viernes, 5 de diciembre de 2008

La política

Esta sí que debe de ser la profesión más antigua del mundo. Es muy posible que en el momento en que cuatro australopitecos se vieron juntos, uno de ellos se haya creído en la obligación de organizar, decidir, mandar, dirigir, disponer, ordenar, resolver y administrar la vida de los otros. Y si los otros no lo admitían de buen grado, seguro que encontró pronto contundentes y eficaces argumentos para convencerlos. Aquel fue el primer político de la historia y el iniciador de la mayoría de los sistemas que han seguido hasta hoy con más menos refinamiento. Luego, los griegos dignificaron el poder al someterlo a la razón y a la libertad individual del hombre como miembro de la polis. Aristóteles escribe su Política y nos enseña que el poder, o sea, el Estado, no es unidad, sino pluralidad de individuos, y Pericles fija el ideal del político: saber lo que se debe hacer y ser capaz de explicarlo, amar a su país y ser incorruptible. El día que los griegos nos pasen factura por todo lo que nos han dado no vamos a tener cofres suficientes para pagarles.
La política es una profesión curiosa, vituperada por sistema, envidiada a veces, tenida en el fondo como un mal necesario, capaz de dictar sus propias normas de funcionamiento, omnipresente, universal, sobreviviente constante de sí misma. Todos somos irremediablemente sus clientes, queramos o no. Su acción influye decisivamente en nuestras vidas y, sin embargo, no exige titulación alguna ni ninguna preparación específica para su ejercicio. Es también la única que se puede ejercer de forma ilegal y pública; de hecho, ahora mismo, y no digamos antes, son más los que la practican sin ninguna legitimación de origen que los que la tienen en el mandato de sus conciudadanos.
Como el tiempo, como el amor o como la felicidad, a la política nadie ha logrado definirla. Tratadistas de todas las épocas han intentado decirnos en qué consiste, desde los enunciados más simples -ejercicio del poder- a los más solemnes: proceso de liberación colectivo de los seres humanos, hecho posible por la capacidad de entenderse entre sí para colaborar de forma permanente y estable. Groucho lo tenía más claro: la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados.
La clase política, esa clase política de nuestros desengaños, se lleva la palma del descrédito entre todas las actividades públicas. Los grandes y bellos conceptos suenan en su boca con un eco grisáceo que anula su significado hasta convertirlos en indiferentes. Los propósitos, las promesas, las palabras pomposas, las frases rotundas, tienen aquí su campo semántico propio que el ciudadano ha tenido que aprender casi como una medida de autodefensa ante la decepción. Puede darse por supuesta la honestidad de conducta, pero no parece posible hacer lo mismo en el desarrollo de las ideas, y eso ha llegado a aceptarse con la naturalidad de lo inevitable. Se impone la percepción de que no existe el político como ente individual, sino el partido. Las opiniones personales, expresadas a menudo con la firmeza de la convicción, no tienen ninguna credibilidad. Palabras tragadas, convicciones traicionadas, subordinación de la conciencia. Se aprieta el botón que el jefe manda, porque fuera de la carpa del partido, en la intemperie, hace mucho frío. Ay, política, mal necesario donde los haya. Sí, pero ¿cuál es la alternativa?.

