miércoles, 1 de diciembre de 2021

Don Justo

Tenía 96 años y una vida que había cundido como tres, las mismas que habría necesitado para concluir su obra. Recuerdo muy bien la primera vez que le vi y lo que escribí de él todavía bajo el impacto de lo que tenía delante y con la duda de saber si me hallaba ante un iluso obsesivo o ante un admirable caso de constancia y fe en sí mismo, pero en todo caso ante alguien especial. Don Justo Gallego era flaco como un suspiro y fuerte como las encinas de su tierra. Uno le veía trepar por los andamios que él mismo levantó como pudo y pensaba de dónde diablos exprimiría tal fuerza aquel cuerpo enjuto que podía, no sólo con la carga que llevaba, sino con el peso de sus muchos años. Quizá él no reparase en ello, pero cuando se es capaz de convertir la frustración en sujeto creador pocas cosas resultan inalcanzables. Don Justo había sido en su juventud monje cisterciense en Santa María de Huerta, hasta que un mal día contrajo la tuberculosis y el abad le indicó que aquel no era sitio para enfermos contagiosos y que la vocación sin duda era una llamada divina, pero que el riesgo aquel era muy humano y que... pues eso. Don Justo, enfermo y con la gran aspiración de su vida destrozada, decidió crearse otra, material, gigantesca, inhumana, una grandiosa oración que durase mientras viviera y que le sirviera para entregarse todo entero. Decidió construir él solo una catedral.

Aprovechando unos terrenos que heredó de sus padres en Mejorada del Campo, comenzó su obra, sin apoyos ni subvenciones y ante la crítica de algunos, la mirada burlona de muchos y la incredulidad de todos. Comenzó con lo que pudo, desde los más vulgares materiales de desecho hasta lo que le fue posible comprar con lo que le quedaba de patrimonio y con los donativos que visitantes admirados le daban. Naturalmente, los requisitos mundanos -licencia de obras, proyecto y demás- no merecieron la menor atención. Aterido de frío en invierno y agobiado por el sol en verano, a todas las horas del día y casi todas las de la noche, don Justo siguió levantando su catedral sin mirar hacia ningún lado, ni a las críticas ni a los elogios, que oía indiferente, ni a las autoridades religiosas o civiles, que en el mejor de los casos le ignoran.

Ahora, sesenta años después, Don Justo ha muerto sin poder ver rematada su catedral, aunque ya con forma bien definida, con su estilo ecléctico, mezcla de gótico y de lo que sea, su aspecto acastillado, su compleja distribución espacial, su variopinta mezcla de materiales y sus enormes proporciones. Un alcalde le dijo un día que, cuando la acabe, con la ley en la mano, no tendrá más remedio que derribársela. Don Justo le respondió: levantaré otra.


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