y la muerte. Si en la mina de otros ámbitos se canta al trabajo en sí, en la asturiana se canta en función de lo que tiene de símbolo político o social. Se resalta la injusticia y la opresión. Lo minero se asocia a conflictos sociales, a huelgas, a reivindicaciones casi siempre violentas, a dinamita; se toma su nombre como imagen de lucha o de denuncia de la situación política; esta es su historia.
Hoy, cuando a la figura del minero se le ha desprovisto ya de casi toda connotación ajena a sí mismo, hay varias duras realidades, que no admiten interpretaciones subjetivas: una, que el carbón ya no es el producto indispensable que era; ni los barcos ni los trenes ni los hogares ni apenas las térmicas lo necesitan; otra, que las escasas explotaciones que quedan dan un carbón escaso, caro y malo, y que resulta mucho más rentable traerlo del exterior. Qué porvenir puede tener. Puede entenderse que defiendan su situación incluso con su violencia acostumbrada, pero también cabe entender que otros miles de parados se pregunten por qué a estos hay que mantenerles artificialmente el empleo. Y encima, la maldita crisis.

miércoles, 4 de julio de 2012

El extraño poder del fútbol

Absténganse los racionalistas de tratar de explicarse todo lo que rodea al fenómeno del fútbol, renuncien a toda crítica y no quieran buscar conceptos que cuadren con ningún presupuesto previo, porque no encontrarán ni una sola pieza que encaje en sus esquemas lógicos. Esto es cuestión de palpitaciones, de combustiones emocionales tan intensas que se traducen en cifras inalcanzables para otros ámbitos. Cifras de todo tipo, de personas delante de un televisor, de publicidad, de dinero, de viajes, de tiradas de periódicos, de programas en los medios, de celebraciones callejeras, de declaraciones, de atención general. Tan importante es lo que ocurre durante hora y media entre veintidós jugadores en un rectángulo cerrado. Lo que la lógica no razona lo explican los efectos y lo justifica su acción sobre los sentimientos y sobre el ánimo en general. Si es un triunfo será positivo, y si no será negativo, pero siempre mantendrá en pie la ilusión por el hecho en sí mismo. Recuerdo a una señora que detestaba el fútbol con todas sus fuerzas. No comprendía que un juego que se practica con los pies pudiera despertar tanta excitación, incluso en personas que ella tenía por cultas y bien preparadas, ni entendía que alguien fuera capaz de estar todas las tardes de los domingos con la radio pegada a la oreja oyendo una charlatanería insufrible sin que le estallara la cabeza. Tuvo la desgracia de que su marido se pusiera seriamente enfermo. En las largas y tediosas jornadas de hospital, con el tiempo casi detenido en un punto de desesperanza, vio cómo las únicas mañanas en que su marido estaba algo más animado era cuando a la tarde televisaban un partido. Era su asidero, el momento en que algo hacía difuminarse la realidad. Aquella pequeña ilusión por un hecho aparentemente tan inane adquiría una nueva categoría. Desde entonces miró con otros ojos, entre el respeto y al agradecimiento, a aquel juego insustancial que fue capaz de poner una mirada de felicidad, aunque fuera brevemente, en los días finales de la persona que más quería.
Esas multitudes que salieron a las calles de todas las ciudades de España a celebrar otro gran triunfo de nuestro equipo nacional, están mostrando espontáneamente sus sentimientos más auténticos, esos que ningún adoctrinamiento programado puede modificar. Con su exhibición de banderas nacionales rehacen de un golpe lo que algunos políticos tratan de deshacer. Sin excesiva originalidad, alguien repite aquello de que el fútbol es el opio del pueblo, pero habría que decirle que el opio sirve para calmar los dolores más intensos. Ya en la antigua Grecia, mientras Píndaro cantaba la gloria de los atletas, otros escritores criticaban la banalidad de sus gestas y la veneración que se les rendía. ¿Quién ha sacado a su patria de un apuro a fuerza de conquistar laureles? Nadie, admirado Eurípides, pero respetemos la acción que surge de convertir en nuestras las glorias ajenas, porque nuestros espíritus lo necesitan y porque no hay mayor fuerza aglutinante que la que nace de una alegría sincera y compartida.

