miércoles, 24 de febrero de 2021

Ira en las calles

Es difícil comprender, y no digamos explicar, lo que hemos visto este fin de semana en algunas ciudades, sobre todo en Barcelona. Cuál es la verdadera razón de que unas nutridas hordas desbocadas salgan al asalto de la ciudad destruyendo todo lo que encuentran, arrasando comercios y bienes públicos y dispuestos a causar el mayor daño físico posible entre los que tienen la misión de contenerlos. Si uno se fija individualmente en ellos verá que parecen productos clónicos: todos vestidos de negro de los pies a la cabeza, dejando tan solo al descubierto los ojos, en los que brilla la misma mirada enfebrecida, una actitud de manada, culto a la brutalidad y ausencia absoluta de indicios de querer aproximarse a algo parecido al diálogo. En conjunto, una imagen real y nada simbólica de la parte más irracional del ser humano. Dicen que luchan por defender la libertad de expresión, que por lo visto encarna un tipo al que es imposible arrancarle dos frases que tengan sentido. Su antología de barbaridades es solo inferior a la cantidad de odio que destilan, y en su contenido pueden encontrarse todas las variantes del agravio: insultos, amenazas, injurias, incitación a la violencia, todo en ello con ripios pareados propios de un adolescente semianalfabeto y recitados con el subyugante y melodioso ritmo rapero. A este individuo salen a defender sus compinches arrasándolo todo cuando le llegó la hora de rendir cuentas. Pero hombre, si habría que haberle juzgado antes que nada por ofensas a la música y la poesía.

Ya se ha convertido en algo acostumbrado. Cualquier pretexto y cualquier ciudad les vale para salir a destruirlo todo. Si no es por la globalización es por el cambio climático o porque sí; no hay ciudad que se vea libre. Suelen ser una amalgama en la que los que de verdad van de buena fe a ofrecer su presencia para solucionar el problema son los menos; los más son niños de papá con todo resuelto o botarates que acuden como borregos a la llamada de cualquier tuit, a los que se incorporan energúmenos de todo pelaje: profesionales del conflicto, aprovechados en saqueos y pillajes, expertos en formas y maneras de causar daño y hasta teóricos de la guerrilla urbana. Y al fondo, el ciudadano de a pie que ve cómo su ciudad sufre unos destrozos que va a pagar él con sus impuestos o el comerciante que se ha quedado con los cristales rotos y su tienda saqueada.

Si asolar una ciudad es una forma de solidarizarse con la libertad de expresión, pueden sus defensores sonreír con esperanza, al menos aquí, porque hay un partido en el propio Gobierno que los anima.

miércoles, 17 de febrero de 2021

El absurdo como norma

El absurdo es uno de nuestros compañeros de vida. Nos rodea por todas partes. No es de ahora; desde siempre se ha asentado entre nosotros como un comensal más dando lugar a teorías, disquisiciones y hasta tendencias creativas, quizá porque su presencia es tan fecunda como la de la lógica. Es como si entre la razón humana y el absurdo hubiera una afinidad secreta. De hecho, más de una vez se ha visto resultar mal las cosas más razonables y bien las más absurdas. Un fiel camarada este atrabiliario elemento que llamamos absurdo, sin duda porque absurda es su misma existencia.

El absurdo pierde su cariz negativo cuando el que lo practica es consciente de que lo es. Lo malo es cuando se llega a él creyendo que se está diciendo o haciendo una obra genial, que es lo que pasa casi siempre. Cada uno seguramente tendrá su inventario de absurdos, y, juntos todos, deben de formar una lista capaz de envolver las pirámides. Lo que pasa es que de tan habitual que es terminamos teniéndolo por normal. Es absurdo, por ejemplo, prestar dinero a alguien y que encima nos cobre, como nos hacen los bancos, o que se llame latina a una América en la que ningún habitante del Lacio tuvo nada que ver. ¿Y qué es el absurdo? se atreve a preguntar uno. Pues lo contrario a la lógica y al buen sentido, podría responderse, pero ahí estarán Jardiel, Groucho, Ionesco y muchos otros contestándonos a coro que es la única verdad absoluta con que cuenta el hombre. Quizá porque también es un ser absurdo.

Existe una narrativa y un teatro del absurdo hasta constituir un género literario, pero donde más abunda es en el campo de los políticos, eso sí, sin pizca de ingenio y sin la fuerza creativa y la capacidad simbólica del anterior. Siempre ha sido así, pero en estos tiempos en que todo se hace más visible, parece que hace sentir aún más su presencia. Miren lo que se puede reunir solo en unos pocos días:

Es absurdo que el vicepresidente de un Gobierno ataque a la jefatura del Estado de su propio país o que afirme que en España no hay una democracia verdadera; será porque no se explica que un partido que apenas es la cuarta fuerza del Congreso esté cogobernando. Que cuando se quiere frenar el grave problema del despoblamiento rural se prohíba controlar la presencia del mayor enemigo de los ganaderos. Que en plena pandemia nuestros gobernantes se preocupen de preparar leyes, como la llamada ley trans, que viene a decretar que ya puede uno tener los atributos naturales que tenga, que eso no determina su sexo; lo determina su voluntad; no necesita más que querer y, eso sí, haber cumplido dieciséis años, lo que no deja de ser un detalle.

