miércoles, 25 de noviembre de 2020

Otra ley fallida

Ya es una tradición consolidada que todos los ministros de Educación se esfuercen en dejar su huella para la posteridad perpetrando una nueva ley educativa nada más sentarse en su despacho. Cuántas van ya, siete u ocho, creo, formando una ensalada de nombres que más bien suenan a trabalenguas. Se emplearon tantas siglas que va a resultar difícil encontrar algunas libres para denominar la próxima. Eso sí, todas efímeras, tanto como la mano que las firmó. Y a la vez, otro revoltijo de siglas para dar nombre a lo que los chicos estudian y así volver locos a los padres: EGB, BUP, COU, ESO, EBAU. Todo para denominar lo que en definitiva son unos años de enseñanza primaria y otros de secundaria. Ahora llega usted, señora Celaá, a imponernos otra nueva ley, con el visto bueno de su jefe, supongo, aunque no con el de la sociedad, porque la ha sacado adelante sin consenso alguno y por un solo voto. 

Pues esa sociedad a la que va dirigida, no los políticos profesionales, que esos aprueban lo que les manden, ha calificado la tal ley con una dureza que haría repensar su contenido a cualquiera, incluso a un ministro. Profesores, padres, pedagogos, intelectuales, asociaciones, colegios, gentes nada sospechosas de sectarismo, incluso dentro de su misma onda, la han calificado de disparate, idiotez, canallada, dislate, despropósito; han dicho que es una ley partidista, ideológica, regresiva, inaceptable, absurda. Todo eso se ha escrito como recibimiento a su engendro. Hubo quien encontró algún aspecto de su lado bueno y también lo dejó escrito: al que no le guste esta ley que no se agobie; no durará.

La cuestión, ministra, es que esta ley, a diferencia de casi todas las de antes, no afecta tanto a la normativa propiamente académica, que eso sería fácilmente comprensible y seguramente asumible, como a aspectos más abstractos y menos tangibles, pero infinitamente más importantes. Afecta, por ejemplo, a la cohesión nacional, al derecho de los padres sobre sus hijos, a la igualdad de conocimientos y, sobre todo, a la libertad de elección y de pensamiento, una cuestión propia de alguien que afirma que los niños no pertenecen a sus padres. 

Realmente poco puede salvarse. ¿Alguien en su sano juicio puede justificar que el español deje de ser lengua vehicular en España? Acabar con la enseñanza especial y la concertada; pues no le debió de ir tan mal a usted estudiar en un colegio privado cuando mandó a sus hijas al mismo. Pasar de curso con suspensos; o sea, motivar al alumno diciéndole que estudie o no el resultado va a ser el mismo. Nuestros alumnos no se agotarán por el esfuerzo, pero eso sí, saldrán diplomados en burrología. Total, para llegar a ministro no hace falta gran cosa. Hay ministras de Educación que creen que lo de Fierabrás era un arte.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Mal y en el peor momento

Este Gobierno tiene el extraño don de crearnos un sobresalto diario y de no importarle que se acumulen. Debe de tener un alto concepto de nuestras reservas de indiferencia o acaso cree que su capacidad de convicción y de captación de nuestras mentes es tan poderosa que tienen luz verde para cualquier ocurrencia. Desde luego lo que no tienen es el don de la oportunidad. Nunca nos hemos encontrado con una situación colectiva como la que estamos viviendo y nunca nos hemos visto tan desorientados ni tan angustiados como en este ya largo tiempo. Los mayores con miedo, los comerciantes arruinándose, los ciudadanos cansados por tanto tiempo de restricciones y confinamientos, la sociedad encogida por la incertidumbre del mañana y miles de familias llorando a los que se han ido sin poder despedirse. Miramos hacia todas partes y nos vemos a nosotros mismos inermes ante una amenaza que nos ataca en lo más vulnerable y no encontramos una palabra segura que pueda servirnos de asidero. 

En este ambiente de impotencia y resignada tristeza, nuestro Gobierno nos echa encima unas cuantas decisiones de las suyas, seguramente para infundirnos optimismo. Por ejemplo, el desprecio al español que, para satisfacción de sus socios, dejará de ser lengua vehicular en la enseñanza. Algo impensable en cualquier otro país. ¿Algún gobierno de Francia, pongo por caso, permitiría que los niños franceses no pudieran estudiar en francés? Pregunta absurda. A la vez se nos corta la libertad de elección de centro, se elimina el esfuerzo permitiendo pasar de curso con suspensos, se nos amenaza con una nueva ley que controle la información y, como remate, se pactan las cuentas del Estado con los herederos de los terroristas, a pesar de tantas promesas enfáticas. El presidente lo había afirmado en todos los tonos y circunstancias; ahí están los archivos mediáticos: se lo diré las veces que quiera, no pactaremos con Bildu, y el eco fue repetido con el mismo tono categórico por sus acólitos y acólitas como la voz de su amo. ¿Qué dirán ahora? Nada, porque de su lista de valores ya ha desaparecido el de la palabra dada. Ya sabíamos que las promesas de los políticos tienen la misma credibilidad que las de un niño cuando quiere un helado, pero es que estos de ahora lo han llevado al extremo. 
Una sociedad con las señales de alerta debilitadas por las circunstancias y con los mecanismos de autodefensa centrados en la pandemia, es presa fácil de todos los manejos, pero es indigno aprovecharse de ello. Una sociedad así necesita proyectos y noticias esperanzadoras, no más decisiones desasosegantes que no van a solucionarnos nada.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Adiós, señor Trump