miércoles, 27 de junio de 2012

La Siria que quiero recordar

La Historia ha dado a Damasco un halo seductor, una evocación de remoto paraíso, de jardines perfumados y esplendor exótico, en el que todas las delicias orientales tienen cabida entre palmeras y fuentes cantarinas. En una de sus cassidas, Munir al-Tarabulsi evoca su frescura nocturna, donde "bajo los árboles entrelazados, los vendedores de perfumes no dejan de moverse sin descanso". Jalal-al-Din afirma que “todos los hombres estudiosos están de acuerdo en que Damasco es la más eminente de las ciudades, tras La Meca y Medina”. Domingo Badía, el español que se llamó a sí mismo Ali Bey, y que la visitó en 1807, escribe que los minaretes de las mezquitas de la ciudad se hallan entre infinidad de jardines, y que el río Barada forma multitud de canales, de modo que el agua abunda tanto en Damasco que en todas las casas hay fuentes. Por cierto, Ali Bey volvió a Damasco en 1818 y aquí murió, dicen que envenenado por un café que le ofreció el bajá. El caso es que el encanto de esta ciudad aparece como una constante en numerosos textos, que aluden a su sensualidad, a su hechizo y a su belleza.
Ciertamente, contemplándola desde lo alto del monte Kassiun, es fácil constatar que nada de eso le queda. Del gran oasis en que se asentaba sólo perviven unos pequeños restos de palmerales; ese río Barada, que la atravesaba suministrando agua a sus numerosas fuentes y jardines, ha sido desecado; sus fértiles alrededores se convirtieron en feísimos suburbios. Los damascenos más cultos lamentan la ciudad perdida, aunque en privado, porque eso puede tener connotaciones políticas. Le queda todavía el encanto de sus famosos cafetines, que aún perviven con todo su exotismo y su animación, y en los que se puede contemplar desde el lento morir del tiempo hasta la danza enloquecida de los derviches. En torno a la mezquita de los Omeyas, se extiende una red de callejuelas estrechas y oscuras, que a veces se comunican entre sí a través de pasadizos, y otras desembocan de pronto en una plazoleta con mesas al aire libre, en las que se toma té o se fuman narguiles con toda la calma del mundo.. Para los cristianos, Damasco encierra un importante testimonio de lo que podría ser un lugar de culto de las primeras comunidades cristianas: la iglesia de Ananías, aquel que recibió a Paulo cuando llegó a la ciudad tras haber sufrido la caída de caballo que le convirtió. Al lado, una mujer con unos ojos inmensamente resignados está cociendo pan en una plaza y tratando de venderlo a quien pueda.
Esta es la Siria que uno quiere recordar, y no la de las calles ensangrentadas por los más de 7.000 asesinados a manos de ese tipo de cara inocente cuyo retrato aparece por todos los rincones del país. La Siria de gentes sencillas y hospitalarias, que bastante tienen con la lucha diaria por la subsistencia, y que asisten encogidas por el temor a un espectáculo diario de violencia enloquecida por parte de su propio gobierno. Como siempre, son las piezas sin voz y sin futuro, porque, aunque el tirano se vaya, después ¿qué?.

miércoles, 6 de junio de 2012

La Edad Virtual

Los historiadores del futuro no van a tener dificultades para denominar a esta época nuestra, a la que nosotros llamamos pretenciosamente Edad Contemporánea, un nombre que lógicamente pertenece a todas. Lo que pueda tener de específico le viene dado fundamentalmente por haber sido la etapa que ha descubierto mundos insospechados en diversos campos de la ciencia y la técnica, como el nuclear, la informática o la genética, así que ahí tienen un vivero de nombres apropiados para ella. Sin embargo, alguno habrá que proponga como nombre que mejor define nuestro tiempo el de Edad Virtual. ¿Exagerado? No mucho. Nos verán como el tiempo en que por primera vez la realidad que nos hace funcionar pierde su materialidad sin dejar de cumplir su función. Los objetos de los que nos hemos servido hasta ahora han dejado de ser reales, ya no tienen cualidades sensoriales, no se pueden tocar ni oler, ni siquiera ocupan un espacio. Siguen sirviéndonos para lo mismo de siempre, pero su existencia ahora es aparente, no real.
El dinero que tenemos en nuestros bolsillos es el único y humilde resto de la prueba de su existencia física. Todas esas cifras que hacen temblar las economías y los mercados, los valores bursátiles, el déficit, la deuda, los números del comercio exterior, no son más que eso, cifras. Pura abstracción, aunque sus efectos sean muy concretos. Con sólo apretar una tecla del ordenador, mil millones de euros que estaban en una sociedad de Nueva York ahora están en otra de Tokio. El billete que guardamos en la cartera o la calderilla que llevamos en el monedero son la única evidencia que nos queda del aspecto real del dinero.
El querido libro de toda nuestra vida está viendo cómo un pariente recién llegado con prepotencia de nuevo rico trata de quitarle el puesto. Por supuesto es virtual, y en su espacio sin dimensiones puede almacenar una biblioteca entera, pero ha renunciado a que se enamoren de él. Ha dejado de ser un objeto diverso y susceptible de ser bello, ha perdido sus cualidades táctiles, su olor a tinta, sus ilustraciones; no podrá guardar entre sus hojas el recuerdo de un momento, ni lucir orgulloso el lomo de su cubierta, ni albergar una dedicatoria que lo haga irrenunciable. Sólo queda su pura esencia, desprovista de cualquier ropaje.
También desaparecen las cartas, aquellas que exigían un cierto esfuerzo de expresión y estilo y dejaban constancia de los rasgos más personales del carácter de quien las escribía. Los biógrafos de mañana ya no tendrán ocasión de conocer los pensamientos más íntimos de su biografiado a través de la correspondencia que mantenía con sus amigos y colegas. Nadie sabrá de las vacilaciones y rectificaciones de un escritor ante su folio en blanco. Nadie conocerá siquiera nuestra caligrafía.
Y así en otros campos, desde los juegos hasta las tertulias, que ahora se hacen sin conocer con quién se habla. Uno no sabe si esto es bueno, malo o indiferente, ni cree que nadie pueda saberlo. Habría que preguntarlo dentro de dos o tres generaciones.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Hay que cambiar el mundo

