miércoles, 30 de diciembre de 2020

Por fin se va

A estas alturas del año parece obligatorio echar la vista atrás y hacer un balance de su comportamiento. Viene a ser una costumbre que nos permite examinar nuestra vida por capítulos y de paso llegar una vez más a la reflexión que nunca podemos evitar sobre la brevedad del tiempo. En ninguna otra fecha como en esta nos damos cuenta de cómo se nos escurre entre los dedos. No sentí resbalar, mudos, los años. Está visto que cada vez que queramos describir los efectos del tiempo lo mejor es acudir a Quevedo.

Se va 2020 y con él un trocito más de nuestras vidas y una página escrita ya para siempre. Bueno, pues que se vaya. Que se vaya este año que nos ha dejado tantas lágrimas, tantas ausencias y tantos temores. Desde un punto de vista colectivo, porque en lo personal no cabe afirmación alguna, este 2020, con su nombre simétrico y eufónico, no va a pasar con letras luminosas a las crónicas de nuestra historia, más bien al rincón más oscuro y donde solo habita el olvido. Es el año en que despertamos dolorosamente a una realidad que no conocíamos más que de oídas y que desde entonces nos tiene en vilo el corazón. Hemos descubierto hasta dónde puede llegar la profundidad de nuestra condición de seres vulnerables; hemos comprobado que no tenemos respuestas para todo y nos hemos confirmado en la idea de que solo la ciencia puede poner algo de orden en aquello que el azar descompone. Hemos vivido el miedo de cerca y la angustia de ver cómo se resquebrajaba la esperanza del bienestar del mañana al tambalearse los pilares económicos de nuestras ciudades. Y también, al mismo tiempo, hemos encontrado héroes que nos han descubierto el valor de la solidaridad y del sacrificio por los demás. Ha sido el año de los abrazos que no dimos y de las muestras de afecto aplazadas, pero, quizá por eso, el de ver cómo se avivaban sentimientos que nunca habíamos echado de menos porque los podíamos satisfacer con total libertad. Eso aprendimos, el valor de lo que teníamos sin darnos cuenta.

Y también el año en que parece iniciarse en nuestro país un desgarro de la conciencia nacional, al amparo de la debilidad de un gobierno dispuesto a conceder a sus indeseables socios todo lo que le pidan con tal de mantenerse en el poder, aunque sea a costa de abrir peligrosos frentes que nadie sabe a dónde nos pueden llevar.

Pues eso, que se vaya de una vez este año bisiesto de tan mala memoria y vamos a confiar en su sucesor, que puede que no tenga un nombre tan redondo, pero seguramente será más amable con nosotros.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Navidad inédita

Qué extraño se me hace hablar este año de la Navidad. Un tiempo en el que en el artículo que escribo cada año he de seleccionar palabras y conceptos porque desbordan su espacio, ahora se vuelve árido y seco, como uno de esos paisajes que siempre deslumbraron por su belleza y que ahora aparecen marchitos por alguna catástrofe. Y sin embargo, siguen ahí, con su fascinación escondida. Porque, a pesar de todas las circunstancias que la rodeen, por adversas que sean, y estas lo son, la Navidad es una fiesta bella y alegre, necesaria en sí misma, de modo que habría que inventar algo semejante si no existiera. Un tiempo que equilibra los desasosiegos y bajones de ánimo de otros momentos con su mensaje generador   de ilusiones y buenos propósitos, lleno de sugerencias y deseos de buena voluntad. Tanto para el creyente, que ve en el misterio del portal el alimento de su fe, como el que la vive como un simple festejo de convivencia social y familiar, en su nombre se expresan las aspiraciones, aunque sea en modo de simple evocación, a un tiempo lo más aproximado posible a la idea de felicidad. Cómo no vamos a necesitar eso. Aún oculta bajo una terrible cara de miedo y dolor, sentimos que no podemos prescindir de ella y que, con todas las dificultades que se nos impone, queremos notar su presencia en estos días.

Nada la identifica más que las palabras paz y felicidad puestas en todos los labios como un deseo universal. Bajo la forma de un amable cumplimiento social, son la expresión sincera de una aspiración que nos indica la necesidad que tenemos de ella. Del afán de sosiego que necesitamos en medio de tanta turbulencia artificiosa, que este año se añade a la que un caprichoso virus nos impone. Ojalá traiga paz interior a los políticos obsesionados por la pasión del poder, que no vacilan en poner en riesgo realidades sociales sólidamente asentadas, con tal de satisfacer sus ambiciones personales. A los de la crispación continua, a los de las declaraciones desestabilizadoras, que pretenden llevarnos a épocas y sistemas de otro tiempo, que fracasaron sin remedio. Que sean días de paz para sus inquietas mentes y sus agitadas aspiraciones.

En esta Navidad atípica, sin besos ni brindis, con el temor aleteando sobre los reencuentros y con el número de participantes tasado, seguramente adquirirá más valor su esencia eterna, hecha de recuerdos infantiles: músicas alegres, juegos, dulces, regalos, la burra que iba a Belén, correr a abrir la puerta a los abuelos y, al cabo de unos días, el milagro siempre renovado de la madrugada de Reyes. Por ello, y a pesar de todo, Feliz Navidad.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Cuando acabe la pandemia

 Mi amigo tiene las ideas claras; siempre las tuvo, pero parece que ahora, tras la experiencia semieremítica de la pandemia las tiene todavía más definidas. Está la mañana envuelta en una calima grisácea, desdibujada la línea del horizonte y con los sentidos preparados solo para percibir lo cercano. Quizá porque todo invita a la introspección o porque los deseos cuando se convierten en palabras parecen más próximos a su cumplimiento, mi amigo me habla de las primeras cosas que piensa hacer en cuanto acabe esta pesadilla. Veo que necesita decirlo, aunque no sea más que por establecer prioridades cuando llegue la liberación:

-Lo primero, buscar el abrazo de los míos. Abrazarnos sin limitaciones, valorar ese contacto físico que nos estuvo prohibido. Besar y tocar a los que quiero, sobre todo a los niños. Esta maldita epidemia nos está privando de los momentos más gratificantes que se pueden disfrutar a esas alturas de la vida: la relación con los nietos, sus risas, sus caricias, sus camelos. Momentos que son irrecuperables, porque en este punto el tiempo pasa deprisa y cuando uno quiere darse cuenta, ni ellos son ya los niños que se sentaban en las rodillas ni nosotros vemos el fin con la distancia de antes. Volver a poder reunirnos para comer juntos cuando queramos, celebrar los cumpleaños como siempre, poder despedir a los que se van.

Volver al café de media mañana, en la cafetería de siempre y con el periódico de siempre y decir sí a un amigo que me llame para salir a picar unas tapas. Me he dado cuenta de la fuerte dependencia que tenemos de las costumbres, cómo notamos no poder practicarlas y con qué intensidad las retomamos cuando vuelva a ser posible.

Ir al primer partido de fútbol que haya, a cualquier manifestación o a cualquier conferencia, no porque me interesen, porque raras veces lo hice cuando podía, sino por estar rodeado de humanidad, por sentirme miembro del rebaño, por palpar la presencia cercana de mis semejantes. Yo, que siempre me tuve por algo antisocial. Voy a tomarlo como una de las enseñanzas de este virus

Y viajar. Ir con quien quiera y por donde quiera sin cierres perimetrales ni controles ni toques de queda. Ir y encontrar todo abierto, dispuesto a acogerme, a darme un café o a ofrecerme un servicio. Desquitarme de tanta caminata circular y de tantas persianas bajadas.

Todo eso haré. Ya ves qué pocas pretensiones. Solo volver a lo mismo. Qué valor adquieren las cosas más insignificantes cuando se pierden; qué poca estima concedemos a lo que nos es dado de suyo; qué de enseñanzas podemos sacar de todo esto.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Una relectura

Están tristes los días, con las huellas de la borrasca invernal que los ha teñido de gris y de melancolía. Tristes por la borrasca política que algunos de nuestros gobernantes se esfuerzan en alentar con su empeño por destruir todo lo que nos hemos dado en su día con ilusión de primerizos y ha funcionado más que aceptablemente hasta que ellos llegaron. Tristes por la borrasca de la epidemia que no cesa, que nos angustia con su reguero de muertes, nos cambia los usos y las costumbres, nos trae nuevas preocupaciones por el mañana y nos recluye en nuestro ámbito como nuevos eremitas. Contra la primera nada podemos hacer, contra la segunda podemos acordarnos de ellos ante la urna en la próximas elecciones, y contra la tercera nos queda la esperanza de una pronta respuesta científica y, entretanto, la oportunidad de aprovechar el obligado retiro para ampliar el campo de nuestros gustos con nuevas experiencias culturales, o quizá recordando algunas ya vividas. Releer libros, volver a ver esa película que no entendimos en su día, explorar nuevos géneros musicales -acercarse por ejemplo a la zarzuela o la ópera-, profundizar en la obra de un artista. Seguro que la experiencia da frutos gratificantes. Si no podemos salir, al menos aprovechemos las posibilidades que nos ofrece el interior. 

He vuelto en este tiempo a visitar a algunos autores que siempre he apreciado, pero que tenía algo olvidados, como esos familiares a los que quieres pero que nunca encuentras momento para ir a ver. Estos días he estado releyendo a Larra y he comprobado que es una de las mejores cosas que uno puede recomendar para ocupar el ocio, si no fuera porque sabe que los ocios suelen ir en una dirección bien distinta. Larra es una de esas figuras que cualquier literatura quisiera tener y pocas tienen; una piedrecita metida en el zapato, bella como un diamante, pero que te recuerda su presencia cada vez que pisas. Larra es la pieza necesaria para cerrar una literatura de modo definitivo y convertirla en algo completo en sí mismo. Cuántas meditaciones literarias y sociales cabe hacer, a la vista de sus obras, dos siglos después de su muerte. Larra fue un hombre de agudeza inusual, casi excesiva para su tiempo, de tal modo que sus apreciaciones podrían alcanzar más efectividad en el siglo siguiente y en el nuestro que en el suyo propio. Y aun dejando a un lado algunos de sus tópicos más conocidos, el lector casi desea que esos artículos hubieran aparecido en la prensa de esta mañana, en lugar de hace casi doscientos años. En su lucha contra la mediocridad y la estupidez hoy habría tenido el mismo trabajo.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

El último exceso

Hay por ahí una fotografía, entre un millar de otras parecidas, que, vista sin palabras al pie, pondría el corazón del que la ve en el más alto extremo de la compasión por un semejante. Está tomada en una plaza de Buenos Aires. Son dos personas, una mayor y otra más joven, llorando desgarradamente y abrazándose con fuerza, como si quisieran fundirse en uno solo. El mayor muestra en el rostro una desesperación extrema: la cara levantada, la boca abierta; se adivina el grito que sale de su garganta; es la imagen de la desolación más absoluta. El más joven esconde su cara en el pecho del otro y solo deja ver unos ojos que traslucen el dolor de un drama sin consuelo posible. Los brazos de cada uno se aferran al otro como vasos comunicantes de una pena infinita. Se diría que la vida se ha acabado para ellos. 

