miércoles, 26 de junio de 2019

Violencia juvenil

La muerte de ese profesor de Cudillero durante unas fiestas en Oviedo, a causa de una brutal patada que le propinó un individuo de dieciocho años, ha conmovido a toda Asturias y nos deja a todos sin palabras que puedan, no ya justificar, sino comprender lo sucedido. David era un joven treintañero que se preparaba para examinarse de las oposiciones a maestro que tendrían lugar tres días después; luego pasaría el verano en un campamento como monitor de natación. Volvía a su casa esa noche tras disfrutar de la fiesta de un barrio de Oviedo cuando tres individuos se acercaron y uno de ellos le dio una patada que le tiró al suelo, causándole un golpe que le produjo un coma del que no se pudo recuperar; murió una semana después. Estupor, pena, rabia contenida y la pregunta eterna del por qué. Por qué acabar con la vida de alguien a quien ni siquiera se conoce. Qué mirada, qué palabras o qué gesto pudieron desencadenar una reacción tan bestial. La justicia decidirá el grado de intencionalidad de hacer daño, pero es evidente el afán de violencia y la presencia de la maldad en los hechos.
Casi al mismo tiempo el Tribunal Supremo ponía fin a un largo y polémico proceso judicial y condenaba a quince años de prisión a los componentes de una manada de energúmenos por abuso y violación de una chica durante otras fiestas. El caso fue actualidad en toda España y tuvo una exégesis digna de las más arduas cuestiones y sujetos de discusión, a juzgar por las controversias que despertó en diversos sectores y, por supuesto, en los medios, pero en definitiva es, como el anterior y como todos los crímenes, una manifestación de la maldad a la que puede llegar el hombre cuando se aflojan los lazos morales que la sujetan.
La violencia es una constante en la vida humana desde el primer hombre que tuvo conciencia de tener un semejante a su lado. En la crónica negra de todas las sociedades de todos los tiempos se repiten los mismos hechos con parecidas motivaciones, aunque la gama de variantes fue ampliándose al ritmo de las transformaciones sociales. La de hoy resulta especialmente inaceptable porque vivimos un tiempo decantado por siglos de avances del pensamiento y de evolución de los conceptos morales que sostienen las relaciones entre los miembros de una sociedad. Algo falla cuando nuestros jóvenes se comportan como si toda esa evolución hubiera pasado a su alrededor sin afectarles a ellos, de modo que no hubiera ninguna barrera que pudiera contener sus instintos más primarios frente al débil, a la presa apetitosa, al diferente, al indefenso o simplemente a una ocasión de estúpida diversión a costa del sufrimiento ajeno. Algo falla en el modelo que estamos aplicando para su formación, o quizá en su propio interior, cuando las causas son tan variadas: sentimiento de exclusión social, sublimación de la fuerza como elemento de poder, ausencia de valores, carencia de sentimientos y de convicciones éticas. Por suerte son una pequeña parte de nuestra juventud, aunque parecen muchos por lo grave de sus acciones y por el eco que encuentran en algunos medios, que parecen ver en ellos un buen aliado de los índices de audiencia.