Que el mundo nunca haya sido un hogar en el que sus habitantes se sintieran a gusto, es una de las cosas más singulares que pueden verse. Nadie parece haber vivido nunca, en ninguna época, feliz en él. Todas las generaciones han querido cambiarlo. Religiones, guerras, revoluciones, doctrinas y leyes, desde el púlpito a los despachos, desde la cátedra a las tribunas militares, todos han pretendido modificar el mundo que recibieron y dejar otro distinto. Nos han dado una casa más o menos adecuada a nuestras necesidades, pero incapaz de permitir que sus obligados inquilinos vivan felices en ella. Ya nuestros medievales la llamaban “vallis lacrimarum”, pero es común encontrar en todas las civilizaciones y en todos los tiempos referencias a lo mal que está hecha esta posada. “Que hablen todos los que te habitaron, oh mundo. Que digan si tuvieron en su vida goce sin dolor, paz sin discordia, descanso sin miedo, salud sin flaqueza, luz sin sombra, risa sin lágrimas”, escribía san Agustín, aunque quizá pretendiendo oponerlo así al mundo celestial. Todavía hoy, a los Pangloss que creen que vivimos en el mejor de los mundos posibles, se les toma por el símbolo de la ingenuidad más ridícula.
Nunca nos hemos sentido a gusto en el mundo y, en el plano individual, hemos buscado formas dignas de salir de él: el claustro y la batalla fueron algunas. Otros, de tan poco como les gustaba este, se dedicaron a idear mundos distintos, acaso con la remota esperanza de que alguien lograra hacerlos realidad. Platón imaginó una república en la que la justicia social habría de traer la felicidad a sus ciudadanos. La ciudad ideal de san Agustín es de carácter espiritual y está basada en el amor. Tomás Moro concibe una isla perfectamente organizada en la que sus habitantes llevaban una vida justa y feliz; por algo la llamó Utopía, es decir, en ningún sitio. Y así otros muchos, que hoy leemos como una simple curiosidad sin más consecuencias que las literarias. Los intentos reales de transformar el mundo llegaron con la racionalización de las ideas y con las posibilidades materiales de hacerlo. Fourier lleva a la práctica su sueño de una comuna ideal, a la que llamó falansterio, que a su vez constituyó el precedente de otros muchos intentos posteriores. Fue un fracaso. Los falansterios cerraron, la revolución comunista pasó y el mundo sigue igual, con sus pasiones, sus injusticias y su escaso propósito de enmienda.
Es decir, que la humanidad se ha pasado casi toda su historia intentando transformar el mundo porque no le gustaba. Algo habrá conseguido, pero sigue sin gustarle. Esas personas que se reúnen en la Puerta del Sol están indignadas por eso, porque no les gusta el mundo. Ni a mí tampoco, ni supongo que a usted, aunque habrá que coincidir en que, echando una mirada a otros sitios, debería gustarnos, aunque no fuera más que por un argumento de relatividad. No se les ha oído una sola idea que ilumine el camino, ni un programa claro que suscite esperanzas. Sólo lanzan consignas mal rimadas, pero están convencidas, benditas ellas, de que es una forma de comenzar a cambiar el mundo.

miércoles, 9 de mayo de 2012

La cultura como hecho diferencial

Siempre que una comunidad trata de establecer lindes de separación del resto, acude a buscar justificaciones allí donde le parezca que son tan evidentes que resultan inatacables. Suele comenzar por la geografía, pero en un espacio de paisaje más bien uniforme y ampliamente colonizado, casi nunca otorga un argumento contundente; no individualiza hasta el punto que se requiere. Se va después a la historia. Aquí también es difícil encontrar diferencias suficientes para sostener una nueva realidad, salvo que se opte por adaptarla a la carta, algo que suele hacerse; es decir, que se fabule, se invente, se trastoque o se tergiverse. El transcurrir histórico de los pueblos que han convivido juntos durante miles de años está demasiado imbricado entre sí como para poder singularizar a uno solo. Como mucho, por algún breve período, pero sin capacidad para otorgar un pasado excluyente. Tras explorar inútilmente las posibilidades del espacio físico y el histórico, puede sentirse la tentación de acudir a los rasgos raciales y genéticos de sus habitantes, en comparación con los demás; en algunas sociedades resultó decisivo, pero en la española es impensable, a pesar de algunos escarceos con la idea por parte de algún gerifalte vasco, felizmente en el olvido. Hemos convivido intensamente durante demasiado tiempo, nos hemos mezclado y contagiado todos nuestros virus buenos y malos, nos hemos pegado y abrazado demasiado para que quede alguien que pueda decir que es genéticamente diferente en lo esencial del vecino. ¿Y entonces, qué queda? Pues, si tampoco hay posibilidad de enarbolar una diferenciación basada en el hecho religioso, queda acudir a la rama más delicada, más vulnerable y más indefensa, y encima, la que más prestigio suele otorgar: la cultura. Es ahí donde los nacionalismos tratan de fundamentar su hecho diferencial, en dos palabras que resuenan con carácter apodíctico: nuestra cultura.
Pero el caso es que la cultura sólo puede ser considerada como privativa de una región en sus aspectos más raquíticos y primitivos: en los rasgos folclóricos, en la música popular, en algunas labores artesanas, en la cocina, en sus juegos autóctonos, en cosas así. En el siguiente nivel, la cultura deja de ser local para volverse del ámbito inmediatamente superior, o sea nacional. Nadie adjudicará la obra de Galdós a la cultura canaria, ni el cuadro de Las Lanzas a la andaluza. A nadie se le ocurrirá incluir La Última Cena de Leonardo dentro de la cultura lombarda, ni la Novena Sinfonía en la de la región de su autor. Desde este punto de vista, no existen culturas regionales, ni la catalana, ni la asturiana, ni la vasca, ni la andaluza, ni ninguna otra, porque sus manifestaciones superiores, que son las que les darían verdadera categoría, ya forman parte de otra más amplia, con unos rasgos comunes que las abarca a todas. Suena grotesco utilizar el argumento de la cultura propia para establecer diferenciaciones entre los pueblos de una nación, cuando son los propios creadores los que aspiran crear una obra que les permita escapar de ella.

