miércoles, 31 de mayo de 2017

Un buen país

No parece que nos demos cuenta, pero lo cierto es que vivimos en un país estupendo. Solo a veces, cuando salimos por ahí a conocer otros lugares, y más si son de ámbitos diferentes al nuestro, llegamos a la conclusión de que en España, en general, se vive bien. Un país de clima soleado, de enorme variedad paisajística en sus costas y sus montañas, con un inmenso patrimonio artístico e histórico, de gentes amables y solidarias, con unas ciudades limpias y cuidadas y con grandes ofertas lúdicas y culturales. Un país con una buena cobertura sanitaria y educativa y unas infraestructuras viarias de primer nivel, festivo en sus manifestaciones y rico en productos para alegrar el paladar. Un país moderno y garantista en sus leyes, en el que se vive en libertad y seguridad, que atrae cada año a setenta millones de personas que ven en él el lugar ideal para el disfrute. Un país con un carácter propio, una personalidad inconfundible, un fuerte sentido de la familia y un concepto de la vida muy atractivo para otros.
Un país con problemas, ya lo creo, pero con un futuro entre el pequeño grupo de privilegiados que aúnan libertad y progreso económico. Los problemas tienen sus categorías, aunque al afligir de cerca puedan parecer exclusivos e insalvables. Ni la corrupción lo es ni las secuelas del temporal económico. Tampoco es exclusiva la crisis de valores, ni insalvable el desafío sedicioso de unos enfebrecidos libertadores. Lo que sí tenemos como un pecado original, sin redención hasta ahora, es una tendencia compulsiva a la autoflagelación como sociedad. Lo moderno siempre es hablar despectivamente de nosotros mismos, despreciar nuestros propios símbolos, soltar como una coletilla eso de que España es un desastre. Lo comentaba un amigo extranjero que nos conoce bien: "Oigo una conversación entre amigos españoles y casi siempre termina derivando en tremendas críticas a su propio país. No sé porque siempre estáis con la idea de que en España todo está mal. Eso podrían pensarlo vuestros abuelos, pero ahora no tiene sentido". Lo mismo pasa en los medios. Hay alguna cadena de televisión que parece incapaz de decir una sola buena noticia sobre España; es como si hubiera hecho voto perpetuo de masoquismo identitario, y, claro, eso, en una masa acrítica, termina creando opinión; según las encuestas, somos el único país de Europa que se valora a sí mismo por debajo de como lo valoran los demás países. A Unamuno le crispaba esa actitud y proponía un remedio contra ella: "Os lo he dicho cien veces y os lo diré otras cien mil más: cuando oigáis a un español quejarse de las cosas de su patria no le hagáis mucho caso. Siempre exagera; la mayor parte de las veces miente. Por un atavismo mendicante busca ser compadecido y no sabe que es desdeñado".
Cabría esperar que la nueva hornada de políticos jóvenes que ha surgido, nacidos ya cuando las vacas gordas, trajeran una mirada más positiva de España. Pero no, al contrario, su estrategia consiste en hacernos ver que vivimos en un país desgraciado y en una situación desoladora de la que solo su genio puede rescatarnos. Ellos, que se lo encontraron todo hecho, que no saben lo que es enfrentarse de verdad a un problema, vienen ahora a dar una patada al tablero para empezar de nuevo. Por supuesto, nunca se les oirá una sola palabra ensalzando algo de nuestro país. Sí, mejor no hacerles caso.