No es el dolor nacido de una gran catástrofe colectiva ni de una matanza terrorista ni por alguna gran desgracia que esté acabando con la ciudad; es que ha muerto un jugador de fútbol. Se ha detenido su país como atenazado por la sorpresa, a pesar de que todo él llevaba ya mucho tiempo siendo la crónica de una muerte anunciada. Resulta difícil de entender tanta desmesura como no sea atendiendo tan solo a los rincones más complejos y ocultos del interior del ser humano, allí donde se esconden las emociones más primarias, esas que no tienen explicación racional ni lógica. Esas que se escapan a cualquier análisis, pero que nos sirven para dar salida a nuestra necesidad de escape pasional. 

No fue ni mucho menos el que más títulos consiguió, más bien fueron pocos, ni el que más goles marcó. Eso sí, fue autor de uno que todos vimos hasta el hartazgo y de otro que nunca debió serlo porque lo marcó con la mano. A este le llamaron el de la mano de Dios, al otro el gol del siglo. Luego, como entrenador fue un fracaso absoluto. Pero sobre todo fue un fracaso en su vida personal y un pésimo ejemplo para los niños y jóvenes. Si de Valle se dijo que era eximio escritor y extravagante ciudadano, de este cabría decir que fue un buen futbolista y un ciudadano impresentable. Y sin embargo fue venerado literalmente como un dios y ensalzado hasta el ridículo, como el de aquel locutor que, cuando el famoso gol, parecía romper el micrófono con sus gritos desaforados preguntándose de qué planeta había venido, llamándole barrilete cósmico y desgañitándose entre lágrimas. Y eso que era uruguayo. 

Pisó todos los lodazales y fue una triste víctima de su propia debilidad, pero uno cree que merece un recuerdo agradecido por lo feliz que hizo a los aficionados al fútbol y por la cuota de orgullo perdido que devolvió a sus compatriotas.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Otra ley fallida

Ya es una tradición consolidada que todos los ministros de Educación se esfuercen en dejar su huella para la posteridad perpetrando una nueva ley educativa nada más sentarse en su despacho. Cuántas van ya, siete u ocho, creo, formando una ensalada de nombres que más bien suenan a trabalenguas. Se emplearon tantas siglas que va a resultar difícil encontrar algunas libres para denominar la próxima. Eso sí, todas efímeras, tanto como la mano que las firmó. Y a la vez, otro revoltijo de siglas para dar nombre a lo que los chicos estudian y así volver locos a los padres: EGB, BUP, COU, ESO, EBAU. Todo para denominar lo que en definitiva son unos años de enseñanza primaria y otros de secundaria. Ahora llega usted, señora Celaá, a imponernos otra nueva ley, con el visto bueno de su jefe, supongo, aunque no con el de la sociedad, porque la ha sacado adelante sin consenso alguno y por un solo voto. 

Pues esa sociedad a la que va dirigida, no los políticos profesionales, que esos aprueban lo que les manden, ha calificado la tal ley con una dureza que haría repensar su contenido a cualquiera, incluso a un ministro. Profesores, padres, pedagogos, intelectuales, asociaciones, colegios, gentes nada sospechosas de sectarismo, incluso dentro de su misma onda, la han calificado de disparate, idiotez, canallada, dislate, despropósito; han dicho que es una ley partidista, ideológica, regresiva, inaceptable, absurda. Todo eso se ha escrito como recibimiento a su engendro. Hubo quien encontró algún aspecto de su lado bueno y también lo dejó escrito: al que no le guste esta ley que no se agobie; no durará.

La cuestión, ministra, es que esta ley, a diferencia de casi todas las de antes, no afecta tanto a la normativa propiamente académica, que eso sería fácilmente comprensible y seguramente asumible, como a aspectos más abstractos y menos tangibles, pero infinitamente más importantes. Afecta, por ejemplo, a la cohesión nacional, al derecho de los padres sobre sus hijos, a la igualdad de conocimientos y, sobre todo, a la libertad de elección y de pensamiento, una cuestión propia de alguien que afirma que los niños no pertenecen a sus padres. 

Realmente poco puede salvarse. ¿Alguien en su sano juicio puede justificar que el español deje de ser lengua vehicular en España? Acabar con la enseñanza especial y la concertada; pues no le debió de ir tan mal a usted estudiar en un colegio privado cuando mandó a sus hijas al mismo. Pasar de curso con suspensos; o sea, motivar al alumno diciéndole que estudie o no el resultado va a ser el mismo. Nuestros alumnos no se agotarán por el esfuerzo, pero eso sí, saldrán diplomados en burrología. Total, para llegar a ministro no hace falta gran cosa. Hay ministras de Educación que creen que lo de Fierabrás era un arte.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Mal y en el peor momento

Este Gobierno tiene el extraño don de crearnos un sobresalto diario y de no importarle que se acumulen. Debe de tener un alto concepto de nuestras reservas de indiferencia o acaso cree que su capacidad de convicción y de captación de nuestras mentes es tan poderosa que tienen luz verde para cualquier ocurrencia. Desde luego lo que no tienen es el don de la oportunidad. Nunca nos hemos encontrado con una situación colectiva como la que estamos viviendo y nunca nos hemos visto tan desorientados ni tan angustiados como en este ya largo tiempo. Los mayores con miedo, los comerciantes arruinándose, los ciudadanos cansados por tanto tiempo de restricciones y confinamientos, la sociedad encogida por la incertidumbre del mañana y miles de familias llorando a los que se han ido sin poder despedirse. Miramos hacia todas partes y nos vemos a nosotros mismos inermes ante una amenaza que nos ataca en lo más vulnerable y no encontramos una palabra segura que pueda servirnos de asidero. 

En este ambiente de impotencia y resignada tristeza, nuestro Gobierno nos echa encima unas cuantas decisiones de las suyas, seguramente para infundirnos optimismo. Por ejemplo, el desprecio al español que, para satisfacción de sus socios, dejará de ser lengua vehicular en la enseñanza. Algo impensable en cualquier otro país. ¿Algún gobierno de Francia, pongo por caso, permitiría que los niños franceses no pudieran estudiar en francés? Pregunta absurda. A la vez se nos corta la libertad de elección de centro, se elimina el esfuerzo permitiendo pasar de curso con suspensos, se nos amenaza con una nueva ley que controle la información y, como remate, se pactan las cuentas del Estado con los herederos de los terroristas, a pesar de tantas promesas enfáticas. El presidente lo había afirmado en todos los tonos y circunstancias; ahí están los archivos mediáticos: se lo diré las veces que quiera, no pactaremos con Bildu, y el eco fue repetido con el mismo tono categórico por sus acólitos y acólitas como la voz de su amo. ¿Qué dirán ahora? Nada, porque de su lista de valores ya ha desaparecido el de la palabra dada. Ya sabíamos que las promesas de los políticos tienen la misma credibilidad que las de un niño cuando quiere un helado, pero es que estos de ahora lo han llevado al extremo. 
Una sociedad con las señales de alerta debilitadas por las circunstancias y con los mecanismos de autodefensa centrados en la pandemia, es presa fácil de todos los manejos, pero es indigno aprovecharse de ello. Una sociedad así necesita proyectos y noticias esperanzadoras, no más decisiones desasosegantes que no van a solucionarnos nada.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Adiós, señor Trump

Hay que ver cómo se resiste a convencerse de que no le quieren tanto como creía. Realmente debió de ser muy amargo para usted, rey absoluto de cualquier espacio que ocupe y centro absoluto de cualquier universo en que se encuentre, verse con la sorpresa de que no eran tantos los fieles que le seguían, o al menos no los suficientes. Y más viendo que le ha ganado un rival que era el candidato más viejo de la historia del país y que, con usted enfrente, batió el récord de votos a favor de todas las elecciones. Alguien sin especial carisma, que tiene todas las trazas de ser un presidente de transición. 

El tiempo nos dirá si ha sido usted un buen o mal presidente. Con su imagen de tipo extravagante, incoherente, atrabiliario e impulsivo, con su actitud engreída y su fama de mentiroso (de eso también sabemos algo por aquí), ha sido un ejemplo de un mandato con nubes y claros muy acusados, de seguidores fanáticos hasta la veneración y de detractores que no le pueden ni ver. Lo cierto es que ha bajado el desempleo y mejorado la economía y que ha sido uno de los pocos presidentes de su país que no anduvo metido en guerra alguna; no sé cómo se las arregló, pero hasta logró que el bravucón coreano se callara y dejara de soltar sus baladronadas. Pero, al menos desde fuera, da la impresión de que ha agitado usted aguas muy profundas en su país, más o menos como ha hecho aquí el nuestro. Ya sé que eso es algo común a todos los malos políticos, pero en usted se nota demasiado su obsesión por el poder como un fin en sí mismo y no como un medio para fortalecer la concordia social. También aquí sabemos algo de eso. Mire, eso es lo que el ciudadano de bien no perdona. Que desde el poder se trate de dividir a la sociedad creando bandos ideológicos que enfrenten y crispen a las gentes solo para imponer sus propias ideas es uno de los mayores daños que se puede hacer a un pueblo. 

Yo no sé qué representará usted en la historia de su país. Quizá el reflejo de una época aciaga para la política en su acepción más noble, una época en que coincidió una generación de gobernantes mediocres y con modos de acción basados en la mentira sistemática, la traición a las propias ideas, el populismo más descarado. O acaso la confirmación de que el noble arte de la política va a emprender caminos en los que pierda la grandeza de sus fines y se quede tan solo con la miseria de sus modos. Lo más deprimente, señor Trump, debe de ser esa sensación generalizada de que el mundo va a ser un poco mejor sin usted.

miércoles, 4 de noviembre de 2020

Faltan buenas noticias

 Comenzar el día interesándose por la actualidad es cosa para espíritus templados que sean resistentes al sabor amargo y a la tendencia depresiva. Todo es una cascada de desgracias y de noticias negativas que quitan las ganas de salir a enfrentarse con el día. Mire usted por ejemplo cualquier telediario y cuente las noticias que no hablan de hechos negativos; como mucho puede que encuentre alguna que sea indiferente. Por lo visto nunca ocurre nada gratificante, nada que nos arranque un suspiro de alivio, por pequeño que sea. El mundo es así, ya lo sabemos, y quienes lo habitamos no digamos, pero también somos capaces de crear hermosas luces y de realizar actos admirables. ¿Es que no hay noticias positivas? ¿Es que hemos dejado de ser capaces de hacer algo bueno? ¿No ocurre nunca nada que levante los ánimos? Tal parece que existe un interés tácito en instalar en torno a nosotros un ambiente desmoralizador que nos convierta en zombis entregados a una irremediable desesperanza. 