sábado, 28 de abril de 2012

Tango argentino

A pesar de todo, a un español no le resulta difícil la aproximación sentimental al ser de Argentina, ese país que suele buscar una sola causa para sus eternos males, sin más análisis que los inmediatos; una tierra de proverbial fertilidad, en la que dicen que se escupe y brota un ceibo; una nación a la que, a pesar de todo, no han podido derrotar sus políticos. Decía Clemenceau, ya a principios del pasado siglo, que Argentina es un país tan rico que se recupera durante las ocho horas que duermen los políticos. Un país de poetas y payadores, de gentes en busca permanente de referencias nacionales, que tiene su panteón popular de mitos en una trinidad: Gardel, Evita y Maradona. El primero es fácil de admitir; los otros dos ya causan más perplejidad, pero servirían a un buceador de los entresijos de las sociedades humanas para explicar muchas cosas de Argentina.
Y ante todo, Buenos Aires. Ciudad cantada y adjetivada de mil maneras por sus moradores, mestiza desde su mismo origen, capaz de crear un ethos tan propio que resulta imposible no identificarlo al primer golpe de vista, y un tipo, el porteño, al que el resto del país achaca la personalización de aquella frase con que alguna mente malévola ha querido resumir el carácter nacional: si queréis hacer un buen negocio, comprad a un argentino por lo que vale y vendedlo por lo que cree que vale. Cuando esto se aprecia en el mismo poder, se pueden explicar tantos fracasos. En la parte baja de la plaza de San Martín, paradójicamente situado frente a la llamada "Torre de los ingleses" por haber sido esta colectividad quien la regaló a la ciudad en 1916, un largo friso de mármol rinde homenaje a "los caídos en la gesta de las Malvinas y Atlántico Sur". Allí están grabados sus nombres, tan inútiles que no sirven ni para deshacer su anonimato. Tan inútiles como las muertes que recuerdan.
Pero tampoco puede decirse que Buenos Aires sea la definición de Argentina, porque en su evolución han intervenido factores exclusivos. Las industrias navales levantadas en las tierras húmedas e insanas de la Boca, necesitadas siempre de mano de obra, acogieron a un buen número de los emigrantes desesperados que soltaba la vieja Europa en sus crisis permanentes, un lumpen desconocido, pero nunca agresivo, que recibió y dio y terminó haciéndose autóctono. Los europeos venían como hijos del legado espartaquista y nietzschiano y de tantos y tantos legados, y sin embargo se dejaron diluir. Ni los pajueranos, ni los criollos, ni siquiera la herencia gaucha intervinieron decisivamente en esta nueva refundación porteña. Quizá esto explique en parte lo que sucedió luego, desde los años 30, lo que ellos llaman la Década Infame, hasta ahora, en que una señora erigida en nuevo mesías del peronismo, decide realizar un nuevo expolio.
Si el tango representa la expresión más depurada del modo de sentir rioplatense, ahí va uno de los más famosos, Cambalache, compuesto precisamente en esa década, pero, por lo visto, intemporal : “¡Qué falta de respeto, / qué atropello a la razón! / Cualquiera es un señor, / cualquiera es un ladrón”.

miércoles, 4 de abril de 2012

Semana Santa

El ciclo litúrgico cristiano culmina esta semana con la celebración del dogma fundamental de su doctrina, y el ciclo mundano culmina también en cierto modo su esperanza en unos días de escapada o al menos de dulce mirada a la nada. Es cierto que luego vendrá el verano, con sus vacaciones, pero ese es un tiempo en el que los cumplimientos de esos propósitos se distribuyen a lo largo de un amplio espacio. No hay otras fechas en que el país se paralice a la vez durante tanto tiempo, ni que las vidas de los ciudadanos se intensifiquen simultáneamente en afanes de cambio momentáneo. La crisis no puede medirse aquí con la misma vara que en el resto del año, porque saldría una dimensión equivocada. Y es que el pueblo es sabio. En una tácita reinterpretación del primum vivere ha traducido lo de vivir por algo más que un simple subsistir y aplicado aquello no tan profundo, pero sí igualmente filosófico, de a vivir que son dos días y que salga el sol por donde quiera.
Vuelven a su ciudad las leyendas urbanas para dejar constancia de que no lo son. Se llenan los hoteles de Levante con los que buscan un anticipo del verano, y los del norte con quienes prefieren andar más que tumbarse. Y los del centro y el sur con aquellos que quieren vivir una Semana Santa más pegada a su significado. Aquella semana de cine religioso y llamadas penitenciales se ha convertido en un tiempo bipolar, aún con viejas evocaciones de infancia. Las imágenes de la iglesia se cubrían con paños morados, los sermones giraban en torno a los novísimos, y el pecado y el arrepentimiento se convertían en un único e inquietante tema de reflexión. La noche del Viernes Santo, una gran procesión recorría la carretera a todo lo largo del pueblo. Se portaba a hombros el gran Cristo del templo, iluminado por las velas y acompañado de oraciones y cantos. Perdona a tu pueblo, Señor, perdona a tu pueblo, perdónale, Señor. Era el triunfo de una fe humilde y sin preguntas, una fe compartida por el pueblo en torno a su pastor. Ahora que el vendaval del tiempo se ha llevado todas aquellas hojas, a uno aún le queda un pequeño deje de ternura cuando recuerda aquellos rostros arrobados ante la figuración del misterio de su salvación.
Las procesiones que estos días recorren muchas ciudades de España entre multitudes mitad curiosas y mitad conmovidas, son una expresión menos depurada de aquellas. Recogidas y silenciosas las castellanas, aparatosas y coloristas las sureñas, pero todas con la única pretensión de herir las miradas por medio del desgarro, aprovechando el implacable realismo de nuestro arte barroco. Aquellas eran para vivirlas; estas para contemplarlas. En aquellas la fe adquiría su plenitud al amparo de los rincones más íntimos de cada corazón, allí donde no llegan las saetas ni el golpeteo de los tambores; en estas viene proyectada desde fuera sin más valor que el de una simple invitación. Pero, aun con todas sus connotaciones festivas o turísticas, perviven cada vez más vigorosas como expresiones de una fe secular que, sin ellas, perdería la más popular y querida de sus manifestaciones. Mal lo tiene el laicismo militante para desentender a esta sociedad de sus raíces cristianas.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Feminismo de salón