miércoles, 19 de junio de 2019

Asturias, nueva etapa

La circunstancia de un cambio en el más alto sillón de nuestro gobierno puede ser un momento propicio para tender una mirada a nuestra comunidad y hacer una serena reflexión en torno al momento y a nosotros mismos. Si siempre esto es bueno en el plano individual, quizá lo sea aún más en el colectivo, porque las causas son más complejas y requieren un análisis más riguroso. Una sociedad inteligente, que a la vez sea sincera y que tenga valor suficiente para renunciar a la engañosa apariencia de que la vida sigue alegre y confiada, aprovechará ese momento para iniciar un autoexamen, sin punto de partida previo alguno ni límite de llegada, buscando tan solo las causas, por sesgadas y lejanas que parezcan, porque sabe que estas causas se hallan en su propio seno y no en otro.
En los momentos actuales de nuestra región, cuando una negra sombra en torno al presente inmediato, aunque tenga algo de irracional, parece invadirlo todo, cuando la ilusión por el futuro está dejando su sitio a la preocupación por la mera supervivencia, cuando apenas parece haber más horizonte para nuestros jóvenes que la búsqueda de nuevos aires y para los que no lo son tanto la mano amiga del presupuesto público, cuando un ciclo productivo parece acercarse definitivamente a su fin, cuando nuestros pueblos y aldeas se despueblan y ni siquiera tenemos asegurado el relevo generacional, sería bueno participar en una reflexión colectiva sobre nosotros mismos, sobre lo que somos, tenemos y podemos, con palabra serena y el ánimo abierto a cualquier conclusión. Por supuesto, lejos de cualquier apriorismo partidista. Ahora que tenemos nuevos alcaldes y un nuevo gobierno es un buen momento para recordarles que de su capacidad y trabajo depende más que nunca el futuro de nuestra región. Es la hora de los técnicos imaginativos y de los políticos valientes, que encuentren y den forma material a las soluciones, que, por supuesto, las hay. Descubrir las potencialidades de una tierra aún joven, relativamente poco exprimida y razonablemente bien conservada en sus aspectos básicos, parece ser ahora el reto inmediato. Buscar caminos de apertura a un tiempo nuevo y no caer en empeños improductivos y sin sentido, como la oficialidad del bable o absurdas incursiones por los terrenos de la falsa modernidad.
Pero tal vez todo dependa de una acción interna, previa e indispensable para fecundar las voluntades: la reforma de nuestra conciencia social. Un impulso regeneracionista común, que empequeñezca hasta reducirlas a la nada las fatuas ruindades particulares, los politiqueos de alcoba y los dogmas de patio de vecindad. Un basta ya de cubrir nuestras debilidades con el argumento de que las otras comunidades, el resto de España, tiene una deuda permanente con nosotros. Un propósito de mirar hacia objetivos de altura sin ceder a la tentación de nacionalismos falsos y absurdos, que no conducen más que al espíritu de tribu y, por tanto, a la castración de nuestras mejores posibilidades. Al fin y al cabo, con sombras y claros, esta es nuestra tierra, y su camino nuestro camino, salvo que en nuestra aventura personal se encuentre el buscar nuevos sentimientos.

miércoles, 12 de junio de 2019

Días de tregua

Junio es tiempo de fin de curso y ansias de verano. Hasta la actualidad parece cansada y se remansa para tomarse un respiro después de unos meses agitados por los vientos políticos de la primavera que, no se sabe por qué, siempre soplan con ansias de trascendencia. Luego, en otoño, volverán a las andadas, pero ahora la efervescencia política ha dejado paso a una cierta calma; debe de ser el propio cansancio de las palabras.
La noticia trágica nos llega de Holanda, el país de la continua sorpresa progresista, y nos habla de esa chica de diecisiete años que, harta de la vida, decidió acabar con ella, y el Estado holandés la ayudó en su empeño. Padecía un dolor psicológico insoportable, derivado de abusos sexuales que sufrió, según alegó, y le cumplieron el gusto. Qué desesperación, qué profunda oscuridad la envolvería para que nadie fuera capaz de aliviarla y mostrarle un resquicio de esperanza; solo el camino de ida. Uno no está capacitado para considerar en su totalidad la complejidad de aspectos éticos, legales y sociológicos del caso, y mucho menos para juzgar a los demás, pero da que pensar que una sociedad civilizada no sea capaz de encontrar un alivio al dolor psicológico de una adolescente antes de autorizar a que la maten. Y aún más allá, y al margen de la lógica compasión por esa vida arrancada, nos ofrece una invitación a lanzar otra mirada interrogante sobre el eterno misterio de la muerte a través de una pregunta hecha desde el lado opuesto: ¿De quién es la vida? ¿Puede un Estado considerarla suya y quitársela a quien se lo pida? Y otra: ¿Es posible que esa niña de diecisiete años no tuviera posibilidad de salvación? A veces produce vértigo pensar qué clase de mundo estamos preparando, en nombre de no sé qué solemnes apelaciones al progreso, a los que vienen detrás de nosotros.
Aquí, en el ámbito doméstico, calmadas ya las marejadas electorales, lo que está ahora en ebullición más o menos silenciosa es el vaivén de ofertas y contraofertas de los partidos con vistas a conseguir las mayores cuotas posibles de poder en los tres niveles de nuestro sistema político. Más o menos lo de siempre. El caso es que no se está mal con el Gobierno en funciones. No se sacan nuevas leyes, no se producen destrozos ministeriales, no nos despertamos con sobresaltos ni con nuevas prohibiciones, no se llevan a la práctica ocurrencias y el país sigue funcionando en su día a día sin mirar a babor ni estribor, indiferente a que en el puente de mando solo se hagan labores de mantenimiento. A veces no nos damos cuenta de la solidez estructural de esta vieja nación, hecha de mil experiencias, ni de la fortaleza de su sociedad.
En fin, que se nos ha ido Ibáñez Serrador, el hombre que mejor supo hacer cumplir a la televisión su noble misión de entretener. Toda una generación confió sus mejores momentos de cada noche ante el televisor a su ingenio, y a todos ofreció la posibilidad de elegir según sus preferencias: el humor, la diversión, el miedo, la información, el misterio. Desde luego, era otra época televisiva.