No se trata de pintar el mundo de color rosa ni dar noticias falsas, ni siquiera intrascendentes, sino verdaderas y sin perder en ningún momento el rigor. Hay muchas cosas por las que merece la pena luchar y no estaría mal resaltarlas. En esta epidemia, por ejemplo, abundan los medios que cargan las tintas solamente sobre los aspectos más negros de las desgracia. Es evidente que se encuentra poco bueno donde poner los ojos, pero hay enfermos que se curan y perspectivas positivas en cuanto a avances médicos y hasta algún que otro acierto por parte de nuestros gobernantes, pero casi todo eso suele ocupar un lugar secundario en la información, si es que ocupa alguno. Y a veces se dan buscando el efecto más sombrío; en una carrera entre dos no es lo mismo un titular que diga que el ganador llegó el primero que otro que diga que fue penúltimo. 

Ya se sabe que la guerra es más noticia que la paz. Lo malo se vende mejor y a más compradores; el pesimismo tiene más mercado y mucha más capacidad de contagio y, lo peor de todo, de influencia en el estado de ánimo social. Alguien ha calculado que un suceso negativo tiene el mismo efecto psicológico que cinco positivos. Debe de ser que está en nosotros la tendencia a buscar consuelo en la inhibición de la esperanza y del optimismo, como si solo en el fatalismo encontráramos todos los pretextos y las explicaciones. No hagamos mucho caso de la intensidad del mensaje. Aquí sí que conviene un moderado relativismo y una convicción contenida de que la realidad seguramente es mejor de lo que parece.

miércoles, 28 de octubre de 2020

La persiana

Ahora sí que había llegado al final. Fueron muchos días de aperturas llenas de esperanza, que se frustraba a medida que avanzaba la mañana y apenas merecía la mirada de alguno de los escasos viandantes que pasaban ante su escaparate. Había dudado mucho, pero lo había decidido: esa tarde sería la última vez que bajaba la persiana. Nadie se fijó en sus ojos cuando cerró el candado ni en el rictus imperceptible de su cara cuando oyó el acostumbrado clic, que le había sonado esta vez con un tono de adiós definitivo. Dio unos pasos hacia atrás y se quedó un momento contemplando la fachada, tan ilusionadamente decorada en su día y en la que tanto empeño dejó en hacerla atractiva, y ahora cerrada ya a la vida de la calle, muda, derrotada, anunciando con su silencio el vacío que albergaría en su interior. Seguramente en pocos días los majaderos de turno la embadurnarían con pintadas absurdas. Una más entre tantas persianas pintarrajeadas y oxidadas que flanqueaban la calle como fantasmas inmóviles.

Dentro se quedaban días y meses de vacilaciones primero y de ilusiones después, para terminar en la firme confianza de que sería un proyecto triunfador. Y a partir de ahí, de esfuerzos continuos, de sopesar todos los aspectos, de noches de insomnio, de una agobiante lucha contra la burocracia, de búsqueda de recursos que completasen sus ahorros para dar forma al proyecto tal como lo había concebido en su mente. Sus padres le habían ayudado, pero todo parecía poco y tuvo que pedir un pequeño crédito, pero lo logró. Cuando por fin levantó por primera vez la persiana y se puso detrás del mostrador, los primeros clientes pudieron ver sus ojos humedecidos por la emoción. 

 Se resiste a irse. Trata de espantar los recuerdos, pero algo le hace quedarse allí esclavo de ellos. Se apoya en una pared de la acera de enfrente y mira una vez más la fachada. Sabe que no está solo. La calamidad no tiene preferencias ni entiende de esperanzas frustradas. A su amigo taxista, que había elegido trabajar por la noche para tener más ingresos, el toque de queda le ha dejado colgado, con una cuota mensual por el crédito que acababa de pedir al ICO para comprar otro coche. Está así todo el país, pero aquella es su fachada. El presidente está hablando una vez más en la televisión, pero no le oye; para qué. Está pensando en lo fácil que es bajar la persiana; lo difícil es subirla. Pero ¿por qué no ver un poco de esperanza? Todas las nubes, por oscuras que sean, terminan pasando y tras ellas siempre llega otra vez la claridad. Volverá a subirla.

miércoles, 21 de octubre de 2020

El panorama

Sentado en el sillón de su casa, con la mente limpia de resabios y abierta a cualquier aire, el ciudadano trata de contemplar desde fuera del terreno de juego el panorama que se despliega en el campo. Cuesta conseguir sentirse ajeno al espectáculo porque sabe que solo será ficción; es parte de él y sabe que sin árboles no hay bosque que ver, pero quiere contemplar la situación desde ese tercer estado que se sitúa en la equidistancia y en la libertad de pensamiento. Tiene por cierto que su opinión no cuenta para nadie, y menos aún para el gran sistema; que lo único que tiene a su alcance es depositar su papeleta cuando se lo pidan, y que incluso puede que su voto sea traicionado, porque su partido se alíe con otro totalmente opuesto a sus ideas y den lugar a un poder que ni por asomos habría elegido, pero así todo quiere tratar de entender algo. 

Pues desde esa "zona templada del espíritu", que permite ver por igual todas las esquinas del retablo, el ciudadano percibe un panorama confuso, agitado precisamente por quienes deberían hacer todo lo posible por tenerlo en calma, en el que no parece haber ni estrategia ni hoja de ruta prevista que nos lleve en buena dirección. Palos de ciego, mentiras y proposiciones absurdas que no importan a nadie y que solo parecen tener como objeto distraer nuestra atención de una gestión ineficaz y contradictoria. En medio de una pandemia que nos está matando y hundiendo nuestra economía y nuestra esperanza, el vicepresidente del Gobierno propone cambiar la forma política del Estado, se perpetra una nueva ley de Memoria Democrática y otra más de Educación rebajando la calidad, se crean conflictos con los jueces, se modifica a la baja el delito de sedición, se prepara un asalto fiscal y se priorizan cuestiones minoritarias, creando la idea de que cualquier grupúsculo, por radical que sea, puede conseguir lo que quiera mediante el chantaje de sus votos. En momentos de desolación no hacer mudanza siempre se tuvo por un buen consejo; pues si algo embarga este tiempo es desolación. 

Sí, sabe que su opinión no va a cambiar nada, incluso aunque fuera ampliamente compartida. La voluntad del que manda no se atiene más que a su propia conveniencia, que es la de mantenerse en el poder. No obstante, el ciudadano se pregunta a sí mismo: ¿cómo es posible que los políticos no parezcan darse cuenta de la zozobra que causan en la sociedad con su arrogante sectarismo? ¿Cómo se explica que cada día se las arreglen para crear un nuevo foco de discordia que nos inquieta y angustia? ¿Y cómo es que no ven dónde estamos y hacia dónde vamos?

miércoles, 14 de octubre de 2020

Vocabulario apócrifo

ABSURDO: Concepto al que acuden algunos para establecer las certezas de sus vidas, como los que creen que la Tierra es plana o los que hacen caso de lo que dicen los famosos.

ATAPUERCA: Patria añorada de algunos nacionalistas. 

CASCAYU: Nombre asturiano del juego de la rayuela. Aplícase ahora al paseo marítimo de Gijón. 

COCINA: Arte que trata de la preparación de los alimentos para ser ingeridos. Lo que no sabemos es cómo hemos podido vivir sin ella hasta que las televisiones nos la descubrieron. 

CORONAVIRUS: Ser invisible que nos está poniendo a todos un nudo en la garganta y dejando al descubierto, además de la vulnerabilidad de nuestra condición humana, la incompetencia de unos cuantos. 

ESPAÑOL: Segundo idioma de comunicación del mundo y uno de los más importantes de la historia, algo que se sabe en todas partes menos en las cavernas nacionalistas. 

ESTADO DE ALARMA: Fórmula legal establecida para remediar una situación desfavorable, que pierde su dignidad cuando se convierte en un instrumento político. 

MAJADERO: Dícese del individuo con el cerebro del tamaño de un pistacho, que solo tiene dos o tres neuronas activas; por ejemplo esos que andan embadurnando con sus pintadas paredes, bancos, monumentos y cualquier superficie que encuentren.

MASOQUISTA: Aplícase al que se complace en que le maltraten; por ejemplo a los espectadores asiduos de algunas cadenas de televisión. 

MINISTRO: Cargo gubernamental de gran prestigio en otros tiempos. 

PODEMOS: Tiempo de un verbo transitivo que, escrito así, sin complemento directo, tiene más de amenazante que de oferta acogedora. Vale más olvidar el sujeto. 

PP: Partido en la oposición que no parece encontrar el modo eficaz de hacer oposición. Los menos enterados creen que sus siglas significan Pedimos Perdón.

PSOE: Partido que poco a poco ha ido perdiendo sus siglas hasta conservar sólo la primera. Desde las últimas elecciones hay quien piensa que significan Pedro Sánchez Operación Engaño. 

VACUNA: Principal objeto de deseo de todo el mundo. Su obtención es lo único capaz de poner de acuerdo a todos los políticos. 

VIAJE: Ahora mismo, uno de los componentes de la lista de añoranzas.

miércoles, 7 de octubre de 2020

La memoria que vale

No sé muy bien por qué a veces se nos hace necesario echar mano de nuestros recuerdos y convertirlos en compañeros que nos reconforten. Sucede sobre todo en momentos como este, en que parece que todos los diablos se han conjurado para nublarnos el horizonte. Ahora, cuando aquellos que debían infundirnos confianza se dedican a hacer tambalearse las columnas que nos han sostenido en el tiempo más fecundo y próspero de nuestra historia reciente. No es nostalgia estéril ni siquiera añoranza de un pasado perdido para siempre. Es una necesidad de tener algo que nos pertenezca en exclusiva, inmune a toda injerencia ajena, como un reducto en el cual solo podemos penetrar nosotros y aquellos a los que queremos permitírselo. En el contraste entre la imagen guardada de ese tiempo ya vivido y la realidad del presente estriba una de las experiencias más gratificantes que tenemos a nuestro alcance, porque siempre está en nuestra mano la posibilidad de elegir a nuestro gusto el momento a evocar, incluso a sabiendas de que puede estar idealizado. 