Una mujer está encerrada en una oscura celda de una cárcel de Paquistán, esperando a ser ahorcada. El motivo, que después de varias horas de trabajo en el campo bajo una temperatura de más de 40º, se acercó a beber agua de un pozo reservado a las mujeres musulmanas y lo “contaminó” por ser cristiana. Le propinaron una paliza y ella comentó a sus apaleadores que Mahoma nunca hubiera obrado así. Entonces la acusaron de blasfema y la llevaron al mulá de la aldea, que trató en vano de que reparase la ofensa cambiando de religión. Al negarse, fue conducida a prisión, donde en pocos minutos un tribunal la sentenció a muerte. Las dos únicas personas que quisieron ayudarla, el gobernador de Pendjab, musulmán, y el ministro de las Minorías, cristiano, han sido asesinados. Y aunque fuera liberada, quizá no le sirviera de nada, porque un tal Moulama Qureshi ofrece 6.000 euros, una fortuna, a aquel “leal servidor de Mahoma” que la mate allí donde la encuentre. Asia Bibi ha logrado contar su drama a una periodista, que lo ha publicado con el título ¡Sacadme de aquí!, y que incluye una conmovedora carta de despedida a su marido y a sus cinco hijos.
Ninguna de esas organizaciones feministas, tan beligerantes con otras causas, ha alzado la voz, al menos de un modo contundente y comprometido, en defensa de Asia Bibi o en contra de las lecciones del imán educador. Se ve que no lo consideran demasiado importante. Deben de estar muy ocupadas enseñándonos a hablar, porque, a ver, eso de decir, por ejemplo, que “los padres deben cuidar a sus hijos” supone una intolerable ofensa a las madres y a las hijas. O cómo aceptar que nada menos que en un texto sagrado se desee paz a los hombres de buena voluntad, con olvido de las mujeres. Eso de que en español exista un masculino genérico que engloba a los dos sexos, puede que responda a la propia estructura interna del idioma y a la necesidad natural de economía y sencillez para dar inteligibilidad y evitar redundancias y engorros formales, pero entonces hay que cambiar el idioma. Si estos paladines de hoy hubiesen vivido en tiempos de Garcilaso o Calderón nos habrían dejado sin poesía, porque a ver cómo se puede escribir un endecasílabo duplicando los sujetos y los complementos. Así que ya lo saben todos los profesores y todas las profesoras, escritores y escritoras, presentadores y presentadoras, a enseñar a hablar bien a sus alumnos y alumnas, lectores y lectoras, espectadores y espectadoras, que eso redundará en la felicidad de todos los españoles y todas las españolas y de nuestros hijos y nuestras hijas.
Aunque te cueste creerlo, querida Asia Bibi, aquí andamos en eso.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Día de más

Día atípico este 29 de febrero, que sólo acude a su sitio en el calendario cada cuatro años. Con tan escaso esfuerzo es natural que sea el que de menos efemérides puede presumir, el que menos aparezca en las crónicas y el único que falla a sus cumpleañeros. Es lo que tiene haber nacido como relleno para arreglar un desajuste; se ve que la Tierra no pensó su movimiento de traslación para servirnos de reloj. Al tiempo de las órbitas le es indiferente nuestro propio tiempo. Pues bienvenido sea este día que nos regalamos a nosotros mismos, aunque sólo sea en el calendario.
Nuestra relación con el tiempo siempre ha oscilado entre el misterio, la perplejidad y la sumisión obligada a sus efectos. A pesar de sernos tan familiar que apenas pensamos en él, su concepto sigue resultándonos extraño. Hemos logrado medirlo, pero no alcanzamos a comprenderlo; sabemos lo que es a condición de que no nos lo pregunten; vemos cómo nos va devorando sin pausa y no podemos hacer nada por evitarlo. Sabemos que es relativo y que está ligado al espacio, pero somos incapaces de ir más allá de una concepción teórica. Y al final no nos queda más que una conclusión evidente, que no formuló un científico, sino un poeta: Tú eres tiempo el que te quedas, y yo soy el que se va.
Lo que sí hemos aprendido desde la pequeña escala en que nos ha situado, es a dividirlo en función de nuestra perspectiva. Está el tiempo astronómico, inabarcable y en cierto modo irreal, porque para nosotros sólo existe si alguien nos dice que existe; está también el tiempo histórico, el de la humanidad, y luego está el pequeño tiempo en que se mueve nuestra vida, ese que necesita pocos más adverbios que ayer, hoy y mañana. Es el tiempo que compartimos con las personas que amamos, el que recoge nuestros recuerdos y crea nuestras experiencias, el que servirá para fijar el marco de nuestra existencia en la memoria de aquellos que tengan a bien acordarse de nosotros. El que se expresa en dos números no muy distantes entre sí. Y el único que tenemos.
Sabemos que el tiempo es un gran maestro, aunque, como alguien apuntó, lo malo que tiene es que va matando a sus discípulos. Pero también es el gran padre de la añoranza y de su derivada, la melancolía. Stefan Zweig tituló sus memorias El mundo de ayer, antes de tomarse el veronal junto a su esposa Lotte, hace justamente ahora setenta años. Lo hizo ante la imposibilidad de soportar la añoranza de un tiempo pasado y ante el horror de vivir el tiempo futuro que preveía, y que en aquel momento parecía inevitable. Frente a la intensidad del espanto de su tiempo presente se le hizo imposible imaginar una esperanza en el venidero. Le traicionó el engaño del tiempo, que jamás nos permite una previsión exacta de lo que nos reserva. Acaso olvidó que nunca es bueno anticiparse a él, porque, en definitiva, el contenido del tiempo lo llenamos nosotros y, si no podemos detenerlo, a veces sí nos es factible convertirlo en feliz o desgraciado.