viernes, 28 de noviembre de 2008

El viajero español en América

A las tierras de América del Sur y Central hay que ir no sé muy bien con qué ánimo. Lo mejor quizá sería no equiparse con ninguno y dejar a ver qué labor hace en uno el efecto del medio milenio de historia familiar. Con riesgo de que las circunstancias ocasionales intervengan de buena o mala manera y desvirtúen en buen o mal sentido lo que debiera estar por encima, es muy probable que ese fuera el estado ideal que habría que procurarse mientras se baja la escalerilla del avión y se queda uno ya a punto para iniciar el particular descubrimiento de América. Lo que ocurre es que puede que eso no sea tarea difícil para un estoniano o para un vietnamita; para un español, en cambio, resulta imposible.
Y efectivamente, es así. En cuanto se deja el aeropuerto y el coche nos va introduciendo en la ciudad, los buenos propósitos van siendo ganados por la realidad de la tierra en que estamos. No es lo mismo, evidentemente, para un español, llegar a Borneo que llegar a Argentina, por ejemplo, y eso aun antes de oír una sola palabra y sin haber visto algún gesto familiar ni alguno de nuestros queridos y puñeteros demonios. Aun sin nada, y que nadie aspire a explicárselo, porque tal vez esté en el aire, en las imágenes, en los sonidos o en las sonrisas, quién sabe.
El caso es que esta tierra, que se enganchó a nuestra Historia hace 500 años, es la que más se aproxima, entre todas las del mundo, a la imagen de una trasposición del espíritu de la nación con la que se encontró en la Historia a su propio ser. Trasposición compleja, como no podía ser de otro modo, pero de un efecto profundamente transitivo. Puede que sólo en el caso de Roma haya habido un fenómeno semejante. Y aun dentro de la tremenda variedad de contrastes que ofrece este continente, que se extiende a lo largo de tres trópicos, la impresión básica del viajero será la misma llegue a donde llegue. Entre Santo Domingo y Montevideo, por ejemplo, las diferencias que se perciben pueden ser de acento; más o menos como entre La Coruña y Sevilla, pongamos. Nada fundamental frente a la sensación insoslayable de hallarse en una dependencia de la propia casa, equipada con los mismos viejos y queridos muebles y desde la que se ven y se oyen paisajes distintos, pero palabras iguales. No, para un español la llegada a América es algo que ningún otro viajero de otro sitio podría comprender.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Pequeñas ilusiones

Hoy no está de moda hablar de ilusiones. No está de moda hablar de muchas cosas, sobre todo si se refieren al sentimiento y vienen de generaciones anteriores, pero me parece que de ilusiones menos todavía. Los poderosos santones que se han adueñado de nuestra libertad de elección, que han reducido a uno, el suyo, todos los gustos, y que han logrado conducirnos a todos por la senda que se han propuesto para su conveniencia, han dictaminado que no es de hombres de nuestro tiempo andar con inutilidades propias de melancólicos y poetas; las ilusiones no se comen. Pero resulta que nuestra condición, la de ellos también, es la de seres débiles, y eso nos obliga a vivir sostenidos por los pequeños anhelos que solicita el corazón y por la esperanza de su cumplimiento. Es decir, por las ilusiones.
Conocí a alguien cuyo acto primero de cada día era el de abrir el periódico para leer la columna de su escritor favorito. Al hombre la vida no le había ido precisamente bien; el mundo era para él un lugar hostil, en el que el acto más inteligente que cabía hacer era irse de él de una vez; los amigos, la lealtad, el cariño eran palabras bonitas, pero las reales eran decepción, egoísmo, soledad; hacía tiempo que no sabía lo que era una esperanza, ni siquiera la de tenerla. Y sin embargo, el breve placer diario que le proporcionaba aquella lectura le bastaba para seguir viviendo. La pequeña ilusión de cada mañana de encontrar un pensamiento con el que identificarse o una afirmación que suscribir interiormente o la frase mágica que parece escrita pensando en el propio estado de ánimo, sostuvieron poco a poco el débil hilo, hasta que todo pudo volver a ser como antes.
A nuestra pequeña vida poco le afectan las grandes definiciones ni los grandes movimientos de fuerzas. El único mal que en verdad amenaza a nuestro espíritu es la carencia de algo que esperar. Si fallase la última ilusión, si se apagase hasta el más pequeño rescoldo del último motivo, todo quedaría plano y oscuro como la noche. Pero mientras están ahí, nos sostienen sin darnos cuenta, nos empujan hacia adelante, la ilusión por nosotros, por nuestros hijos, por el viaje de mañana, por la cena de hoy con los amigos. Nos componemos de ellas en todo grado y categoría, desde esas notas de fin de curso que hoy nos traen hasta una mejor vida en el más allá, que ha sido siempre la gran ilusión humana por antonomasia.
Las ilusiones no se comen, pero alimentan, decía un personaje de novela que apenas ya las tenía. El día está lleno de ellas, unas de realización inmediata, otras a distintos plazos, pero todas juntas forman el único entramado que sostiene nuestro vivir. La simple ilusión de tenerlas ya es una buena ilusión. Luego, poco a poco, van muriéndose cumplidas o quizá a veces caídas, pero no importa demasiado, porque otras van apareciendo espontáneamente y nos obligan a seguir tras ellas para conseguirlas, y así es posible ir tirando con el alma alegre. Y al final nos daremos cuenta de que las ilusiones son las partes indivisibles del último estado en el que podemos refugiarnos.
Esas pequeñas ilusiones de cada día, que nos vamos forjando sin querer ni pretender y que pierden todo su hermoso brillo cuando se cumplen, son las que nos traen buena parte de las menudas alegrías que nos son dadas. No las despreciemos ni nos sintamos disminuidos en nuestra consideración por confesarlas ni por entregarnos en sus brazos, que no es que de ellas también se viva, sino que sólo con ellas puede vivirse.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Lo que tenemos que aprender