Hay que ver cómo se resiste a convencerse de que no le quieren tanto como creía. Realmente debió de ser muy amargo para usted, rey absoluto de cualquier espacio que ocupe y centro absoluto de cualquier universo en que se encuentre, verse con la sorpresa de que no eran tantos los fieles que le seguían, o al menos no los suficientes. Y más viendo que le ha ganado un rival que era el candidato más viejo de la historia del país y que, con usted enfrente, batió el récord de votos a favor de todas las elecciones. Alguien sin especial carisma, que tiene todas las trazas de ser un presidente de transición. 

El tiempo nos dirá si ha sido usted un buen o mal presidente. Con su imagen de tipo extravagante, incoherente, atrabiliario e impulsivo, con su actitud engreída y su fama de mentiroso (de eso también sabemos algo por aquí), ha sido un ejemplo de un mandato con nubes y claros muy acusados, de seguidores fanáticos hasta la veneración y de detractores que no le pueden ni ver. Lo cierto es que ha bajado el desempleo y mejorado la economía y que ha sido uno de los pocos presidentes de su país que no anduvo metido en guerra alguna; no sé cómo se las arregló, pero hasta logró que el bravucón coreano se callara y dejara de soltar sus baladronadas. Pero, al menos desde fuera, da la impresión de que ha agitado usted aguas muy profundas en su país, más o menos como ha hecho aquí el nuestro. Ya sé que eso es algo común a todos los malos políticos, pero en usted se nota demasiado su obsesión por el poder como un fin en sí mismo y no como un medio para fortalecer la concordia social. También aquí sabemos algo de eso. Mire, eso es lo que el ciudadano de bien no perdona. Que desde el poder se trate de dividir a la sociedad creando bandos ideológicos que enfrenten y crispen a las gentes solo para imponer sus propias ideas es uno de los mayores daños que se puede hacer a un pueblo. 

Yo no sé qué representará usted en la historia de su país. Quizá el reflejo de una época aciaga para la política en su acepción más noble, una época en que coincidió una generación de gobernantes mediocres y con modos de acción basados en la mentira sistemática, la traición a las propias ideas, el populismo más descarado. O acaso la confirmación de que el noble arte de la política va a emprender caminos en los que pierda la grandeza de sus fines y se quede tan solo con la miseria de sus modos. Lo más deprimente, señor Trump, debe de ser esa sensación generalizada de que el mundo va a ser un poco mejor sin usted.

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Faltan buenas noticias

 Comenzar el día interesándose por la actualidad es cosa para espíritus templados que sean resistentes al sabor amargo y a la tendencia depresiva. Todo es una cascada de desgracias y de noticias negativas que quitan las ganas de salir a enfrentarse con el día. Mire usted por ejemplo cualquier telediario y cuente las noticias que no hablan de hechos negativos; como mucho puede que encuentre alguna que sea indiferente. Por lo visto nunca ocurre nada gratificante, nada que nos arranque un suspiro de alivio, por pequeño que sea. El mundo es así, ya lo sabemos, y quienes lo habitamos no digamos, pero también somos capaces de crear hermosas luces y de realizar actos admirables. ¿Es que no hay noticias positivas? ¿Es que hemos dejado de ser capaces de hacer algo bueno? ¿No ocurre nunca nada que levante los ánimos? Tal parece que existe un interés tácito en instalar en torno a nosotros un ambiente desmoralizador que nos convierta en zombis entregados a una irremediable desesperanza. 

No se trata de pintar el mundo de color rosa ni dar noticias falsas, ni siquiera intrascendentes, sino verdaderas y sin perder en ningún momento el rigor. Hay muchas cosas por las que merece la pena luchar y no estaría mal resaltarlas. En esta epidemia, por ejemplo, abundan los medios que cargan las tintas solamente sobre los aspectos más negros de las desgracia. Es evidente que se encuentra poco bueno donde poner los ojos, pero hay enfermos que se curan y perspectivas positivas en cuanto a avances médicos y hasta algún que otro acierto por parte de nuestros gobernantes, pero casi todo eso suele ocupar un lugar secundario en la información, si es que ocupa alguno. Y a veces se dan buscando el efecto más sombrío; en una carrera entre dos no es lo mismo un titular que diga que el ganador llegó el primero que otro que diga que fue penúltimo. 

Ya se sabe que la guerra es más noticia que la paz. Lo malo se vende mejor y a más compradores; el pesimismo tiene más mercado y mucha más capacidad de contagio y, lo peor de todo, de influencia en el estado de ánimo social. Alguien ha calculado que un suceso negativo tiene el mismo efecto psicológico que cinco positivos. Debe de ser que está en nosotros la tendencia a buscar consuelo en la inhibición de la esperanza y del optimismo, como si solo en el fatalismo encontráramos todos los pretextos y las explicaciones. No hagamos mucho caso de la intensidad del mensaje. Aquí sí que conviene un moderado relativismo y una convicción contenida de que la realidad seguramente es mejor de lo que parece.