miércoles, 30 de marzo de 2022

Tiempo revuelto

Qué habremos hecho para que la mano que tira los dados que marcan nuestras vidas haya desatado sobre nosotros tal cúmulo de inquietudes a la vez. Es que llevamos un tiempo en que parece que las fuerzas negativas que habían estado adormecidas durante años se pusieron de acuerdo para volver todas juntas. Entre lo que nosotros mismos nos procuramos con nuestra característica insensatez humana y lo que nos regala la madre naturaleza, no tenemos un respiro. No nos ha dejado todavía el virus, que tanta muerte nos ha traído -y ya van tres años-, cuando nos llega otro de los jinetes malditos: la guerra con todo lo que la acompaña: los millones de refugiados, la destrucción generalizada, la catástrofe económica, el renacer de odios olvidados, las heridas que tardarán siglos en curarse.
Aquí en España parece más evidente la sensación de que en este momento todo se ha confabulado especialmente contra nosotros. Primero el volcán y la borrasca Filomena que, como la pandemia, nos vinieron sin buscarlos. Después, una crisis generalizada de esperanza y de aliento colectivo, como si de pronto se hubiera quebrado todo rasgo de confianza en nuestras posibilidades, y especialmente en los responsables de administrarlas y potenciarlas. Apenas hubo un sector que no enarbolara una pancarta en protesta por alguna causa. Salieron de repente todas las frustraciones largamente calladas y todas las reivindicaciones desatendidas, ampliadas ahora por los problemas generados por la guerra en Ucrania. Las huelgas, la subida de precios, las promesas incumplidas, la ausencia de perspectivas inmediatas y la desorientación evidente de quienes desde el poder deberían hallar soluciones, crearon un descontento social generalizado. Las calles fueron tomadas por sectores de toda clase sin ninguna connotación política, cada uno con sus problemas y sus desengaños, reclamando una solución: transportistas, agricultores y ganaderos, pescadores, cazadores, autónomos, la sanidad de atención primaria, las víctimas del terrorismo. Hasta el rey moro asoma su turbante, aprovechando la ocasión. Tantos fuegos a la vez que el Gobierno no sabe a dónde dirigir la manguera. Ni dirigirla ni manejarla. Y todo ante la inutilidad de los sindicatos, que parecen contemplar el espectáculo asomados al balcón con su cervecita en la mano.
Tiempos difíciles requieren mentes fuertes y lúcidas. Es ahí donde se pone a prueba la inteligencia y la altura política de los gobernantes. Demandan visiones de largo alcance y voluntades que sepan y quieran aunar esfuerzos, apartando a un lado los prejuicios que lo impiden. Justamente lo que ahora no hay aquí.

miércoles, 23 de marzo de 2022

Las otras víctimas de la guerra

Mientras convierte a las ciudades de Ucrania en un montón de ruinas y sus campos en cementerios, el gran amo contempla en un estadio de Moscú el espectáculo que ha organizado para que nadie dude de que su gran victoria es segura y, a la vez, como homenaje a sí mismo. Observa a su alrededor con su mirada fría e inexpresiva, habla sobre la necesidad de la operación militar, evitando la palabra guerra, y apenas deja asomar un breve sonrisa cuando recibe la ovación del estadio lleno de un público entregado. Fiesta patriótica, fervor de triunfo, orquestas, cantantes y hasta un grupo de coristas con mejor apariencia que resultado. Todo pensado para la exaltación del líder que aparece como libertador de un pueblo y que marca el glorioso futuro de la patria. Y sin embargo, seguramente muchos espectadores tuvieron la sensación de que escenarios como este, preparados para celebrar una victoria, suelen ser obra de alguien que comienza a sentirse perdido.
En los frentes ucranianos, entretanto, sus soldados viven cada hora entre la angustia del miedo y el frío de la intemperie, preguntándose qué hacen allí y cuándo acabará aquello que iba a ser una breve operación de pocos días. Son los actores olvidados del gran drama. Nadie piensa en ellos porque están en el bando de los agresores y porque sirven en el lado de los poderosos, pero sus cuerpos, en muchos casos poco más que adolescentes, se encogen de temor ante cada explosión y sufren y mueren exactamente igual que los que tienen enfrente. Sólo que ellos no mueren por defender a su tierra ni a su patria. Mueren por algo inconcreto, imposible de visualizar ni de representar, por algo recogido en un conjunto de ideas ambiguas y lejanas, mezcladas entre sí y envueltas en un lenguaje lleno de palabras resonantes. Mueren por nada propio. Mueren en una tierra desconocida y hostil, sin saber a qué fueron allí, entre el odio de todos y sin que ninguna mano querida apriete la suya en el último adiós. Mueren sin que las crónicas dediquen ni un solo pensamiento a su sufrimiento, como si su muerte fuese un acto obligado de la justicia universal. Y en su casa los suyos llorarán su muerte con un dolor íntimo y callado, no vaya a ser que algún lamento incomode demasiado.
Son las otras víctimas de la guerra, las que no sacarán nada de su victoria y mucho de su derrota: la muerte o la prisión, que en su caso viene a ser lo mismo. "Si volvemos como canjeados, nuestros compatriotas nos fusilan, por vergüenza”, asegura uno de los prisioneros en Ucrania. Y todo sin saber para qué.