miércoles, 22 de febrero de 2012

El arte de hoy

Cada vez que a uno le da por entrar en ARCO o en alguno de los infinitos museos de arte contemporáneo que han brotado como setas en los últimos años por toda España, sale haciéndose una pregunta que le desconcierta: ¿Por qué no soy capaz de entender el arte de mi tiempo? Y de ella se derivan otras no menos ayunas de respuesta: ¿Por qué el artista ha terminado renunciando a que su obra pueda ser comprendida? ¿Es que no tiene nada que decir y lo disimula mediante una fingida complejidad conceptual? ¿Por qué somos la primera generación de la Historia que no puede identificarse con el mensaje de sus artistas?
El arte griego persiguió el supremo ideal de la belleza, teniendo siempre al hombre en el centro de su búsqueda. El medieval ejerció una función didáctica por medio de unos programas iconográficos que, a pesar de su carga simbólica, tenían que resultar entendibles para todos, porque ahí radicaba su razón de ser. En el Renacimiento el hombre vuelve a ser la medida de todas las cosas y plasma de nuevo las aspiraciones que le son inherentes: racionalidad, armonía, equilibrio. El Barroco se identifica con el espectador a través de la expresión de los sentimientos y de todo aquello que le es cercano: escenas costumbristas, retratos, paisajes, bodegones. Toda la Historia del Arte es la crónica de un diálogo entre un emisor y un receptor, que será tanto más elevado cuanto más categoría de genio alcance el creador. Sólo a partir del siglo XX ese diálogo se hace ininteligible.
La abstracción fue el resultado final de un proceso de decantación de los elementos figurativos. En ese sentido, aunque muy conceptualizado, es un mensaje que puede ser comprensible. El engaño se produce cuando ese proceso no existe; entonces no hay nada detrás de la obra. En los últimos años nuestras ciudades se han uniformado exteriormente; en todas se encuentran parecidos artilugios extraños “decorando” sus plazas y calles. Fíjense en alguno de ellos y traten de recorrer el camino inverso hasta la imagen real del concepto que representa. Muy pocas resistirán la prueba. Y así se llega a la aberrante realidad de que es el precio lo que fija la calidad de la obra, sin querer ver que el precio es un elemento artificial, impuesto según criterios puramente mercantiles. No es una categoría de juicio de calidad ni una razón artística; no puede modificar los atributos intrínsecos de la obra; no convierte lo malo en bueno. Simplemente es una cifra que los mercaderes del arte imponen según sus intereses.
¿Qué es el arte? Morirte de frío, decía un chusco chiste de mis tiempos de estudiante. Y a pesar de no ser más que un mal chascarrillo, algo hay de verdad en ello hoy. Una obra maestra jamás te deja helado; al contrario, hace bullir las emociones y pone calor en las fibras más delicadas de la sensibilidad. Lo que deja fríos los sentimientos es la vaciedad conceptual, llegar a convertir al cuadro en un simple objeto decorativo, porque sus colores alegran el salón. Lo inquietante es pensar que el arte siempre es el reflejo de una época y de una sociedad.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Invierno