A nuestro sol le quedan unos cinco mil millones de años de vida, semana más o menos, así que habrá que darse prisa para hacer algunas cosas antes de que la eterna sombra caiga sobre la Tierra. Hay una larga lista. Por ejemplo, hay que seguir acabando a buen ritmo con las fuentes de vida del planeta, con los bosques amazónicos y africanos, los mares, los ríos y la atmósfera, más que nada para ir anticipando el momento y que luego resulte menos doloroso acabar con un planeta ya muerto que con uno lleno de vida.
Habrá que apresurarse también a seguir acumulando pruebas que dejen constancia ante posibles colegas de otros sistemas planetarios, de que la especie principal que habitó esta esfera orbital del sol tuvo como rara característica la de poseer un cerebro totalmente desproporcionado con relación a su organismo; un lujo inútil, puesto que apenas pudo sacarle una mínima parte de sus posibilidades. Y de que su desarrollo científico no recorrió el mismo camino que el moral, ni llegó a poseer jamás conciencia colectiva ante el dolor y el sufrimiento que causó continuamente, sin cesar ni un solo día, a lo largo de toda su estancia en el planeta.
Hay que pensar también en apurarse para acabar de eliminar en nuestros jóvenes el valor de los viejos ideales, familia, amistad, fidelidad, honor, trabajo, respeto, y sustituirlos por otros de mucho más alcance y capaces de hacer feliz, no a uno, sino a todo el conjunto de la humanidad: hermandad universal, antiglobalización, relativismo en los afectos, acracia. Al paso que se lleva y con el ahínco que se intenta, ese nuevo orden moral y esa transformación de las relaciones familiares y sociales que nos han servido hasta ahora no tardarán en hacernos llegar sus benéficos efectos.
A nuestra casa le quedan unos cinco mil millones de años de vida, pero el hombre lleva viviendo en ella tan sólo millón y medio, así que también cabe tener la esperanza de que, en vez de apresurarse con lo que está haciendo, aprenda a reflexionar y a sacar conclusiones de la breve historia que aún tiene. Largo plazo de fianza. Puede que los efectos, si aprendemos pronto, ya los disfruten los que vivan aquí en el año cien millones, que, por cierto, será bisiesto. A nosotros nos toca seguir preguntándonos por nuestra condición de seres desorientados, ilógicos, insatisfechos, y autodestructivos. Lo malo es que tampoco sabemos la respuesta.