La memoria individual tiene mucho de autodefensa. Miramos nuestro tiempo de ahora y tememos por lo que vemos en él, y como tampoco encontramos nada cierto en el que está por venir, nos agarramos firmemente a lo que tenemos seguro: nuestros recuerdos. En el fondo, lo que queremos es encontrarnos con que recordar no es más que volver a vivir de un modo más ordenado y más consciente aquello que se había vivido de una manera fugaz e irreal y casi siempre sin dejar sedimentar los sentimientos. Así se convierten en alimento que sostiene nuestras horas y reescribe las líneas escogidas de nuestra vida. Los recuerdos rehacen nuestra infancia, vuelven a hacernos presentes a quienes nos quisieron y a quienes quisimos, y recuperan lo que el tiempo se llevó menos los fracasos y los malos momentos, si queremos. Nos vamos llenando de recuerdos, muchas veces de modo inconsciente, y a medida que se va acortando nuestro tiempo, más grande se va haciendo el saco donde los guardamos. Es como un trasvase de sentimientos entre el presente y el pasado. Pueden pasar inadvertidos durante los días de vino y rosas, pero con los años se vuelven más poderosos y comprobamos que, cuando el mal nos cierra todas las salidas, nos sirven de consuelo. 

Podrán nuestros gobernantes imponernos leyes que se llamen de memoria histórica o democrática y dictarnos qué partes del pasado debemos echar al olvido o no, pero ese rincón de nuestra memoria donde guardamos lo que más queremos seguirá siendo la salvaguardia de nuestras emociones vividas.

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Reflexión en la epidemia

Dicen los que saben de eso que nuestro cuerpo está formado por unos cien billones de células, más o menos. No sé cómo han podido contarlas, pero eso afirman los científicos que, a diferencia de los políticos, no tienen ningún interés en mentirnos. O sea, que nuestro cuerpo no es más que un completo muestrario de especímenes celulares, eso sí, adecuadamente distribuidos. Aunque es evidente que las tales células no son idénticas en todos los cuerpos, al menos por fuera. Las mías, por ejemplo, tienen bastante peor presencia que las de Emma Watson, por ejemplo, y entre las de Pablo Iglesias y las de Monica Bellucci, pongo por caso, cualquiera puede notar también alguna que otra diferencia a simple vista. Se ve que en este reparto cada uno ha entrado en el sorteo sin haber elegido número y sin ningún derecho de reclamación. Lo cierto es que venimos a ser como un puzle de células bien dispuestas, en las se asientan no sólo todas nuestras funciones físicas, sino los códigos genéticos, las claves fenotípicas, los condicionantes de nuestro aspecto externo y hasta eso que siempre fue tenido como las potencias del alma, es decir, el entendimiento, la memoria y la voluntad, que tienen su sede por los vericuetos del cerebro. Los científicos creen, incluso, que en el interior de alguna escondida cadena de aminoácidos se encuentra impreso nuestro devenir y decidida nuestra trayectoria futura, tanto física como de conducta, con lo cual, hasta lo que siempre hemos llamado Destino, con mayúscula, termina reducido a unos nombres químicos. 

Estos tiempos de epidemia, cuando la muerte es noticia diaria, nos dan para meditar sobre todo esto. Por primera vez nuestra generación ve de cerca la evidencia de una realidad que creía superada y que hasta ahora solo conocía de oídas. Somos frágiles y estábamos dejando de ser conscientes de ello. Todo es una lucha continua por conseguir a toda costa el poder, el dinero o la fama, como si con ellos obtuviéramos el dominio del misterio que nos rodea. Ahora la desgracia nos está poniendo en el sitio que jamás creíamos ocupar. Somos una simple parte indivisible del gran conjunto químico universal. Ese que te mira cada mañana desde el espejo, que vive, lucha, piensa y duda, no es más que un complejo conjunto de células organizadas según un esquema determinado, cuyas claves vamos desvelando poco a poco. Puesto bajo el microscopio, todo va teniendo un nombre y una fórmula. ¿Y los sentimientos? ¿Y la búsqueda continua de la felicidad? ¿Y el gozo o el dolor de una emoción? Pues ahí nos quedamos. Vamos creer que solo en ellos reside la única razón de nuestra existencia.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Nuestra zarzuela

Entre tantos nubarrones que se ciernen sobre nosotros en este tiempo de zozobra, con el coronavirus que no cede, la amenaza de la crisis económica y los inquietantes planes del vicepresidente del moño, los ánimos tienden a buscar algún atisbo de belleza que les sirva de asidero y refugio. Siempre los hay, y cada uno encuentra los suyos a poco que los busque. Están a nuestro lado, a veces cubiertos por una capa de polvo bajo el brillo artificioso de modas extrañas, ocultando su inmensa riqueza a la espera de quien quiera disfrutarla. Un amigo me comentaba que estos días le han servido para descubrir la zarzuela. 

Incluso ahora, cuando el afán de modernidad nos lleva a unos sentimientos estéticos que nos resultan ajenos, pero que nos imponen como una norma, no es de extrañar ese atractivo que la zarzuela ha ejercido siempre sobre cualquiera que se acerque a ella. Muy pocas veces en la historia de la música se ha llegado tan hondo en el acercamiento a los estratos populares y a los sentimientos más naturales y sencillos de un pueblo como en nuestro género lírico; pocas veces los recursos musicales fueron puestos con tanta eficacia al servicio común como en el caso de nuestra querida y subvalorada zarzuela. Si en sus formas cabe cualquier expresión musical, desde las romanzas hasta los coros, los bailes o los momentos orquestales, en su contenido puede encontrarse un reflejo del devenir de la sociedad española desde hace doscientos años. Cualquier tipo social tiene aquí su imagen, algunas veces convertida incluso en arquetipo. Ahí está, por ejemplo, don Hilarión, esa insuperable figura del viejo que se niega a serlo y cree que en el dinero está toda solución, hasta que la realidad le pone en su sitio con toda crudeza. A veces se roza la cuestión política e incluso se satiriza la visión que de su poder tiene la autoridad, pero siempre dentro de un prodigio de gracia, majeza, brío, donaire e ingenio. Porque, entre los rasgos que definen la zarzuela, y que la diferencian conceptualmente de la ópera, está el del carácter positivo de sus personajes. Envueltos, casi siempre a su pesar, en los mil problemas cotidianos, de amor, de dinero, de ley, de trabajo, siempre tendrán presente el lado bueno de la vida y no dudarán ni por un instante de que todo alcanzará una solución. Lo negativo queda para la vida real. 

La zarzuela es nuestra gran música nacional, y una vez más -como en el caso de nuestro idioma, nuestros hechos históricos o nuestra visión de la vida- no parecemos ser del todo conscientes de lo que tenemos. Esa es quizá la gran asignatura pendiente del carácter español.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

La censura de ahora

 Seguir la actualidad, aunque sea al nivel tan elemental en que uno la sigue, da para encontrarse con sorpresas de todo tipo, con hechos y palabras difíciles de creer, con una gama variada de situaciones que van desde inquietantes a divertidas, y no digamos de personajes admirables al lado de otros que parecen salidos de un manual de cómo ser un perfecto estúpido. Es que el mundo es muy ancho y ahora en las redes cabe todo y los criterios a la hora de valorar las informaciones han desaparecido y tiene la misma repercusión la opinión de cualquier botarate analfabeto que la del que dedica su vida a la investigación y al estudio de un tema. Entre esa riada de noticias que nos llega continuamente queramos o no, podemos hacer nuestra propia clasificación: las perfectamente prescindibles, que son la mayoría; las importantes de verdad porque son las que nos van a afectar a nosotros, y las indiferentes, que ni nos van ni nos vienen, pero que reflejan sin querer un determinado aspecto de nuestro tiempo. Estas últimas puede uno tomarlas con humor o como un motivo para una reflexión sobre nuestra sociedad y la deriva que le imponen quienes manejan los botones de sus mandos. Es el caso de la que nos llega de Hollywood a cuenta de las delicadas y correctas conciencias de sus magnates. 

 Resulta que los que manejan todo ese inmenso guiñol de los Oscar han decidido que todas las películas que pretendan conseguirlo han de contar con su correspondiente cuota de minorías, no solo entre sus actores sino también entre los técnicos. Como mínimo un 30 por ciento han de ser negros, latinos, asiáticos, polinesios o de otras etnias poco representadas. También deberá tener ese porcentaje de mujeres, homosexuales o de personas "con capacidad diversa". No sé si los gordos, los calvos, los zurdos o los pensionistas protestarán por quedar fuera de tan afortunado cupo. Podrían, digo yo. Pues miren, ahora ya no nos será posible ir al cine con la certeza de ver una historia fiel a su origen, tal como salió de la mente que la creó; por más que lo intentemos, no podremos evitar ver las películas con la sensación de que han sido manipuladas, que una buena parte de los actores y los personajes están allí por cumplir la cuota y que todo es una inmensa falsedad dictada por los guardianes de la corrección política. 

Aquella vieja censura, con el señor de gafas y lápiz en mano acortando escotes femeninos y alargando las faldas casi inspira ternura al lado de estos nuevos calvinos que siempre tienen las hogueras preparadas. En este caso para hacer arder la libertad de creación.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

El adiós

El teléfono sonó cuando se disponía a entrar en el comedor del hotel donde había ido a tomarse unos breves días de vacaciones, las primeras en mucho tiempo. Una voz con tono profesional le preguntó si era el hijo de un paciente que había ingresado esa mañana en el hospital, y le dieron el nombre que figuraba en sus documentos. El maldito coronavirus. Por un momento se quedó aturdido. Su padre, rebosante de salud, animoso siempre, que jamás tuvo un dolor del que quejarse y que había entrado en los ochenta con la misma naturalidad con que había cruzado todas las décadas anteriores, estaba ahora en una cama de cuidados intensivos luchando con la muerte. Hizo la maleta a toda prisa, salió hacia el coche y arrancó a toda velocidad hacia su ciudad. 

Apenas veía los kilómetros, solo la necesidad de devorarlos cuanto antes. Y la imagen de su padre grabada en todo lo que miraba. Cuánto se lo había pensado antes de decidirse a tomar aquellos cinco días. Bien es verdad que los necesitaba después de un año lleno de complicaciones de todo tipo. Fue justamente él quien lo animó ante su resistencia a dejarle solo. No tenía que preocuparse; se las apañaría muy bien, vete y disfruta. Su padre, con su mirada serena y su enorme sabiduría de la vida, era el puerto en el que refugiarse siempre que algún nubarrón amenazaba el horizonte. Cuando murió su madre, fue él el que, tragándose su dolor, le sacó del profundo pozo en que cayó; él, que acababa de perder la mitad de sí mismo. Y luego, siempre discreto, optimista y positivo frente a todo, con el abrazo justo y el cariño contenido para no resultar empalagoso, pero siempre ahí, dispuesto a cualquier sacrificio por él. Y ahora podía irse sin un adiós. 