miércoles, 24 de mayo de 2017

El tiempo de mañana

El aprendizaje más doloroso al que nos condena la vida es el de comprobar la aceleración del tiempo en su acción sobre todo lo que constituye lo que somos. Esta generación está consiguiendo que el discurrir del tiempo haya dejado su cadencia natural para seguir la que nosotros queramos que siga. Por supuesto, el ritmo del paso del tiempo es una percepción humana; lo marcamos nosotros según el número de sucesos con que lo llenemos, es decir del conocimiento que tengamos de ellos. En esta época de acceso gratuito y global a la contemplación de la actualidad, la cascada continua de información que nos inunda a cada minuto nos solapa las emociones y apenas nos permite generar recuerdos. Los momentos cada vez son más breves y se suceden con más rapidez. Antes solo los viejos podían establecer comparaciones porque tenían detrás un largo tiempo más o menos estable; ahora hasta los más jóvenes tienen ya referencias para comparar su momento actual. El tiempo de ayer ya no es de ayer, sino de esta misma mañana. El tren circula cada vez a mayor velocidad sin que sea posible contemplar el paisaje.
No se trata de hacer un ejercicio de melancolía, que tampoco sería mala autodefensa, sino de buscar explicarnos a nosotros mismos el extraño tiempo en que nos ha tocado vivir. Un cronista del futuro quizá se encuentre en dificultades para dar un nombre adecuado a esta etapa de transición acelerada hacia un modelo del que apenas podemos intuir algo, y lo poco que intuimos no parece muy apetecible para nuestra condición de seres pensantes. Seguramente hable, desde la clarividencia que da contemplar la escena desde la distancia, de una época en la que alguna conjunción de fuerzas invisibles, bien organizadas, se empeñó en disminuir, en incluso anular, la capacidad de pensamiento individual. La gran red global en la que el mundo está enredado sin escapatoria, está sirviendo a unos propósitos de dominio por parte de grandes grupos de poder que pretenden imponer un nuevo orden mundial. Se trata de aceptar un pensamiento único, de conseguir que se considere equivocada cualquier conclusión derivada de un raciocinio personal, de crear un estado de opinión general en el que se anule al que no acepte los nuevos valores establecidos. La única verdad viene dictada desde una especie de pentecostés que todo lo domina con sus lenguas de fuego, a las que nadie puede poner nombre. Es llamativa, por ejemplo, la idolatría que el sistema educativo tiene por las matemáticas y afines, como si en la vida real nos fuésemos a encontrar cada día con dos o tres polinomios que sumar; incluso esos sedicentes orientadores que tienen los institutos tienden a pintarle al alumno el bachillerato humanístico como algo sin salida y sin apenas futuro en el mundo actual; poco menos que una pérdida de tiempo.
Evitar el pensamiento y el análisis crítico, debilitar la capacidad de argumentación, es decir, todo lo que aportan las humanidades, ese parece el destino de nuestros jóvenes. Con las ciencias exactas la mente no se ejercita en la dialéctica; sus postulados no admiten discusión porque no trabajan con ideas. Es en las humanidades donde se puede tratar de buscar un sentido a la vida. Por eso hay que proscribirlas.