sábado, 1 de noviembre de 2008

El lenguaje sexista

Vamos a ver si de una vez somos capaces de hablar correctamente, sin lenguaje sexista, tal como nos enseñan a diario los políticos y políticas más progresistas. No es fácil, porque todos los niños y niñas de nuestra generación, y en general todos los españoles y españolas, hemos sido educados por nuestros maestros y maestras en la idea de un género único que englobaba al otro. Es de esperar que los profesores y profesoras de ahora enseñen a sus alumnos y alumnas a eliminar esas expresiones gravemente discriminatorias, para que cuando ellos y ellas se conviertan a su vez en educadores y educadoras puedan hacerlo a su vez con total convicción. Es una clamorosa demanda social, algo que los ciudadanos y ciudadanas exigen cada vez con más fuerza, desde los médicos y las médicas hasta los conductores y conductoras, y desde los fontaneros y fontaneras hasta los buceadores y buceadoras. La única que de momento no lo demanda debe de ser la Iglesia, quizá porque apenas lo necesita para sus cargos, pero puede que en los ratos que le dejen libre la preparación de sus pastorales sobre la justicia de la causa de los violentos y las violentas se decidan a modificar algunos textos y hablen ya de la comunión de los santos y las santas, de la resurrección de los muertos y muertas y del perdón de los pecadores y pecadoras. Cuánto lo agradecerían entonces todos los cristianos y todas las cristianas.
Es cierto que el mundo está lleno de problemas muy graves, que hay multitud de hambrientos y hambrientas, de necesitados y necesitadas, de hombres y mujeres víctimas de la guerra y la miseria, pero no me negarán que resulta absolutamente necesario dedicar tiempo y esfuerzo a fijar en la mente de todos nosotros y nosotras esta idea. No en vano se espera de nuestra condición de civilizados y civilizadas que sigamos en vanguardia de la igualdad y la no discriminación. Que los viajeros y viajeras que nos visiten se encuentren aquí con un claro afán de ser justos y justas con nuestras palabras. Seamos correctos y correctas políticamente para poder aspirar a que nos llamen progresistas.
Por mi modesta parte ya ven que estoy haciendo lo posible para llevar a mis lectores y lectoras, y a todos los desinteresados y desinteresadas que pueda, esta necesidad apremiante para el equilibrio psíquico general. Y si todos los autores y autoras siguieran este ejemplo, ya nadie se sentiría ofendido ni ofendida y la sociedad habría dado un gran salto hacia la felicidad. Claro que puede que vengan algunos y algunas lingüistas a decirnos que existe un género llamado de sentido, que incluye a los dos sin necesidad de especificar el segundo, pero qué saben ellos y ellas. No se dan cuenta de que con eso se causa profundos traumas y hace que muchos y muchas vivan con la angustiosa sensación de sentirse discriminados y discriminadas. No les hagamos caso.

viernes, 24 de octubre de 2008

Una trágica historia de amor

La noticia apareció perdida entre la maleza de opiniones, análisis y comentarios desatados por la crisis de la que tanto saben todos. Era una noticia humilde, como con temor de molestar, e informaba de que un anciano, tras conocer que padecía una enfermedad terminal y que ya no podría seguir cuidando a su esposa, enferma de Alzheimer, decidió acabar con la vida de ella y luego con la suya propia. Su mano temblorosa no fue capaz de acertar en el último momento a la sien y aún tuvo que sufrir la vida durante algunas horas más antes de irse definitivamente con ella.
Yo no sé de nadie que pueda dictaminar con legitimidad sobre las conciencias, y quien se atreva a hacerlo allá el. La moral universal, esa que nos protege de la desaparición como especie, es eso, universal, y no puede regir las más íntimas turbulencias del corazón. Este anciano quiso poner orden en su pequeño universo, hecho de amor y soledad, y no se le fue ofrecida más opción que la fusión definitiva de los dos con las sombras del misterio inalcanzable. Abdicó de la vida para no abdicar de su amor.
Humano, profundamente humano. Allá donde no alcanza la salvadora luz de la comprensión que se callen los valedores de la justicia. ¿Quién puede saber de esa lágrima que le tuvo que asomar a los ojos cuando apoyó el cañón en la cabeza de ella? ¿Para quién fue su última plegaria y su último pensamiento cuando la mano temblorosa buscaba el sitio fatal? Una vida convivida con toda la intensidad y la dimensión que brinda un tiempo prolongado puede hacerse un todo casi indivisible si está amalgamada por el amor. A este anciano le fue denegada la petición de poder cuidar de su esposa y se rebeló contra una decisión tan implacable, porque nadie lo podría hacer como él. Nadie sabría.Tal vez no consiga ninguna página de recuerdo en ninguna crónica del sentimiento, ni mucho menos alcance la aureola épica de otros casos similares, como los de Kleist, Koestler o Zweig, pero uno quiere al menos dejar constancia de su comprensión, que es una virtud que no se lleva bien con el acto de juzgar.
Ya está escrito: entre lo que existe y lo que no existe, el espacio es el amor.