La carretera parecía no tener fin; solo los indicadores que señalaban la distancia daban fe de que efectivamente se iba acercando. Cuando al fin llegó al hospital, entró como una tromba y preguntó en recepción por la habitación de su padre. La enfermera le informó amablemente de que no eran posibles las visitas por el peligro de contagio. De nada sirvieron protestas ni súplicas, pero él vería a su padre aunque fuera lo ultimo que hiciese. Esa misma noche, aprovechando un cambio de turno, logró entrar en la habitación disfrazado de sanitario. Su padre yacía boca abajo, entre tubos y máquinas, agitándose levemente. Durante unos momentos se quedó mirándolo con los ojos humedecidos mientras se le acumulaban los recuerdos. Luego, lentamente, se acercó a su mejilla y durante un segundo le dio un beso que duró una eternidad. Dentro de unos días que fuera lo que quisiera.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

El tribunal de los necios

Este escenario pandémico en que vivimos ofrece también aspectos colaterales que, aunque nada tienen que ver con él ni por su origen ni por su materia, contribuyen a aumentar la confusión en que parece sumida nuestra época. Quizá el futuro, que todo lo decanta, pueda explicar en su día lo que ahora solo podemos ver como un tiempo de desconcierto, en el que las únicas referencias que priman son los sentimientos viscerales o los criterios interesados de quienes aspiran a sacar su propio provecho intentando obtener el dominio global de nuestras convicciones. La preocupación por la epidemia y sus terribles consecuencias se entremezcla con otras inquietudes generadas artificialmente, estériles en sus consecuencias, absurdas la mayoría de las veces y sin capacidad para interesar más que a sus fanáticos. Elementos traídos por los pelos, que parecen brotar de repente y con sospechosa unanimidad, sin un motivo que lo justifique, y que tratan de explicarse como un producto de la evolución del pensamiento o de las pautas morales que lleva consigo el paso del tiempo. 
Uno de estos elementos que anda por ahí ahora en primera línea es el revisionismo histórico. No se puede ser progre si no se tiene una opinión negativa de casi todo lo que hicieron los que nos precedieron. Los valores ya no permanecen en el tiempo; los justicieros del pasado tienen tan claro dónde está la virtud que deben condenar y condenan a las tinieblas exteriores a aquellos de nuestros antepasados que hayan hecho algo que no se ajuste a su criterio, el único que vale. Se han erigido en portavoces del veredicto de los siglos y ay de aquel que ose defenderlos. Tendrá que vérselas en el banquillo ante este tribunal de necios. 
Ese afán de ser jueces de hechos sucedidos en otros tiempos da lugar a un vendaval que esquiva la crítica serena y objetiva y arrasa el sentido común, desde gobernantes que dictaminan mediante una ley la memoria histórica que debemos conservar, hasta el desmadre de turbas vandálicas que embadurnan y derriban monumentos y recuerdos de personajes de los que apenas saben nada. A veces, incluso, haciendo gala de sus propias contradicciones. Un ejemplo: el Museo Británico, para "romper amarras con el colonialismo", ha eliminado de su entrada el busto de su fundador, el naturalista Hans Sloane, porque al parecer, en el siglo XVII tuvo alguna relación con el esclavismo. Precisamente este museo, que si eliminara todos los objetos que trajo de sus colonias dejaría vacías la mitad de las salas. Pueden comenzar por la piedra de Rosetta o por los mármoles que Elgin arrancó del Partenón.

miércoles, 26 de agosto de 2020

El verano de las cosas cercanas

Ahora que la pandemia nos obliga a fijarnos en lo cercano, encontramos un gratificante pretexto para descubrir lo que tenemos ahí al lado, callado y discreto, sumido en nuestro desdén por próximo, y acomplejado ante la oferta de caminos más lejanos y exóticos. Sin apenas cabida en los mapas ni en las guías, conformados con su humilde presencia y sin otra oferta que su simple autenticidad, muchos rincones esperan a que caigamos en la cuenta de que el verdadero descubrimiento no consiste en ir a nuevos sitios, sino en tener ojos nuevos. Uno se atreve a garantizar que el placer que puede encontrar, a poco que vaya con la mirada libre de prejuicios, no va a ser menor que el que tendría en los sitios que todo el mundo tiene en la mente. Están a nuestro alcance sin grandes esfuerzos, diseminados por toda España. Pueblecitos adormecidos en su pasado, que ofrecen la quietud de su tiempo sin horas y a veces sorprendentes testimonios de su historia; valles escondidos; ruinas sugerentes; dehesas de soledad y silencio; caminos que exigen andarlos a paso lento. El momento de plenitud puede aguardarnos en cualquiera de sus rincones, y sabremos que no será muy distinto del que hayamos podido sentir ante el monumento famoso, mil veces reproducido, entre una turba de gentes que solo buscan posar ante él. 
El caso es que el coronavirus nos ha hecho fijar como destino de nuestros viajes estivales pueblos y lugares del interior que antes pasaban desapercibidos en su mayor parte. La ancha, variada, sorprendente y hermosa geografía interior de nuestro país se ha vuelto este verano, en mayor medida que otros, objetivo preferente de muchos viajeros, que buscan en la España vacía el encanto de su vaciedad. No solo son los nombres conocidos y siempre concurridos, como la laguna Negra, La Alberca o Aínsa, por poner algún ejemplo, sino otros que pueden suponer un descubrimiento para muchos, como Brañosera, Granadilla o el valle de las Batuecas, por citar algunos. Quizá en algunos casos a su pesar, muchos de ellos se encontrarán con una vida nueva, eso sí, efímera, que nunca habían vivido. Aquí en Asturias también podemos comprobar el efecto de este verano atípico: un largo tiempo de espera para subir al mirador del Fito, filas indias en nuestras rutas de montaña y sendas de desfiladeros, sobre todo en el del Cares, saturación en los Lagos y en Muniellos. 
 Viajes hacia lo nuestro, en un buen porcentaje burlados a destinos más lejanos y mucho más renombrados, pero acaso sin más capacidad para dar satisfacción a los ánimos que estas miradas a lo propio, que suelen tener mucho de hallazgo.

miércoles, 19 de agosto de 2020

A pesar de todo


Este verano parece una estación de nueva traza, como si añadiéramos una quinta al año. Nos hemos quedado sin fiestas y espectáculos, sin reuniones, sin cañas ni cafés despreocupados, sin turistas, sin alegría y sin grandes motivos para una esperanza cercana, con la pena por lo que ha caído a nuestro alrededor y el temor a que caiga encima de nosotros. No hay semana grande, ni feria, ni toros, ni fuegos, ni noches de vino y rosas, ni escapadas domingueras a nuestro pueblo favorito, ni siquiera playas para tumbarse en libertad. El verano ha perdido sus símbolos; queda el sol y poco más. En su lugar han aparecido otros emblemas, como las mascarillas o los nuevos usos sociales. Queda también quizá algún viaje frustrado, acaso unas cuantas intenciones ilusionantes convertidas en humo y puede que alguna tristeza asentada en el alma. No, no es un verano como el que esperamos cada año; se ha saltado sus propias normas. 
No podemos evitar cierta desorientación ante esta nueva percepción obligada de una realidad que se nos presenta como desconocida. Nos ha cogido desprevenidos. Jamás antes habíamos vivido un momento tan fuera de la normalidad como este, y bien que podemos sentirnos afortunados por ello, pero el caso es que las sensaciones se acumulan como señales de una situación hasta ahora desconocida, tan solo intuida a través de testimonios y crónicas de tiempos pasados. Epidemia es una palabra que sale de lo más profundo de la Historia. Las nuestras son ciencia, bienestar, inmunidad, tan familiares que las hemos dado por inmutables y convertido en parte inherente de nuestra sociedad; nos es difícil concebir otro modo de vida sin ellas. Los que ahora andamos por aquí preocupados por el coronavirus hemos tenido la suerte de vivir el período de tiempo en paz más largo que jamás ha conocido la humanidad; siete décadas de progreso y desarrollo en todos los ámbitos como nunca se han vivido; setenta años en los que el escarmiento por los disparates cometidos, que produjeron tanto dolor y muerte, sacaron lo mejor de nosotros y nos hicieron ver que solo la unión y el esfuerzo por comprender al contrario pueden traernos una convivencia segura y en paz. Si revisamos la historia de Europa vemos que, en comparación con lo que han vivido las anteriores, somos una generación afortunada, a pesar de nuestras continuas quejas de niños caprichosos. No somos conscientes de que para dos tercios de la humanidad cada día es una aventura que no sabe cómo terminará. Así, sorprendidos, desorientados, exhibiendo en algunos casos lo más grave de nuestra ignorancia, nos ha encontrado la epidemia.

miércoles, 12 de agosto de 2020

La hora de las cigarras

La marcha del rey Juan Carlos ha despertado las ganas de opinar de muchos que hasta entonces parecían tener sus convicciones adormecidas o simplemente no planteadas. De pronto conocen todas las respuestas, las de las causas y las de las consecuencias. Todo son afirmaciones rotundas, especulaciones, suposiciones y opiniones de tertulia barata que hacen las delicias de las televisiones y de los medios en los que el rigor es menos importante que la audiencia. Una vez más se comprueba lo tornadizo de las promesas de fidelidad y la fragilidad de muchas memorias, dejando al descubierto la verdadera cara de muchos que la tenían oculta y la nueva que otros han estrenado en sustitución de la anterior. 
Politiquillos de tres al cuarto, unos porque se dicen independentistas y alguno porque le sale del moño, aprovechan el remolino para tratar de derribar todo lo que hemos construido; gentecilla que vivió y medró a sus anchas aprovechando el marco de libertades y progreso nacido de la Transición, personajillos de la política que jamás tendrán ni una mención en los libros de historia y que son enanos que se creen gigantes porque contemplan su sombra alargada, esculpen ahora a golpe de martillo, sin haberle siquiera escuchado, la sentencia condenatoria de quien es quizá la figura más decisiva de nuestra historia contemporánea. Ayuntamientos sectarios y vestidos de afán justiciero se apresuraron a dictar una damnatio memoriae y a suprimir su nombre de las vías públicas sin esperar siquiera a que hubiera una investigación. Causa sonrojo oír ahora declaraciones de quienes tienen tantas piedras que esconder, tantos pelotilleos que ocultar y tantos párrafos de hemeroteca que borrar. Asoman su cara los hipócritas que doblaban la espalda en las moquetas y los cobardes de a moro muerto gran lanzada, mientras resuena el silencio de otros cobardes: los que se beneficiaron de sus gestiones y del viento de popa que impulsó sus empresas gracias en buena parte a los contactos de su agenda. 
Si evadió impuestos que se las arregle con Hacienda o con los jueces, como hicieron todos los que defraudaron, que fueron muchos. De los juicios morales que se encargue el que no sepa diferenciar entre las debilidades de lo humano y la categoría de sus actos o que desprecie la proporción entre ambos. Viene bien recordar la fábula aquella de la cigarra que criticaba al buey, que acababa de arar un campo, que el último surco le hubiera salido algo torcido. Y la moraleja: es necio y envidioso "el que a tachar se atreve / en obras grandes un defecto leve". Precisamente la cigarra, el animal más inútil del campo.