miércoles, 5 de junio de 2019

En la red

La mujer no debió de ver más horizonte que una negrura existencial de imposible salida y no fue capaz de seguir viviendo así. Eran demasiadas miradas morbosas, demasiadas sonrisas de doble intención, demasiada opresión en el alma ante una vorágine de efectos que no podía ni comprender ni asimilar. Varios años ya desde aquel maldito día en que decidió grabar y enviar a alguien aquellas imágenes que ahora estaban en el móvil de todos sus compañeros. No podía resistir más; ni la traición, ni la deslealtad, ni las miradas socarronas a su alrededor, ni los murmullos disimulados, ni los silencios que querían parecer bienintencionados. Y se ahorcó. Ni su bebé de nueve meses ni su otro niño de cuatro años fueron fuerza suficiente para retenerla en un mundo que se le había vuelto hostil. No hizo lo que aquella otra mujer que, en un caso similar, aprovechó la situación para hacer suyo el cuarto de hora de éxito que la vida da a cada uno y logró incorporarse al mundo del famoseo televisivo, allí donde el motivo de la popularidad no cuenta nada, hasta que la cadena del cotilleo, después de exprimirla, la mandó al olvido. Lo que en una fue bochorno, pundonor y sonrojo, en la otra fue desvergüenza, oportunismo y aprovechamiento comercial.
La revolución tecnológica en las comunicaciones es tan rotunda y llegó tan de repente que parece que no nos hemos adaptado aún a las nuevas reglas que impone ni somos conscientes de sus consecuencias. Atrapan en sus redes a una serie de víctimas que poco pueden hacer para librarse: a los incautos, a los excesivamente confiados, a los de escaso alcance mental, a los que tienen el corazón como único rector de sus impulsos. Allí quedan debatiéndose entre los hilos hasta que los depredadores se cansen de verlos y vayan en busca de otras presas. El prometido paraíso de libertad se ha convertido en el mayor ámbito de linchamiento y ausencia de comprensión hacia el débil, y todo ello de forma irreversible. Siempre se ha dicho que hay tres cosas que jamás se pueden volver atrás: la palabra dicha, la piedra tirada y el tiempo perdido; ahora cabe añadir lo que se cuelga en internet. Porque, además, su poder es invencible por su inmediatez y su inmensa capacidad de penetración. La Dolores se vio en coplas que recorrieron España, pregón de infamia de una mujer; las de ahora se ven a todo color en una pantalla que se lleva en el bolsillo, en cualquier lugar del mundo y todas las veces que se quiera. Hoy no son las gentes de mala lengua las que insinúan; son imágenes incontestables que, para más dolor, salieron de uno mismo.
No conozco el vídeo de esa mujer, pero puedo imaginar que quizá lo hizo con algo más que un simple impulso ocasional en el que solo habitaban los instintos más primitivos. Regalar la intimidad a otro es un acto de entrega confiada que incluye algún componente de afecto y puede que de cariño. Luego la vida se le hizo imposible y tomó otra decisión equivocada, pero digna de comprensión y empatía, disculpable en el marco de la debilidad humana. Bastante más merecedora de respeto que la de esos miserables que recibieron el vídeo y, en vez de correr un velo sobre él, lo reenviaron a otros.