miércoles, 16 de marzo de 2022

Y la guerra continúa

La negra sombra de Stalin debe de estar dando saltos de satisfacción en el oscuro antro en que se encuentre al ver lo bien que sabe imitarle este heredero suyo que ocupa ahora el Kremlim. No podrá superarle porque los tiempos no están para eso y porque por algo su nombre se alza en lo más alto de la escala de la ignominia universal como el responsable del mayor número de muertes de toda la historia de la humanidad; por encima incluso de Hitler, que ya es decir. Pero cortapisas de carácter moral, desde luego, no serán las que se lo impidan. Cuando tantas prevenciones se levantan en toda Europa ante la posibilidad de rebrotes fascistas -prevenciones que por supuesto es necesario tener-, no estaría de más mirar con el rabillo del ojo a los que todavía ven en el estalinismo una época digna de resurrección, aunque sólo sea porque Stalin no fue un brote espontáneo, surgido de la nada, sino que se limitó a refinar una tradición histórica de gobernar mediante el terror, que ya vemos que puede volver de nuevo. El actual jerarca del Kremlin tiene el manual en casa, y el pueblo ruso la misma disposición de siempre. Viendo su pasado, puede comprobarse que en el debate entre la libertad y una fuerza atávica que le empuja a someterse a la servidumbre, sea al Estado o a un tirano, siempre gana esta última.
Las imágenes que llegan de Ucrania van más allá de la simple resolución bélica de un conflicto entre naciones. Clausewitz aquí quedaría mudo. La idea decimonónica de que la guerra no queda nunca reducida a una simple acción estratégica por cuanto en ella influyen de manera definitiva los valores morales, adquiere aquí una amarga confirmación en su sentido totalmente opuesto. Es la inmoralidad, la ausencia de referencias éticas lo que pesa decisivamente en aquellas llanuras infinitas de olor a trigo, donde ahora todo dolor es poco y donde la indignidad humana se lleva hasta el bombardeo de hospitales y guarderías.
Toda guerra hace tambalear convicciones que parecían firmemente ancladas en nuestra lista de principios, entre ellas precisamente la que expresa ese grito de no a la guerra, que nos deja ver la imposibilidad de tomarlo con carácter absoluto y la necesidad de encontrarle matices. Esta desde luego también, pero la unanimidad y la comprensión que todo el mundo libre ha mostrado al juzgarla la reviste de cierto carácter de legitimidad, como la lógica respuesta del débil ante el abuso de un vecino poderoso. El eterno debate teórico sobre el concepto de guerra justa tiene aquí un argumento dolorosamente real.