miércoles, 17 de mayo de 2017

Falta de explicaciones

Cualquier acción política, y más si es de carácter ejecutivo, debería acompañarse de una cierta labor pedagógica que la explique, la justifique y la haga aceptable por los ciudadanos, que son los que van a vivir sus consecuencias. Si se entienden los motivos siempre será más asumible cualquier norma, por dura que sea; si se exponen las razones puede que hasta encontremos en ella un fondo de lógica, por extraña que nos haya parecido. Explicar no es adoctrinar, como parecen entender los gobiernos, temerosos de ser tachados de imponer su ideología. Buena parte de la crítica continua hacia la clase política y de la insatisfacción generalizada ante ciertos aspectos del sistema que nos rige viene de esa ausencia de explicaciones de determinadas decisiones. Porque hay que ver que algunas son extrañas.
Alguien ha decidido, por ejemplo, que a partir de ahora no sea necesario aprobar la enseñanza primaria para comenzar el bachillerato; que se puede acceder con dos asignaturas suspendidas. No se han explicado las razones por las que se tomó esta decisión, de modo que cada uno puede interpretarla según sus propias conclusiones: premiar la vagancia, desincentivar el interés por el estudio, despreciar el valor del esfuerzo, renunciar a la excelencia, desmotivar al buen estudiante. Pero no, no es posible creer que se haya pretendido eso. Puede que muchos de nuestros políticos no den muestras de ser unas luminarias, pero resulta difícil admitir que fuese ese su propósito. Seguramente tendrá fines más nobles: acaso hacer aflorar pronto las cualidades de cada estudiante, o quizá eliminar obstáculos para facilitar el desarrollo de los estudios vocacionales allanando el camino a quienes tengan bien delimitada su inclinación académica. Puede ser, pero las intenciones ocultas no son fuerzas vivas que aporten claridad; lo que hacen es dar apariencia de capricho a cualquier decisión, por correcta que sea.
Estamos rodeados de misterios que sin duda tienen respuesta, porque son artificiales, pero que permanecen para la mayoría en el campo de lo incomprensible porque nadie tiene a bien enseñar al que no sabe. Y no son solo cuestiones referidas al esotérico mundo de la política. Cuántas veces nos hemos quedado perplejos ante sentencias judiciales que no alcanzamos a comprender. En nuestra simpleza nos preguntamos, por ejemplo, cómo es posible que en la lucha contra la corrupción a unos los metan en la cárcel inmediatamente y otros lleven años con sus trapicheos familiares en total libertad y hasta con un toque de jactancia. O que un tipo con no sé cuantas detenciones encima siguiera en la calle; para su desgracia, otros como él decidieron aplicarle su particular justicia.
Gobernar bien es convencer; es procurar el modo de hacer partícipes a los ciudadanos de lo que se decide para todos. Sin duda detrás de cada disposición que se toma se encuentran sólidos argumentos que la apoyan, pero dígnense explicarlos para que no sintamos ese desamparo de vivir bajo unas decisiones que nos pueden parecer absurdas. Lo que se entiende se respeta; es lo incomprensible lo que nos incita a rebelarnos.

miércoles, 10 de mayo de 2017

Primavera en el bosque

Bosque otra vez reverdecido, sembrado de las ilusiones que van asomando, bosque sabio de tantas primaveras. El símbolo, hoja con ternura de recién nacida y brote primerizo de tantas metáforas que alientan nuestra pobreza expresiva, lo ha inundado todo, se ha hecho con el aire y la tierra y, sin embargo, qué luz es capaz de dar la buena predisposición de ánimo para que todo parezca más luminoso. Está tibio el aire, dormida la tierra y dormido el olor de los espinos. Hay una carretera en la ladera lejana, pero hasta aquí sólo me llega su silencio. Está tragándose sus propios ruidos, allá ella; si no me lanza más que su imagen muda no habrá por qué odiarla. Sé que este seno es eterno y ha cobijado pensamientos diversos y que incluso algunos de ellos se han atrevido a materializarse en ideas y formas que sólo a la cultivada mente del hombre pueden interesar. Pero hoy no quiero ser una mente cultivada, no quiero, y me siento en el musgo y dejo que la humedad fije la realidad de mis divagaciones.
El sol forma claros como pequeños templos atravesados por rayos de luz que penetraran por cientos de ventanas. Fuera de allí, cuántas palabras, cuántos lechos como cálices amargos, cuántas verdades dichas en susurro, cuántas mentiras dichas a gritos. Somos cantos rodados tirados por el camino de la vida, y si alguien tuviera la facultad de andarlo con paso largo y libre, tropezaría con nosotros. Bultos pequeños que se mueven sin parar, que se mueven en círculo buscando la tangente definitiva. Luego, con los años, sabremos que la única ciencia en la que todos somos diplomados es en la ciencia de no entender nada.
También el sendero entre los robles está iluminado por los rayos que las hojas modelan a su gusto. No hay sendero menos libre para elegir su apariencia. Me llega ahora un perfume de helechos como un recuerdo de infancia, amable y complaciente el bosque con los que renuncian a ser ambiciosos, porque al ambicioso que se apoderó de los sencillos corazones de su pueblo para emplearlos en su propio provecho no le será permitido oler el aroma de los helechos, sino el hedor de las cárceles que creó. Tampoco a la sombra cobarde que aprovecha la oscuridad para romper la esperanza de cuerpos apenas iniciados o la vida de alguien que ama y es amado, le será dado oler más que la putrefacción de sus propias entrañas. A los que el hambre mata o la enfermedad desconsuela, sí. A esos puede que sí.
Así me parece en esta mañana de primavera recién iniciada, en la que el aire de algún confuso propósito me ha traído hasta el claro de un bosque, en el que, de vez en cuando, pasa revoloteando una mariposa blanca. Ya se ha cubierto el suelo de flores y pronto aparecerán las fresas silvestres y ardillas temerosas en las ramas; en el canto de los pájaros hay un trino recién estrenado que tiene algo de presentación. Siento ganas de internarme por la hojarasca, pero me quedo donde estoy, a cuestas con una extraña mezcla de bienestar y desasosiego. Han brotado las hojas, pero los rayos de sol siguen con su poder de siempre, indiferentes a sus efectos, sin saber de las turbulencias que pueden crear en los ánimos inquietos. A lo mejor, la ansiada explicación universal comienza en aquel silencio de colores.