sábado, 11 de octubre de 2008

La vejez

La vejez debe de ser el único sitio al que nadie quiere llegar, pero al que tampoco hay nadie que no quiera llegar. El camino hacia la vejez no lo anda uno libremente y eligiendo bifurcaciones a su antojo; es de dirección única y no es posible detenerse en él ni para tomarse un breve respiro. Se ha dicho que saber envejecer es una de las obras maestras de la sabiduría. Debe de ser también una de las más difíciles, a juzgar por el empeño que ha puesto siempre el hombre en evitarlo. La vejez puede que sea un tiempo de mirada serenamente distanciada y de pasiones sosegadas, pero la humanidad se ha pasado casi toda la Historia intentando eludirla. Las antiguas leyendas nos hablan de largos viajes en busca de la fuente de la eterna juventud; alquimistas y chamanes de todos los siglos buscaron con fervoroso ahínco el elixir mágico que pudiera vencer el tiempo; Fausto vendió su alma al diablo a cambio de recuperar la mocedad perdida; en los años 60 hizo furor el gerovital de la doctora Asland, que convirtió a Rumanía en meta de peregrinación de conocidas figuras cargadas de años y de dólares; en la actualidad, las clínicas de cirugía estética tienen las listas de espera cada vez más largas. O sea, que todos deseamos llegar a viejos, pero ninguno queremos serlo.
Más que un tiempo de la vida, la vejez es un estado del espíritu. Cuando se comienza a abandonar la pregunta de "por qué no" por la más profunda de "qué", cuando uno ya no se deja engañar por sí mismo, cuando el error ajeno es un recuerdo del propio, cuando se empieza a actuar como viejo, entonces se es viejo. Y ahí de nada valen los regates al tiempo ni las peticiones de ayuda al bisturí contra el calendario, que es como querer ponerle una portilla a un torrente. No sé si habrá engaño más patético que el de tener un cuerpo septuagenario con un rostro veinteañero, o una mente madura encandilada por rayos fugaces que nos fascinaron cuando no sabíamos que lo eran, y, sin embargo, estamos viendo todos los días cómo hay quien prefiere aceptar el engaño antes que aceptar la verdad del tiempo.
La vejez es el momento de echar mano de lo que se ha sabido acumular a lo largo de los años. Las sensaciones, las experiencias que fueron cayendo sobre nosotros como los granos de un reloj de arena, los quiebros hechos a la vida, los gozos reídos y las lágrimas lloradas, todo contemplado ahora por una mirada que ha ganado en distancia y hondura y se ha enriquecido con ese toque salvador de escepticismo que un joven jamás podrá tener.
"Quemad viejos leños, bebed viejos vinos, leed viejos libros, tened viejos amigos", aconseja Alfonso X, al que por algo llamaron el Sabio. Llegar a viejo, más que una condena es un privilegio, no por el cuerpo, claro, sino por la facultad de contemplar la vida del modo que sólo puede contemplarse desde ese único punto de observación. Y en último término, envejecer es, por el momento, el único medio que se ha descubierto para vivir mucho tiempo.