miércoles, 5 de agosto de 2020

Alejados de la realidad

Nunca hemos conocido un mes de agosto que se presente con tan mala cara. El maldito coronavirus, claro, con todo lo que arrastra, pero también la desorientación de un Gobierno que parece no saber a qué flanco atender entre los muchos que tiene delante. Con la economía cayendo hacia el índice más bajo de todos los registros que conocemos, con el turismo extranjero prácticamente desaparecido, con la pobreza social asomando su terrible cara, con la incertidumbre de cómo afrontar el otoño y el ya cercano curso escolar, con la política interior agitada por los populistas y los desleales de siempre, cómo se echa de menos un puente de mando que transmita confianza, prudencia, visión clara, rigor, firmeza. Pero las cosas no van por ahí. 
En la reunión de dirigentes autonómicos hemos oído de boca del presidente el plan de recuperación para hacer frente a este tremendo desastre que nos está dejando la pandemia. Nada nuevo ni ilusionante, nada concreto, ni siquiera algo que todo el mundo entienda y que sea capaz de provocar alguna forma de entusiasmo colectivo. Fórmulas abstractas, tópicas, carentes de contenido práctico y, sobre todo, desviadas del verdadero problema que nos angustia: "Transformar la economía abordando la transición ecológica para hacer frente al cambio climático, la transición digital, la igualdad de género y la cohesión social y territorial para una recuperación inclusiva". Pero ¿cuándo los políticos van a dejar de lado sus obsesiones por los artificiosos productos ideológicos de moda y se van a acercar a las preocupaciones reales del ciudadano en su día a día? Que el cambio climático sea en estos momentos un asunto prioritario en un país como España, que ni por población ni por índices industriales puede tener apenas influencia en él, resulta propio de gobernantes que viven en un estado de inopia. Que la igualdad de género se convierta en un objetivo supremo cuando la economía y el empleo se están desplomando, indica una sumisión cerril a un dogma que nada tiene que ver con el pan nuestro de cada día. Que los cientos de asesores y altos cargos, que se supone ponen su inteligencia al servicio del presidente, hayan producido este parto de los montes da que pensar en la existencia de dos realidades. Desde luego, al que ha perdido su trabajo o su negocio no creo que le preocupen en estos momentos el cambio climático ni la igualdad. Tiene el problema en su propia casa. Lo que espera es una respuesta práctica y concreta que le ofrezca un camino, o al menos la sensación de sentir sobre él una mirada de solidaria preocupación desde las alturas. La caja vacía no sabe de entelequias

miércoles, 29 de julio de 2020

Innecesaria cooficialidad

La elevación del bable a la categoría de lengua cooficial nos va a costar a los asturianos 20 millones de euros, según estima el propio presidente de la Academia de la Llingua, aunque hay otras voces que hablan de 70. Eso sin contar lo que nos ha llevado ya. Volver a la vida a un cuerpo exánime es tarea costosa, sobre todo si es necesario realizar numerosas operaciones de trasplantes, unir órganos, coyuntar huesos, injertar arterias y dotarle de una actividad más o menos funcional. Toda esta ardua labor ya se ha ido realizando durante los últimos años. El gasto de ahora es para ponerlo a caminar. 
Veinte millones son muchos millones y, salvo que se disponga de la fortuna de los muy poderosos, siempre es prudente pensárselo muy bien antes de darles un empleo. Con veinte millones podrían hacerse muchas cosas, y más en una región empobrecida y vulnerable a todos los vaivenes de las políticas económicas, según comprobamos a cada uno de ellos. Pero parece que esto de la cooficialidad va a enriquecernos una barbaridad. Se dice que es más bien una inversión, que "sería un revulsivo para la industria editorial, discográfica, tecnológica, para los medios de comunicación, para el turismo...". Puede ser. Quizá poniendo grandes dosis de buena voluntad podamos imaginar que cambien tan radicalmente las cosas que lleguemos a disfrutar de tantos beneficios, pero lo cierto es que resulta difícil de atisbar. No está claro cómo puede afectar a la industria tecnológica un habla totalmente carente de un léxico científico y técnico, ni a la editorial la edición de libros que se amontonan sin salida en los almacenes, ni a los medios de comunicación, ni mucho menos al turista que se encuentra con que en su propio país no entiende los letreros ni los indicadores; se lo tiene que pasar muy bien; seguirán viniendo, claro, pero no será por la nueva situación lingüística. 
Tenemos un conjunto de hablas campesinas al que siempre hemos llamado bable. Nuestro humilde y querido bable, que ha tenido que someterse a un largo proceso de maquillaje para ser introducido por la fuerza en los palacios, él, que nunca quiso salir de las cabañas. Nuestro bable, que ve cómo le modifican hasta el nombre y se lo elevan a la categoría de gentilicio. Ese bable nuestro, que nunca ha sido problema para nadie y que seguramente a partir de ahora nos va a complicar a todos la vida con su intromisión forzada en campos a los que nunca fue llamado. Y que, salvo para llenar ese pequeño escondrijo en el que todos guardamos algunos de nuestros afectos más entrañables e inútiles, no sirve para nada.

miércoles, 22 de julio de 2020

Santa Sofía

Al presidente turco se le desató la añoranza del viejo sultanato y decidió convertirse, dentro de sus posibilidades, en un segundo Mehmet, corrigiendo la obra del desviacionista Ataturk. La conquista de Estambul no debía de parecerle completa mientras la basílica de Santa Sofía no estuviera completamente integrada, como una presencia más, en el pensamiento y la práctica religiosa que dominan todas las estructuras del estado, así que la convirtió de nuevo en mezquita, como había hecho Mehmet II tras arrebatársela a los cristianos en el siglo XV. Ni las advertencias de la Unesco, ni la opinión contraria de destacados sectores sociales y culturales, ni el hecho de que pueda suponer un portazo definitivo a la entrada turca en Europa han hecho desistir, por ahora, al nuevo aspirante a caudillo otomano.
 En realidad, la Estambul turca de hoy es el producto de un violento expolio que nadie ha llorado nunca. Aquella ciudad griega, convertida luego por Constantino en capital del Imperio Romano de Oriente y que había logrado mantenerlo durante mil años después de la caída del de Occidente, fue tomada por los otomanos, que se la adjudicaron como si fuera suya. Fue uno de los mayores robos de la Historia y pasó desapercibido. Nadie en Occidente la lloró ni jamás se reivindicó. No hubo lamentos ni resistencia ni movimientos de recuperación ni nada que no fuera sacar provecho de la nueva situación. Si el comercio no se interrumpía, poco importaba de quién era. Solimán la reformó y la llenó de mezquitas; luego Ataturk la hizo perder la capitalidad en favor de la pueblerina Ankara. Hoy es una ciudad fea y hermosa, abigarrada y plácida, oriental y occidental, enervante y enamoradora, todo a la vez y como gozándose en ello.
La mancha roja de Santa Sofía es como una metáfora de la ambigüedad. Santa Sofía fue el orgullo de Justiniano y de toda la cristiandad; sin duda, una de las grandes obras maestras de la antigüedad, pasmo constante y objeto de alabanza de todos los viajeros que llegaban a Constantinopla. Cuando los turcos se apoderaron de ella la convirtieron al instante en mezquita. Se cuenta que Mehmet, el conquistador, oró en ella ese mismo día. Luego le taparon los mosaicos, le pusieron cuatro minaretes y le cambiaron para siempre su imagen. Pero su asombrosa cúpula ha sido el modelo que siguieron después para todas sus mezquitas, empezando por la gran Mezquita Azul, que tiene enfrente.
Alguno habrá que quiera ver algún paralelismo entre este caso y el de la mezquita de Córdoba, pero no lo hay; ni las circunstancias de origen ni el transcurso histórico posterior tienen puntos de similitud.

miércoles, 15 de julio de 2020

La tormenta

Cada generación siempre ha creído que le había tocado vivir el peor tiempo de la historia. Cuántas veces oímos eso de "no sé a dónde vamos a ir a parar" como expresión de la evolución negativa de la situación del momento, y cuántas veces hemos leído en los libros de otras épocas frases como "en estos aciagos tiempos" o "en esta calamitosa edad en que nos ha tocado vivir". No hay más que leer cartas, memorias o diarios de cualquier época para darnos cuenta de que sus contemporáneos estaban convencidos de que no había habido siglo más desventurado que el que les había caído en suerte. Quizá sea la sensación de fracaso colectivo que nos dejan las calamidades que nos afligen, tanto las que nos vienen de la naturaleza, tomadas a veces como castigo divino, como las que creamos nosotros con nuestras ambiciones y fanatismo, como las guerras. En todas los tiempos, sobre todo en los que muestran los síntomas de ser un final de etapa, ha habido hombres que sintieron la frustrante y dolorosa sensación de que este mundo ya no era el suyo y decidieron esconderse de él dentro de sí mismos o incluso abandonarlo voluntariamente. 
No puede afirmarse que sea este el peor momento de la humanidad porque no tenemos perspectiva anímica para establecer comparaciones con otros, pero sí tenemos sobre nosotros una coincidencia de torbellinos que están componiendo la galerna perfecta. Perfecta y novedosa para nuestra generación, tanto que nos tiene desorientados y nos ha dejado sin faros ni referencias, buscando soluciones como el que palpa a tientas en una habitación oscura. 
Todo se junta. Una pandemia mortal, difícil de contener y más aún de tratar, que paraliza fuerzas, voluntades e iniciativas hasta anular cualquier impulso que no sea el de la autoprotección, que hace tambalearse los sistemas sanitarios y que saca a la luz las debilidades e incompetencia de casi todos los gobiernos. Una depresión económica, derivada de la anterior, que nos deja sin turismo y sin empleo y nos aboca a una deuda similar a la de nuestros peores recuerdos. Una crisis de valores que impone unos nuevos dogmas a cual más extravagante, que hacen creer que el mundo se ha vuelto del revés. Y una generación, a nivel mundial, de políticos endebles, de escasa solidez intelectual, de mentalidad mediocre, precaria moral y portentosa vulgaridad, muchos de ellos semifracasados en sus estudios o terminados con títulos de dudoso merecimiento. Todo junto forma la tormenta perfecta, pero pasará. Hasta las galernas más feroces terminan dando paso a una brisa bonancible.