miércoles, 3 de mayo de 2017

El club de los políticos originales

No se acaba nunca el tiempo de los políticos originales, a medio camino entre salvapatrias y elegidos. No hay forma de que se agoten en su propia esterilidad, porque siempre surgen otros nuevos con ímpetu parecido. Los políticos originales tienen a gala adueñarse de la ultramodernidad y andar siempre dos años luz por delante del resto de los vulgares mortales, ufanos ellos, asombrados de sus propias ideas, cuyo excelso brillo no les permite ver que la ultramodernidad suele ser un atajo de regreso hacia la caverna. En este país nuestro, tan viejo y tan de vuelta de todo, se dejan ver a menudo, especialmente cuando no sienten una posibilidad cercana de conseguir sus planes, como si dedicaran todo su esfuerzo a demostrar aquello de la vaca, que cuando no tiene que hacer espanta moscas con el rabo. Más que partidarios de la política como servicio al bien común, lo son de la política-espectáculo. Su originalidad suele rozar con lo grotesco, y su pretendida llamada de atención a la sociedad termina invariablemente en un silencio de indiferencia.
Quizá nos habíamos acostumbrado a años de cierta normalidad, pero el caso es que de pronto parecen haberse cruzado no sé qué líneas del devenir y por todas partes aparecen a la vez tipos originales que preludian otro horizonte. Algunos, como el coreano, dan miedo; otros, como Trump o los populistas europeos, inquietud; otros, como los del enredo británico, curiosidad; y otros, como Maduro, risa por él y pena por quienes lo sufren. El abanico es amplio, y los aderezos con que se adornan, comunes: verdades y mentiras a medias, promesas que halagan cualquier oído, sofismas, demagogia, populismo.
Los hay también algo más vulgares, como si la imaginación del autor no fuera precisamente un potro desbocado. Aquí hay uno, por ejemplo, que anda por ahí con un autobús pintado con caras de gentes que no le gustan, exhibiéndolas como el trofeo de algún lance justiciero; en realidad, este es el partido de las actuaciones originales, según puede verse en su curriculum, y eso que no es muy largo. Hay también por ahí una chica, representante de uno de esos partidillos al que nuestro sistema proporcional le da una representatividad desproporcionada, que predica que tener hijos en pareja origina una lógica perversa y que su crianza ha de ser cosa de la tribu. Y luego están los que pretenden romper lo que ha estado unido desde que tenemos conciencia de habitar esta península y que nos hacen pensar que si España tuviera la suerte de no tener partidos nacionalistas sería realmente un espléndido país, más aun de lo que es. Tiene problemas que resolver, entre ellos el de limpiar muchos despachos, pero sí, sería un gran país. Cuenta con todas las circunstancias para ello: no tiene ningún conflicto grave que la agobie, ha alcanzado una esperanzadora situación económica, le ampara un magnífico pasado cultural y artístico, y sus gentes han evolucionado con naturalidad y sin traumas hacia ideas y prácticas nuevas de libertad y tolerancia. Pero le han brotado en algunos rincones de su casa los enanos de la división, esos que se sienten más importantes siendo cabeza de ratón que parte del león, y ahí están, con su eterno victimismo, sus tergiversaciones históricas y su odio enfermizo hacia todo lo español. Esa es su originalidad.