viernes, 3 de octubre de 2008

Dígalo sin miedo

No sé, pero da la impresión de que cada vez tenemos menos opiniones propias. Tanta presión mediática, tantos críticos dictando normas sobre los gustos, tantas voces pontificando sobre lo divino y lo humano, están consiguiendo que cada vez haya menos que se atrevan a exponer su criterio, sobre todo si se refiere a cuestiones estéticas, por temor a ser considerados unos ignorantes. Vivimos la dictadura de unos cuantos, que establecen qué pintor nos tiene que gustar por ley o ante qué corriente estilística tenemos que admirarnos. Lo políticamente correcto tiene su equivalente en lo estéticamente correcto, que es bastante más grave.
Puede que haya sido así siempre, pero cuando el arte no había salido del ámbito de lo humano no importaba. El arte cercano al hombre produce emociones, de cualquier signo que sean, y con ello cumple una función que le es inherente. Cuando se aleja, el contenido suele hacerse incomprensible y sólo importa la firma; si es una firma famosa, la obra es buena; si no, nada. O sea, que la excelencia artística está en manos de los medios. Una aberración.
Es evidente que los gustos pueden educarse y que sobre gustos sí hay mucho escrito, pero en última instancia hay que atender al grado de conmoción que produce la obra dentro de nosotros. Si nos deja indiferentes, esa obra no ha cumplido su misión, y decirlo en voz alta no es ningún signo de ignorancia. Si usted, por ejemplo, cree que lo que hacen la mayoría de los modistas no son más que absurdas extravagancias sin sentido, si algunos poemas de Alberti le parecen escritos por la chacha que vino del pueblo, si ve en Warhol un simple cartelista, y no de los mejores, si en un cuadro de Miró no encuentra más que rayas y colores, por más que se lo acompañen con un brillante alarde hermenéutico, o si piensa que la música atonal no es más que una sucesión de chirridos, no se acompleje, porque es usted quien tiene razón. Las palabras son tan flexibles que obran prodigios con los conceptos. A unos garabatos de Tàpies hechos a brocha gorda se les llama "caligrafía espiritual", y ya se les elevó de categoría conceptual, aunque siguen siendo unos garabatos. Un cuadro en un museo es, probablemente, el que tiene que escuchar más tonterías en todo el mundo, decía Goncourt. Como sabemos que detrás de todo esto no existe más que un inmenso mercado en el que lo que menos cuenta es el concepto de arte, no quitemos la primacía a nuestro criterio, aunque suponga ir contra las opiniones establecidas y casi siempre interesadas.

martes, 23 de septiembre de 2008

Al borde de lo infranqueable

Hace quizá un millón de años, algún hombre miró el cielo estrellado y se preguntó por primera vez de dónde procedía todo aquello. Y ante la gran pregunta sin respuesta surgió el mito, y así satisfizo la humanidad sus ansias de comprensión de lo desconocido y del profundo misterio que rodeaba su existencia. Fueron necesarios centenares de miles de años para que alguien tratase de convertir el mito en una incógnita susceptible de ser objeto de estudio por parte de la razón humana. La búsqueda de la explicación de la realidad visible por parte de los filósofos griegos es una de las páginas más conmovedoras y fascinantes de la historia, y su resultado fue la creación de un sistema racional que configuró un modelo del orden cósmico que se mantuvo vigente durante dos mil años, hasta la aparición de los primeros avances técnicos, ya en la Edad Moderna. En el último siglo, el progreso de la ciencia nos ha desvelado secretos insospechados. Ahora sabemos que el espacio y el tiempo no son conceptos absolutos, que las estrellas no son más que gigantescos reactores nucleares o que el átomo no es la partícula indivisible de Demócrito, sino que posee una estructura interna tan compleja como la del propio universo. Del nous de Anaxágoras hemos llegado a los quarks, y de la teoría ptolemaica, aquella que hizo exclamar a Alfonso X el Sabio que si Dios le hubiera consultado sobre el sistema del universo le habría dado unas cuantas ideas, hemos pasado a saber que nuestra Tierra no es más que un planeta pequeño, que gira en torno a una estrella mediana, perdida en el extremo de una modesta galaxia, que a su vez se desplaza por el espacio junto a millones de otras galaxias mayores que ella.
Ahora el hombre se propone dar un paso definitivo: nada menos que recrear el universo milésimas de segundo después del Big Bang. Diez mil científicos se han esforzado en construir las condiciones necesarias para liberar haces de protones que viajarán casi a la velocidad de la luz y que, al colisionar entre sí, liberarán los quarks, permitiendo así observar como éstos formaron la materia. La búsqueda va más allá; se pretende encontrar el bosón de Higgs, la llamada partícula de Dios, que sólo se conoce en teoría y que permitiría explicar el origen de la masa, casi nada.
Si todo sale como se espera, el hombre habrá alcanzado el último umbral al que le es permitido llegar y que seguramente jamás podrá cruzar, porque es el umbral del infinito. ¿Qué había antes del Big Bang? ¿En qué punto se puede localizar la primera singularidad causal que dio origen a todo lo que existe? ¿Hasta dónde es posible retroceder en lo que ni siquiera puede llamarse tiempo? Entre el primer hombre que miró el cielo estrellado y el que se dispone a lanzar los haces de protones ha pasado apenas un instante en el reloj cósmico, es cierto, pero lo limitado no puede abarcar lo ilimitado. Es posible que quedemos para siempre a la puerta del misterio. Uno se conforma con admirar a esos científicos que tratan de enseñarnos cómo fue el borde mismo de la eternidad.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Los ojos de la perrita