Si el invierno no saca en algún momento su carácter, parece como si el año quedara desvaído. No es lo mismo. Falta algo. En lo más hondo de nosotros tenemos necesidad de que las cosas mantengan su encadenamiento lógico, y cuando se rompe nos produce desasosiego. Queramos o no, somos seres solidarios con todo lo creado. Este año se ha querido disfrazar de primavera durante un largo tiempo, pero al final ha mostrado sus poderes de siempre. Pueblos aislados, carreteras cortadas, lagos helados, estampas gélidas y, lo peor, más de trescientos muertos entre quienes no han podido sobrellevarlo. Viene de la tundra siberiana y crece en la estepa rusa para no hacerle perder su mayor rasgo de identidad.
-El invierno es el amigo del ruso -le decía un personaje de Miguel Strogoff a otro.
-Sí, pero hay que tener un temperamento a toda prueba para resistir esa amistad.
Pues como amigo, y convertido en general sin ejército, la libró dos veces de ser ocupada por las tropas más poderosas del momento. Qué habría sido de Rusia en las manos de Napoleón o de Hitler si el general invierno no hubiera detenido su avance en una batalla contra la que ninguna estrategia podía enfrentarse.
Por estos lares astures suele mostrar una cara muy llevadera, o al menos bastante más que la que nos enseñan las imágenes de otros sitios. Se ve que es tierra moderada y poco amiga de extremos. En la memoria de alguno seguramente quedarán lejanos recuerdos de infancia, cuando el invierno era el tiempo en que se difuminaban los contornos de la realidad y la propia naturaleza parecía confabularse para ofrecer un escenario distinto, como apenas ya hace. Frías amanecidas en medio de un paisaje todo blanco, carámbanos colgando de los aleros, charcas heladas y gorriones ateridos picoteando entre la nieve. Troncos crepitando en la chimenea y una olla con caldo para espantar el helor de la anochecida. Quizá ahora sea un buen momento para recordar palabras que entonces tenían todo el valor de lo necesario y que los nuevos modos de la modernidad relegaron al rincón de la añoranza: brasero, badil, morillo, fuelle, lumbre. Y tiempo aquel también de conversaciones y juegos, bien arrimados al fuego, porque el exterior no se permitía ningún gesto amable. El invierno era forzada introspección y propiciaba un acercamiento familiar que podía resultar gratificante, pero a través de los cristales empañados siempre había alguien que atisbaba para ver si por fin el sol volvía a traer la normalidad.
Contemplando las imágenes que nos llegan, nos damos cuenta de que el progreso ha hecho más cruel el invierno al paralizar buena parte de lo que ahora
nos resulta imprescindible y que antes no teníamos. Quien más tiene, más siente su pérdida. Pero que sea bienvenido, aunque sólo sea para no sentirnos desorientados por el desorden de las cosas que no están en su sitio. En todo caso, como dejó escrito un poeta romántico en un momento en que debía de tener razones para el optimismo, si el invierno comienza ¿puede estar muy lejos la primavera?.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Muerte en la playa

Por debajo de lo que este loco mundo nos ofrece cada día, o al menos del retrato que de él nos pintan, hay una realidad que subyace oculta como el abono en la tierra. Y, como el abono, fecunda el entorno y redime la primavera del invierno. Si el mundo fuera solamente como nos lo presentan los telediarios y los periódicos, poca esperanza cabría tener en la especie humana. Si lo que circula bajo los brillos de la bambolla mediática fuese la verdadera esencia de nuestra condición de seres racionales, más valdría que nos quitáramos este título y creáramos una subespecie por debajo del reino animal para incluirnos en ella. Curiosamente, es la tragedia lo que hace aflorar los valores que nos dan dignidad y que los espejos que nos ofrecen a diario apenas reflejan. La tragedia y su inseparable compañero, el dolor, los que sacan aquello que está oculto en lo más profundo y que es lo que da sentido a nuestra categoría de seres humanos. Entonces, sin saberlo, algo nos impulsa a seguir, en la medida que sea, el mandato que Cicerón propuso como obligación ideal de todo hombre: Este es nuestro máximo deber: prestar toda nuestra ayuda a quien la necesita en grado extremo.
El drama de la playa de La Coruña tiene un componente que sólo puede calificarse con una palabra que se enseñoreó durante siglos de todas las literaturas y ahora ha caído en desuso en aras no sé muy bien de qué: heroísmo. Tres jóvenes policías dejan su vida por intentar salvar a otro joven al que, aunque esto importe poco, no habían tragado las olas por culpa de ningún desgraciado capricho del azar, sino por algún mal aire que le llenó de euforia el pensamiento. No figuraba entre sus obligaciones profesionales; siguieron un deber que ellos mismos se dictaron. Sin duda lo vieron posible o acaso la premura de la situación les haya impedido pararse en consideraciones, pero ese impulso primario es lo que los define. ¿Cuántos de nosotros seríamos capaces de lanzarnos sin pensarlo a un mar embravecido para tratar de sacar a alguien a quien ni siquiera conocemos? No es cobardía; es la condición humana, y cuando alguien se olvida de ella para luchar por el bien de otro, nos produce un ramalazo incontenible de admiración.
Los tres policías encontraron la muerte en la plenitud de sus vidas, sin haber logrado siquiera intercambiarlas por una sola. No hay ningún salvado que les pueda guardar eterno agradecimiento. Dicen que no existe sacrificio estéril, pero duele la derrota del valor. Son héroes que no figurarán en las crónicas ni tendrán estatua en el centro de una plaza. Dentro de poco, apagadas las efímeras luces de los focos mediáticos, sus nombres quedarán sumidos en el anonimato. Sólo los suyos guardarán su memoria como un valioso tesoro de familia. Y si alguna vez el mar devuelve los cuerpos de los que faltan, bien podría ponerse como epitafio en su tumba el verso de un antiguo himno sagrado: Puerta soy para ti, quienquiera que seas, tú que me llamas.