miércoles, 8 de julio de 2020

En nuestra ausencia

Ahora que hemos comenzado a poder alejarnos de nuestras casas, aunque sea con prevenciones, nos encontramos con que algunas cosas ya no son como las habíamos dejado. Nosotros nos hemos detenido, pero las fuerzas que mueven lo que nos rodea no. Hemos vivido en estado de hibernación durante más de tres meses y parece que la naturaleza nos echó de menos a su modo. A poco que uno salga a mirar los parajes que dejó y los rincones que conocía se dará cuenta de que nuestra ausencia se ha hecho sentir en ellos. En los bosques los senderos se han perdido bajo la maleza, en los caminos del monte las zarzas de una orilla tienden a juntarse con las de la otra hasta casi cerrar el paso, han desaparecido las rodadas bajo una invasión de ortigas, y en los muros de piedra crecen helechos y musgos hasta casi ocultarlos. El modesto jardín de la casita de fin de semana, siempre tan cuidado, es ahora una jungla en pequeña escala, y en la barbacoa, como en el olmo seco, urden sus telas grises las arañas. Dicen que el silencio del entorno ha alterado el comportamiento de las aves; que en el campo han aumentado las garrapatas y las avispas velutinas, que jabalíes y zorros andan con sus crías sin miedo alguno por donde antes no se atrevían, y que todos los animales, confiados, cruzan las carreteras con toda tranquilidad. Por un tiempo la naturaleza se ha desarrollado ajena a la relación humana, y en sus pautas no figura la de evitarnos peligros desconocidos, aunque sí la de ofrecernos lecciones que aprender. 
Estamos condenados a librar una lucha permanente contra la naturaleza si no queremos ser engullidos por ella. Nuestras casas, nuestras vías, nuestras fábricas, los espacios donde hacemos nuestras vidas apenas durarían un suspiro sin ser ocupados por su avance si los dejáramos a su merced. Alguien ha dicho que nuestras ciudades no son más que ensayos de secesión que hace el hombre al medio natural. Tal parece, porque se comporta como si pretendiera recuperarlo por todos los medios. Unos escasos días de ausencia y aparecen ya los desequilibrios que manifiestan su fuerza arrolladora. Será nuestra madre, pero tan rigurosa e implacable que no tenemos más remedio que vivir en eterna pelea con ella. 
No sabemos por qué motivo hemos aparecido como especie en la Tierra ni cuál es nuestra misión en ella; solo podemos conocer la que nos hemos asignado cada uno como individuos. Sí sabemos que, si la especie humana desapareciera, la única norma que regiría el planeta sería el caos. Aunque seguramente los seres que viviesen serían más felices

miércoles, 1 de julio de 2020

Compañeros de encierro


No todo estuvo mal en estos meses de encierro en nuestras casas, obligados a romper con nuestro entorno y a renunciar a nuestras fuentes habituales de placeres sociales. No hubo escapadas al café mañanero ni a la cañita de la tarde, ni más posibilidades de recorrer mundo que el que pudiéramos descubrir desde el sofá de nuestra habitación, pero a cambio se nos ofreció tiempo en abundancia para llenar. Y aquí tengo que escribir en primera persona, porque el mundo que uno busca no es el mismo que busca otro, y el placer que proporciona un hallazgo puede que sea solo indiferencia para los demás. Harto de la tecnología y de sus aplicaciones, he preferido acudir a mis estanterías para encontrarme de nuevo con aquellas lecturas, algunas ya lejanas, que dejaron alguna huella en mí. Releer es un ejercicio saludable y suele resultar sumamente placentero, como lo es cualquier reencuentro deseado. Han desaparecido los prejuicios y los resabios que pudo haber en el principio; ahora van a asomar matices y aspectos que pasaron inadvertidos, quizá ocultos por el interés otorgado al argumento. El libro, evidentemente, no ha cambiado, pero el lector sí. Y ahora que lo relee se da perfecta cuenta de ello.
He aprovechado las largas horas de reclusión para verme de nuevo con viejos conocidos, por ejemplo, de Galdós, al hilo de su centenario: con la fuerte y delicada Tristana, o con Nazarín, bondadoso, consecuente, generoso en su miseria, una de las figuras literarias más atractivas que pueden encontrarse. También he vuelto a Cervantes, porque su voz siempre me resulta cálida y acogedora; esta vez me acompañaron la Gitanilla, Monipodio, Tomás Rodaja y todos los personajes que desfilan con su carga de humanidad a cuestas por las Novelas ejemplares. Volví a coger Antígona, que siempre me deja un no sé qué de inquietud ante el triunfo aparente del poder arbitrario sobre la dignidad y la conciencia, aun sabiendo que su muerte va a demostrar justamente lo contrario. Sería largo seguir.
También el cine. Ver de nuevo algunas películas es un hecho gratificante y descubrir algunas perlas aún más. Me pasó con Umberto D., una cinta de hace setenta años que parece pensada para estos tiempos. Pocas veces la soledad, la incertidumbre y la indiferencia ajena se vistieron de imágenes tan poderosas como las que De Sica nos ofrece en este conmovedor retrato de un hombre que ve cómo se renueva a cada momento su carga de desesperanza. O Aquella casa en las afueras, una joya del cine español, o La hora incógnita, por poner solo tres ejemplos. No, no fue todo tiempo perdido en el encierro.

miércoles, 24 de junio de 2020

El mago y el político

¿Y si nuestros políticos aprovecharan la ocasión para cambiar radicalmente sus modos de comportamiento? ¿Si se guardaran sus insultos y sus odios, si tratasen de darnos un poco más de sosiego y procurasen señalarnos un camino esperanzador que nos ilusione a todos? Es una nueva etapa ¿no? Una nueva normalidad, nos dicen. Pues qué mejor ocasión para que también las conductas sean nuevas. Algo nos habrá enseñado este momento en que nos hemos visto asomados al abismo y contemplado de cerca la negra cara de la muerte y, ahora, la del desastre económico. Que se callen las gargantas envenenadas por el resentimiento y la insidia, y las voces de tono amenazante, y todos los que pretenden destruir lo que hay para imponer su particular orden; que hablen los que tengan voz serena y palabras de verdad que reconforten nuestros ánimos; que se oiga alto y fuerte a quienes luchan por conseguir que embustero deje de ser sinónimo de político. Necesitamos oír palabras como concordia, respeto, comprensión, y otras como autoestima, conciencia nacional, patria. 
Hay mucho esperando por hacer y hay que hacerlo bien. Es el momento de los espíritus fuertes y despegados de todo lo que no sea el bien general del país. La nueva normalidad que se pide debería ser sobre todo una nueva normalidad política, y para ser nueva tiene que ser distinta en sus modos de relación entre sus componentes, en sus formas y en sus afectos por la casa común que nos acoge. Sobran los que invocan continuamente a nuestros demonios familiares y los que llevan en cada una de sus palabras la semilla de la cizaña contra otros; sobran los falsarios que viven de una forma contraria a lo que predican; sobran los charlatanes de la falacia y el autobombo. Qué bien venida sería una nueva normalidad así. 
¿Y si se reuniesen todos dejando los prejuicios a la puerta, limpios de resabios y con la voluntad de aceptar las propuestas más convenientes al bien general sin mirar de quién proceden? ¿Si se propusieran por una vez dominar los egos, dignificar las formas, elevar los mensajes y darnos a todos un aliento de optimismo? ¿Si los políticos maleducados e ignorantes, los que mienten, engañan y crispan no obtuvieran ni un solo voto? Hay algunos a los que habría que pensárselo bien antes de darles alguna dosis de poder, porque lo ejercerán según sus filias y fobias personales. Alguien lo plasmó en una imagen que constituye una crítica demoledora al oficio: el mago hizo un gesto y desapareció el hambre; hizo otro gesto y desapareció la injusticia; hizo otro gesto y desapareció la guerra. El político hizo un gesto y desapareció el mago.

miércoles, 17 de junio de 2020

La hora de los necios

Vemos ya poco a poco la salida de la crisis del coronavirus y, como si no pudiéramos vivir ni un momento sin alguna tensión social, enseguida nos sirven otros conflictos más o menos artificiosos, envueltos en eternos enredos ideológicos, que en definitiva son propios de nuestra condición de sociedad con el estómago lleno e incapaz de diferenciar la esencia del puchero de la espuma que lo cubre. Vayan dos ejemplos de estos días. 
Una distribuidora cinematográfica ha decidido eliminar de su lista la película "Lo que el viento se llevó" por su contenido racista, dicen, y porque algo material les irá en ello, digo yo. Coincide esto con la oleada iconoclasta que derriba estatuas creyendo derribar la historia y tratando de convertir treinta siglos de existencia en una página en blanco. No es probable que estos nuevos inquisidores del pasado se muevan por ideales puros e incontaminados, y en todo caso demuestran una soberbia infinita. Juzgar a las generaciones que nos precedieron con los criterios morales de hoy es perverso; creernos superiores a ellos indica un matiz de mala conciencia. Qué atribuciones tenemos para corregir el pasado. Cómo podemos erigirnos en jueces de lo que otros hicieron según su propia visión del mundo. Todas los hechos tienen sus causas y su sitio en el tiempo; al fin y al cabo, tanto ética como moral se derivan del concepto costumbres, uno en griego, ethos, y otro en latín, mores. Yo confieso que nunca he visto entera "Lo que el viento se llevó". Lo intenté dos o tres veces y en ninguna logré pasar de la mitad. Ahora prometo verla hasta el final. 
Y ahí está la voluntad redentora de esa señora que hace de directora del Instituto de la Mujer, que es uno de esos organismos oficiales para la igualdad que marcan la desigualdad, al menos mientras no exista un Instituto del Hombre. Pues esta dama, una tal Beatriz Gimeno, ha puesto a funcionar su poderosa inteligencia y hallado un procedimiento que puede aliviar el agobiante problema de la igualdad entre niños y niñas que nos tiene sin dormir a todos los ciudadanos. Ha advertido a una empresa de decoración del daño que está haciendo a nuestros pequeños fabricando cartelitos para colgar en la puerta de sus habitaciones diciendo, por ejemplo, "Aquí duerme una princesa" o "Aquí duerme un pequeño héroe". Ya ven, hasta en nuestros dormitorios se meten en aras de la corrección política. No sé cuántos de nosotros no habremos llamado alguna vez princesitas a nuestras niñas y a nuestros niños campeones o algo así. Qué gran descuido. Merecemos una buena penitencia por nuestra inconsciencia.