miércoles, 9 de marzo de 2022

La guerra que los rusos van a perder

Quiere uno ponerse en el lugar de cualquier ucraniano y le resulta imposible. Cuesta entender qué se puede sentir al ver que tu vida ha cambiado de repente y se ha roto en mil pedazos sin que nadie pueda encontrar alguna explicación. Que los edificios de tu barrio se desploman destrozados por las bombas; que las calles que andabas cada mañana están ocupadas ahora por tanques de un invasor que hace ostentación de su fuerza infinitamente superior; que tus hijos y todos los tuyos corren grave peligro y que es necesario que busquen refugio en otro país; que tu nación, la tierra donde naciste y a la que amas, es humillada y dominada a sangre y fuego y que quizá ya nunca la vuelvas a ver como era. En este espacio privilegiado en que nos ha tocado vivir, la memoria de una tragedia semejante se ha debilitado tras el paso de dos generaciones, de modo que la experiencia que podamos tener de ella es la que nos viene dada por la literatura y el cine, o acaso, de modo parcial e incompleto, por algún documental, pero siempre con una mirada ajena y lejana. En este caso no; en este caso sus víctimas nos son cercanas; vemos sus rostros llorosos, oímos sus lamentos, hacemos nuestra su angustia. Su tragedia está sucediendo en estos mismos momentos, ahí, en nuestro propio ámbito.
Es difícil imaginar qué pasa en el interior de ese hombre que ha tenido que dejar atrás todo lo que tiene y emprender un viaje inacabable para llevar a su mujer y a sus hijos a la frontera de un país desconocido y así ponerlos a salvo, para luego él dar la vuelta a su ciudad a luchar contra los invasores. Cómo será esa despedida entre la desolación de ellos ante un futuro lleno de incertidumbre en una tierra desconocida y la posibilidad suya de encontrar la muerte entre las bombas. En los andenes atiborrados y en las caravanas interminables, entre los abrazos y las lágrimas del adiós, se desvanecen las proclamas de igualdad que tanto se oyen por aquí. Cuando las circunstancias llevan los hechos a una situación extrema, vuelve a aparecer la lógica elemental que rige la naturaleza y caen por sí solos todos los aditamentos ideológicos artificiosos que intentan modificarla.
Van ya trece días de guerra y lo que se veía como un breve paseo triunfal por parte del gigante ruso se está convirtiendo en una pesadilla de la que no le va a ser fácil salir, al estilo de Afganistán o Vietnam. Y en todo caso puede que el gigante gane la guerra en el campo militar, pero ya la ha perdido claramente en el del aprecio y el afecto de los demás.

miércoles, 2 de marzo de 2022

A sangre y fuego

Qué será que siempre ha de haber alguien que se empeñe en querer ser el amo del mundo, alguien desprovisto de conciencia moral, sin más ley ni argumento que la fuerza de que disponga y con una ambición tan elevada que no le importe el terrible sufrimiento que cause con tal de cumplirla. Es este uno de esos casos de presencia continua en la Historia; puede decirse que cada época ha tenido su candidato a ocupar un puesto en esa lista de aspirantes a dominadores del mundo, y no es necesario dar ejemplos de todos sabidos. Ahora es un tipo de mirada gélida y hechuras paranoides, adicto al botox y al cultivo de sí mismo, Narciso contemplándose de continuo en las aguas de su cuidado remanso. Yo soy Putin, parece decirse incansablemente mirándose a los ojos. Cuentan de él que, por su formación en un ambiente criminal, no conoce más instrumentos que la mentira, la falsedad, la extorsión y el asesinato; desde luego, en su historial político hay un reguero de muertes extrañas, todas de personas relacionadas con él. La invasión de Ucrania viene a ser el colofón, al menos por el momento, de una trayectoria en la que si algo falta es cualquier escrúpulo a la hora de ejecutar sus propósitos.
Las imágenes de los tanques rusos avanzando por los campos y las calles de un país europeo forman parte de esa realidad que para nosotros ya solo vivía en la memoria y que jamás pensábamos que volveríamos a ver. Entrar a sangre y fuego en una nación vecina que estaba en paz y que no les había hecho nada, abusando de su mayor fuerza, humilla más a los invasores que a los invadidos. Aterran las escenas de las muertes en directo, del testimonio angustioso de gentes desesperadas que lo han perdido todo, de las riadas que  desfilan por las carreteras intentando escapar de su propia ciudad, y aterra quizá aún más la incertidumbre de lo que pueda pasar si se tienen cuenta las amenazas apocalípticas que lanza el tirano si no se sale con la suya. Cuánto dolor otra vez, después del holodomor, sobre la tierra de Ucrania, quizá el pueblo de Europa de historia más desdichada.
Quiere uno escribir sobre ello y siente que es una absoluta inutilidad. Todo está dicho ya. La guerra inspira sentimientos que nos llevan a lo más sombrío de nuestro interior: temor, compasión, dolor, y en los casos de que nos afecte de cerca, odio, rabia, venganza, pero todo eso lo sentimos cada uno dentro de nosotros plenamente y cada uno de forma particular, sin necesidad de que nadie nos lo describa. Son las imágenes las que nos hablan por sí mismas.