Creo porque es absurdo, dijo un santo filósofo, resignado a no entender nada. Como nosotros.

miércoles, 10 de febrero de 2021

Foto fija

Como todo está condicionado por la epidemia, no tenemos más remedio que modificar nuestro modo de actuar y adaptarlo como podamos a esta nueva realidad que se nos impone a la fuerza y que interrumpe de golpe el camino que estábamos andando. Nos hemos quedado sin acciones a corto plazo y sin planes de realización inmediata; hemos congelado todos los proyectos, los personales y los generales; nuestro espacio para hacer propósitos de futuro no va más allá de una tarde. Todas las perspectivas que nos habíamos fijado para los meses inmediatos, las vacaciones, los viajes, las fiestas, las celebraciones, todo está retenido bajo llave desde hace más de un año, sin que terminemos de encontrar la manera de abrirlo. Se ha detenido el curso de nuestra acción. Es como en los cines de barrio de antes, cuando se atascaba la máquina y quedaba el fotograma fijo en la pantalla. Así estamos, en espera de que la imagen vuelva a ponerse en movimiento.

Todo lo estancado tiende a degradarse y a criar agentes nocivos en su interior. En este caso se llaman cansancio, hartazgo, tedio o hastío, eso en su versión más inocua. Hay otros más difíciles de sobrellevar, porque afectan a capas más profundas de nuestro carácter y resultan más determinantes para nuestro equilibrio emocional: frustración, pesimismo, incertidumbre, escepticismo, nihilismo, neurosis. El pensamiento de lo que podría estar siendo y no puede ser; la confirmación día tras día de que cualquier tiempo pasado fue mejor; el ver cómo el horizonte de esperanza vuelve a alejarse cada vez que lo vemos cercano. Se hace difícil estar en casa rehuido de todos, pero también en la oficina o en el aula con la mascarilla puesta todo el día, y no digamos si se trabaja en primera línea de riesgo. Y sobre esto, hacer un esfuerzo para salir indemne del bombardeo de información sobre la pandemia que nos cae encima cada minuto y del baile de cifras, medidas, recomendaciones, horarios, porcentajes, fechas y previsiones que unos señores muy serios nos traen todos los días y en todos los medios. Cuánta gente hay ya que ha dejado de ver los telediarios.

Están los días grises aunque salga el sol. Cuando el virus sea solo un mal recuerdo y todo se vuelva a poner en movimiento, cuando las calles y las horas sean otra vez nuestras y podamos por fin cambiar la virtualidad de los saludos por los abrazos de verdad, volveremos a sentir aquella dimensión del tiempo que perdimos y, si somos optimistas, puede que veamos que estos largos meses han servido para algo, aunque solo sea para regalarnos la experiencia de haber vivido una excepción.

miércoles, 3 de febrero de 2021

Cuando esto acabe

El día que pase todo esto y miremos hacia atrás vamos a verlo como un tiempo irreal que hemos vivido sin apenas darnos ocasión de explicárnoslo, un mal sueño del que solo las profundas huellas que ha dejado nos dan fe de su existencia. De nada nos sirvió lo que sabíamos de otras mortandades semejantes. Lo narrado en crónicas y testimonios, por fiables que sean, no tiene el valor de lo vivido en primera persona; pertenece al pasado y lo damos por ido para siempre. Por eso, cuando aparece en el presente nos sacude primero la sorpresa, luego la desorientación y enseguida el afán nervioso y acelerado por encontrar el remedio. Y al final todo se convierte en una experiencia más en nuestras vidas, de la que, si somos inteligentes, podemos sacar lecciones que nos ayuden a sobrellevar futuros casos semejantes.

Si creemos que la mejor forma de enfrentarse a una desgracia es convertirla en una oportunidad, cuando todo esto acabe puede que nos lamentemos por aquel largo espacio ocioso que no aprovechamos. Tanto tiempo libre como nos ha sido impuesto da lugar a muchas opciones de ejercer aquello para lo que hasta ahora nunca encontramos ocasión, o de fijarse un propósito para cuando todo termine, o simplemente de reordenar algunos aspectos de conducta sobre los que nunca habíamos pensado, de satisfacer aficiones descuidadas o de explorar otras nuevas. Quizá algún día nos preguntemos de qué nos ha servido haber vivido esta experiencia, además de para atiborrarnos de mensajes y pantallas. Eso en lo que se refiere al ámbito individual.

 Como sociedad, deberían nuestros gobernantes hacer un verdadero examen de las lecciones que nos deja la pandemia, acompañado de una reflexión libre de condicionantes partidistas y de encuadres sectarios, que todo lo pervierten. Por ejemplo, sobre la necesidad, de sobra demostrada, de reorganizar la sanidad pública con un criterio más centralizado, que evite el caos de normas y el barullo de medidas y horarios que vuelven loco al ciudadano, fomentan la desigualdad y crean la sensación de que no hay nadie al timón marcando el rumbo. O por ejemplo, hacerse el propósito de una vez por todas de fomentar la investigación biomédica, invertir algo más que ese raquítico 0,5 % que ahora se le dedica. Se hace evidente lo que ya sabíamos: que solo la ciencia nos puede dar la solución, y nosotros apenas nos hemos preocupado de mimarla. La vida ya no puede ser la misma después de tanto dolor y tantas muertes. Hay muchas huellas que reparar y mucho que corregir. Si no, no habremos aprendido nada.