miércoles, 10 de junio de 2020

Lo que el virus nos dejó

Ante todo nos ha dejado unas treinta mil ausencias definitivas, cada una con su drama añadido por la angustia de imaginar cómo se produjo el tránsito. Una terrible huella que oscurece todas las demás que ha traído consigo este tiempo de dolor y miedo. Eso es lo más evidente que nos ha dejado a cada uno: el miedo, la constatación de que este miedo nuestro es el mismo de antes y de siempre, desde el Paleolítico hasta hoy, a pesar de todas las defensas que hemos ido acumulando contra él. Ahora se nos hará más presente la idea que más fuertemente se ha instalado dentro de nosotros en estos días: la de nuestra fragilidad. 
El virus nos dejó también una secuela de evidencias y contradicciones, empezando por un poso de inseguridad ante el futuro y de temor porque pueda resurgir en otoño. Igualmente nos ha dejado oportunidad y motivo para replantearnos cuestiones que venían de su mano y que quizá sin él hubiéramos dejado pasar. En los largos días del encierro, cuando el exterior no era más que un espacio para contemplar con nostalgia desde una ventana, hubo tiempo para admitir, por ejemplo, la certeza de que estamos a merced del azar y que para el universo tenemos tanta importancia como una oruga. Al mismo tiempo nos ha enseñado a valorar mejor sentimientos como la amistad y las relaciones cercanas; a apreciar más la rutina de las cosas cotidianas; a descubrir la nostalgia como un escudo defensivo ante la agresividad del presente, y a calibrar el verdadero valor de la libertad, eso que por tenerla nunca apreciamos en toda su dimensión. 
Nos dejó, además, la ocasión de conocer a nuestros políticos en su auténtica realidad y a desenmascararlos a través de sus decisiones y de su actitud ante una emergencia general de muerte y dolor. Hemos podido ver quiénes trataron de aprovechar la desgracia para promocionar su imagen pública anteponiendo soluciones demagógicas a las verdaderamente eficaces, aunque más impopulares; quiénes trataron de alzarse con el símbolo de la lucha contra la epidemia mediante un torticero manejo de su imagen y quiénes trabajaron en silencio con el pensamiento únicamente puesto en el bien general; quiénes procuraron actuar en conciencia y quienes echaron mano de engaños y medias verdades. Para quiénes el dolor ajeno no es más que una molesta circunstancia que puede tener reflejo en las urnas; quiénes son los que más recurren a las falacias en sus argumentaciones; quiénes los que más insultan y los que más mienten. Sí, hemos podido ver su verdadera imagen. En momentos de zozobra tiende a aflorar el verdadero rostro de las cosas.

miércoles, 3 de junio de 2020

Lo que el virus se llevó

Por encima de todo, las vidas de miles de conciudadanos, en una trágica lista que aún está sin cerrar. Nos los llevó con las formas de una plaga bíblica, con sorpresa y sin sentido alguno que nos permitiera rebajar un poco nuestra impotencia y aliviar en algo nuestro miedo y dolor. Nos ha dejado sin lo más valioso de una sociedad, la vida y la felicidad de muchos ciudadanos, y eso, por supuesto, es lo primero que hay que lamentar. Pero a su rebufo, el maldito virus se ha llevado otras muchas cosas que formaban parte de nuestra cotidianeidad y configuraban en buena parte nuestra conducta en la vida. 
Se ha llevado, por ejemplo, la actitud despreocupada que siempre tuvimos de forma natural ante lo que nos rodea. Lo que antes era inofensivo o simplemente indiferente, ahora es visto como un enemigo escondido que puede morder sin avisar. Esa es una de las certezas que nos ha sido arrebatada: la de la entrega confiada a lo que siempre constituyó parte de nuestra vida diaria. Nos preocupa que las cosas que antes no nos preocupaban nos preocupen ahora. 
Se llevó también la sensación que teníamos de ser poco menos que invulnerables. Quizá llegamos a creer que el poder sobre el mal era el estado natural del ser humano o que acaso teníamos un derecho inalienable a vivir en él, concedido por algún dios que no conocemos. Y no. Nuestra fragilidad se nos ha mostrado en toda su realidad. Se ha debilitado buena parte de nuestra fe en el poder de la ciencia para acabar con plagas universales que nos parecían de otros tiempos. Siguen aquí y sin respuesta inmediata. Cada victoria sobre ellas es parcial, porque por cada una vencida surge otra distinta. 
El virus, aunque sea momentáneamente, nos llevó también los abrazos y los besos, las manos que se estrechan, el acercamiento confiado, los últimos adioses. Y en nuestros momentos oscuros, cuando nos ronda la sombra de la desesperanza, nos damos cuenta de que nos ha llevado cosas que creíamos tener aferradas en propiedad y solo eran prestadas; por ejemplo, la certeza de que mañana el sol saldrá igual que hoy. 
Pero también, paradójicamente, nos ha llevado el miedo ancestral a un enemigo que solo conocíamos a través de las páginas más terribles de la Historia y cuyo solo nombre helaba el corazón: epidemia. Ahora lo hemos tenido ante nosotros; hemos podido hacerle frente; sabemos de él y conocemos las sensaciones que produce. Nos ha enseñado sus puntos vulnerables y las armas que tenemos contra él. Podemos estar seguros de que en algún momento volverá bajo una u otra forma, como siempre, pero cada vez causará menor daño.

miércoles, 27 de mayo de 2020

Palos de ciego

Este Gobierno tiene la virtud de brindarnos de forma continua motivos para no aburrirnos. Garantizado. Basta seguir la actualidad política, aunque sea con un buscado distanciamiento, y asistiremos a un espectáculo que seguro nos va a producir efectos variados: sorpresa, estupor, indignación, cualquiera menos sosiego y sensación tranquilizadora. Un gobierno hecho de retazos siempre tiene más lugares donde cultivar ocurrencias. Es cierto que la clase política es la que más expuesta está a las críticas y al descrédito, muchas veces por motivos que en otras profesiones se disculparían más fácilmente, pero aquí parecen condensarse todos los caracteres comunes al gremio en sus aspectos más oscuros: el sometimiento de las convicciones al mantenimiento del poder a toda costa, una buena dosis de cinismo que ni siquiera causa un mínimo rubor, la consideración del valor de la palabra dada en función de la conveniencia del momento, el afán de alterar la vieja definición de la política como el arte de lo posible para convertir lo posible en imposible, o el olvido de que no existen autoridades y súbditos, sino elegidos y electores, es decir, representantes que los ciudadanos nos damos a nosotros mismos para que nos administren la cosa pública. 
Tienen todos los gobiernos tendencia a sentirse incomprendidos cuando los desagradecidos ciudadanos no ven que sus decisiones son las acertadas. Lo que no suelen tener en cuenta es que esos mismos ciudadanos saben distinguir muy bien cuándo esas decisiones se toman de buena fe, aunque luego resulten erróneas porque errar es humano, y cuándo obedecen a oscuros intereses partidistas que afectan al bien general. Este Gobierno se las ha arreglado para conseguir irritar a casi todos los sectores sociales: al sanitario, al empresarial, al educativo, al agrario, al cultural, a los cuerpos de seguridad, al poder judicial, a sus socios de investidura, a la oposición y hasta a sus propios barones y militantes de base, que han de debatirse entre el sentido común y la fidelidad a su jefe. Han firmado incomprensibles pactos que desdicen sus rotundas afirmaciones previas; aprovechan la crisis del coronavirus para colarnos reformas inoportunas y arriesgadas; ni siquiera saben contar los fallecidos por la epidemia. Es el Gobierno de los solemnes propósitos, que suenan bien hasta que comprobamos que no son más que aire; promesas proclamadas con tono enfático que se incumplen alegremente al día siguiente. Nada es creíble, salvo la certeza de que no conviene creer casi nada de lo que digan, aunque solo sea para dejar incólumes nuestras ilusiones.

miércoles, 20 de mayo de 2020

La cara interna del drama

Es difícil ya decir algo más sobre esta epidemia que nos paraliza el vivir diario y nos atemoriza por dentro, por mucho que intentemos tratarla con indiferencia. Tengo ante mí el dichoso espacio en blanco y siento más que nunca la dificultad de llenarlo, porque creo que ya todo es redundante y que lo que no se ha dicho es porque es muy difícil de decir. Se ha analizado hasta el hartazgo todo lo que rodea al virus desde el punto de vista sanitario, social y económico; se han mirado con lupa todas las decisiones del Gobierno y criticado sus bandazos y errores en todos los tonos; cada sábado el presidente nos da en televisión un largo discurso para explicar la situación según le conviene; gentes con más atrevimiento que credibilidad opinan continuamente en tertulias monotemáticas, y hay cadenas que en sus informativos se empeñan en convertir en noticias las anécdotas más intrascendentes, unas veces simplemente para rellenar espacios y otras con clara intencionalidad partidista. Todo lo que se diga suena ya a repetición. Un único tema bullendo en el candelero informativo durante dos meses deja poco lugar a cualquier mirada novedosa. 
Pero hay otro mundo infinitamente más rico y mucho más humano, en el que está todo por decir porque no se puede. Si lo anterior afecta al conjunto y se dispersa en él, este hiere lo más hondo de los corazones, allí donde reposan los sentimientos más queridos, y aquí las palabras no alcanzan. Revelan su incapacidad para transmitir lo que solo se puede entender en el silencio. Frente al drama general, imagen abstracta, lo que importa a cada uno son sus dramas particulares, esos que se sufren en el pequeño espacio de intimidad que nos concede el cariño: el sufrimiento de la pérdida inesperada sin más consuelo que un beso de adiós a distancia; el dolor de imaginar los últimos momentos de quien tantas veces te abrazó, buscando con su última mirada la cara querida que alivie su angustia final; la tristeza imposible de compartir; la maldita certeza de la ausencia definitiva. Qué miseria de defensas tenemos ante ese vacío, que ya nunca se va a llenar. 
 Ahora las palabras dan vuelta sobre sí mismas sin alumbrar nada nuevo. Lo que está por decir es lo que venga después, y ahí sí que habrá mucho de qué hablar. Si el presente es consecuencia del pasado, el futuro solo cabe imaginarlo como un tiempo difícil y convulso, con un gobierno desorientado y zarandeado por las contradicciones internas, que no augura precisamente un tiempo de recogido sosiego. Tendremos que ser fuertes.