Qué habremos hecho para que la mano que tira los dados que marcan
nuestras vidas haya desatado sobre nosotros tal cúmulo de inquietudes a la vez.
Es que llevamos un tiempo en que parece que las fuerzas negativas que habían
estado adormecidas durante años se pusieron de acuerdo para volver todas juntas.
Entre lo que nosotros mismos nos procuramos con nuestra característica insensatez
humana y lo que nos regala la madre naturaleza, no tenemos un respiro. No nos
ha dejado todavía el virus, que tanta muerte nos ha traído -y ya van tres
años-, cuando nos llega otro de los jinetes malditos: la guerra con todo lo que
la acompaña: los millones de refugiados, la destrucción generalizada, la
catástrofe económica, el renacer de odios olvidados, las heridas que tardarán
siglos en curarse.
Aquí en España parece más evidente la sensación de que en este
momento todo se ha confabulado especialmente contra nosotros. Primero el volcán
y la borrasca Filomena que, como la pandemia, nos vinieron sin buscarlos.
Después, una crisis generalizada de esperanza y de aliento colectivo, como si
de pronto se hubiera quebrado todo rasgo de confianza en nuestras
posibilidades, y especialmente en los responsables de administrarlas y
potenciarlas. Apenas hubo un sector que no enarbolara una pancarta en protesta
por alguna causa. Salieron de repente todas las frustraciones largamente
calladas y todas las reivindicaciones desatendidas, ampliadas ahora por los
problemas generados por la guerra en Ucrania. Las huelgas, la subida de
precios, las promesas incumplidas, la ausencia de perspectivas inmediatas y la
desorientación evidente de quienes desde el poder deberían hallar soluciones,
crearon un descontento social generalizado. Las calles fueron tomadas por
sectores de toda clase sin ninguna connotación política, cada uno con sus
problemas y sus desengaños, reclamando una solución: transportistas,
agricultores y ganaderos, pescadores, cazadores, autónomos, la sanidad de
atención primaria, las víctimas del terrorismo. Hasta el rey moro asoma su
turbante, aprovechando la ocasión. Tantos fuegos a la vez que el Gobierno no
sabe a dónde dirigir la manguera. Ni dirigirla ni manejarla. Y todo ante la
inutilidad de los sindicatos, que parecen contemplar el espectáculo asomados al
balcón con su cervecita en la mano.
Tiempos difíciles requieren mentes fuertes y lúcidas. Es ahí donde
se pone a prueba la inteligencia y la altura política de los gobernantes. Demandan
visiones de largo alcance y voluntades que sepan y quieran aunar esfuerzos, apartando
a un lado los prejuicios que lo impiden. Justamente lo que ahora no hay aquí.