miércoles, 25 de enero de 2012

El naufragio

Lo que le faltaba al naufragio de Italia para convertirse en un remedo real de una novela era la aparición de una mujer fatal que completase el esquema argumental. Pues hasta eso. La realidad, una vez más, igualando la ficción, al menos una ficción que bordee el límite de lo verosímil. Por lo que nos cuentan las informaciones periodísticas, que casi siempre suelen tener que quedarse en lo externo, todos los ingredientes que un editor pueda exigir a un autor para que su libro sea un éxito de ventas aparecen aquí en las debidas proporciones: riesgo, imprudencia, incapacidad, mentiras, cobardía, tragedia, lujo, alcohol, sexo y muerte. Sobre todo muerte. Más de treinta víctimas. Seguramente a estas horas algún avispado productor ya se ha lanzado sobre el hecho para convertirlo en la película del año; desde luego, no tendrá que pagar mucho al guionista por su esfuerzo de imaginación.
Si las informaciones que nos han llegado son ciertas, las preguntas que deben de asaltar a los interesados, y a todos, son de difícil respuesta. Cómo explicar, por ejemplo, que, si al conductor de un simple automóvil se le somete a estrictos controles de alcoholemia, un señor que tiene en sus manos un vehículo gigantesco con cuatro mil personas dentro dispone de barra libre a su antojo. O cómo justificar las carencias de formación de una tripulación, que ni siquiera sabía con precisión los pasos que había que dar. O cómo es posible el naufragio en sí mismo, porque se supone que en los tiempos del GPS y del control remoto, alguien habrá advertido al puente de mando de que se acercaba a una zona de naufragio seguro. Y, sobre todo, que tipo de exigencia se establece para encomendar el mando a un capitán capaz de burlar una ley, posiblemente no codificada, pero escrita desde siempre en el código de la dignidad de los hombres del mar, que dice que el salvamento ha de iniciarse por los más débiles y terminar por él mismo, aun a riesgo de su propia vida. En fin, preguntas de indocumentado que seguramente tendrán respuestas por parte de los expertos correspondientes, pero que deberían ser expuestas con claridad, aunque sólo sea por una cuestión de confianza.
Algún hermeneuta de la realidad con afanes de conclusiones trascendentes puede ver en todo esto una metáfora de nuestra propia época. Un gigante deslumbrante, de hermosa figura, pero sin nada que lo sustente en su interior. Una cáscara vacía de cualquier concepto ético, de dignidad, conocimiento, sentido del deber, capacidad de sacrificio. Han sido sustituidos por la frivolidad, la despreocupación y la búsqueda del placer a toda costa; se ha difuminado la línea que separaba en compartimentos estancos los espacios del hedonismo y la responsabilidad. En el barco, los atisbos de dignidad vinieron de actitudes individuales, no del sistema, pero las actitudes individuales no pueden dirigir el timón. Lo realmente inquietante es que acaso sea eso, una metáfora.

miércoles, 18 de enero de 2012

Reconocimiento justo

La función de la literatura como reflejo de la sociedad puede resultar muy útil a sociólogos y estudiosos del futuro que quieran asomarse a la historia de esa época, pero deja al escritor prisionero de su propio tiempo y adscrito más que nunca a la categoría de lo efímero. Pocos autores gozaron en vida de tantos lectores como José Luis Martín Vigil. Cada libro que salía de sus manos se convertía en un éxito de ventas, y no sólo en nuestro idioma. Una generación entera le tuvo como su escritor de cabecera. Con su aguda percepción supo conectar de una forma novedosa y enormemente atractiva con una juventud que comenzaba a despertar a unos problemas hasta entonces esbozados solamente desde una ortodoxia expositiva rígida y árida. Eran novelas cuyo desarrollo temático se seguía con enorme interés, pero que en el fondo guardaban un mensaje de denuncia. Quién no recuerda La vida sale al encuentro, Cierto olor a podrido o La muerte está en el camino, para mí su mejor obra. Poco a poco se fue introduciendo en un terreno más social, con el mismo éxito y los mismos fervores. Y de pronto, el olvido. El entorno había cambiado, y su obra ya no era más que el reflejo de una lejanía desconectada por completo de la nueva juventud. Ni siquiera supimos de su muerte hasta un año después.
Su caso es similar al de tantos cultivadores de literatura social, pero la reflexión que cabe hacerse tiene un carácter general y abarca a todas las manifestaciones artísticas. Va de reconocimiento hacia aquellos que en algún momento de nuestra vida lograron hacernos felices. De íntimo agradecimiento hacia el creador de belleza por parte del receptor de ella. Porque este es precisamente un agradecimiento escaso y poco enjundioso y cuya ausencia resulta siempre fácil de justificar, como todo lo que se recibe sin atisbo de interés ni de imposición ni contrapartida alguna por parte del donante. Leemos un hermoso libro, gozamos con una obra de arte o disfrutamos durante un intenso momento con una bella música y nos parece natural que eso haya sido creado para nosotros, como si alguien hubiera nacido con esa obligación original, cuando, por un elemental deber de gratitud, debiéramos cerrar los ojos y dedicar mentalmente un fervoroso recuerdo agradecido a la figura que lo hizo posible. La belleza no brota de ninguna sopa germinal, ni de las intenciones, ni aun de las ideas o, al menos, no sólo; el espíritu del demiurgo es tan evanescente que no anida en ningún mortal, y mejor que así sea; el genio lo es sólo en cuanto es capaz de sacrificio.
De todas las definiciones de genio que uno tiene anotadas, tal vez la más exacta sea la menos ortodoxa: genio es la infinita capacidad de tomarse molestias. El genio en sí mismo poca cosa es. Unas simples y calladas cuerdas de arpa, dijo el poeta; un uno por ciento de la obra, dijo el científico; un don, decimos todos, y tenemos razón. Pero un don inactivo en sí mismo; es decir, nada sin el esfuerzo. Y el eco de ese esfuerzo es el que nos alcanza a todos, sin que merezca en la mayoría de los casos ni un leve pensamiento.