El otro día, mi hija volvió del colegio con una perrita que encontró en el patio. Parecía haberse perdido o tal vez había sido abandonada precisamente por ser perra o por quién sabe qué inconfesables motivos. Venía dormida entre sus brazos, con cara de estar muy a gusto en aquel calorcillo, que posiblemente hacía tiempo que no disfrutaba. Cuando la dejó en el suelo sacudió la cabeza, como desperezándose, y luego nos miró uno a uno y se tumbó patas arriba para que le rascáramos la barriga. Era una manifestación tal de confianza que tenía algo de conmovedor: aquella mirada transparente, el vivaracho hocico buscando la mano amiga, los ojos cerrados y satisfechos al recibir la caricia. Ni una pizca de recelo ni de sombra alguna. O la vida hasta entonces la había tratado muy bien o es que los perros tardan más que nadie en perder la fe en la solidaridad de las criaturas. La perrita veía en aquellos extraños, que éramos nosotros, unos amigos, y no podía plantearse que pudiera ser de otro modo. Prometía lealtad y un torrente de afecto; no conocía otro sentimiento que el afecto. Cuando esa misma tarde se la llevaron unos amigos que se encapricharon de ella, se fue con ellos igual de contenta, dando y buscando del mismo modo sus caricias. No varió su mirada comunicadora ni su ademán entregado; no vio cambio alguno en el objeto y sujeto de su cariño. Se fue como quien va a iniciar una nueva aventura con la seguridad absoluta de que ha de ser gozosa, y ojalá así le haya sido.
Los ojos de la perrita eran mansos y limpios de resabios, como lo es todo lo primerizo; como la primera nieve o la primera luz de cada día, como los brotes tiernos del trigo o el agua que acaba de asomar entre las rocas. Y uno, que en esto de los sentimientos nunca supo explicar mucho, pudo darse cuenta en apenas unos minutos de su inmenso poder, que llega a ser capaz de establecer cadenas entre desiguales. Y comprobar de paso cómo, en un estado puro, los sentimientos alcanzan una dimensión totalizadora. Para la perrita los sentimientos estaban escritos en todas las cosas que nos rodean, sin distinciones de apariencias ni de grados, y así ella los vivía. Los científicos nunca nos han dicho dónde residen los sentimientos.
Los científicos no nos lo han dicho, sin duda porque no lo saben, y a uno, sin embargo, le parece el misterio más decisivo de nuestra esencia. Si alguien demuestra que la ternura, la conmoción ante las lágrimas ajenas, la tristeza, el agradecimiento, la emoción ante la belleza, la alegría y la esperanza, el amor, el impulso de abrazar el cuerpo querido, el pudor y la vergüenza, el remordimiento, el afán de perfección o el dolor del alma no son más que una activación química de unas células llamadas axones, que se encuentran en no sé qué lugar de la corteza cerebral, entonces fuera creencias trascendentales y viva el culto de admiración hacia la naturaleza y las leyes químicas. ¿El hombre, ser creado diferenciadamente, o sus sentimientos no son más que productos de una evolución que ha avanzado al mismo ritmo que el cuerpo? Los científicos no saben decirnos nada, así que hemos de creer a los poetas cuando dicen que los sentimientos reposan en el corazón.

jueves, 4 de septiembre de 2008

Quiérete a ti mismo

Al espejo hay que procurar no hacerle demasiado caso, sobre todo cuando no nos gusta lo que nos enseña. No es que debamos cerrar los ojos a la realidad ni practicar el viejo e inútil recurso del avestruz, no; la realidad es inseparable de nuestra percepción hasta el punto de que sin una no podría existir la otra. Lo que uno trata de decir es que la realidad de lo que vemos acerca de nosotros mismos no debe imponerse sobre nuestro ánimo ni condicionar nuestra actitud ante la vida.
Estamos en el tiempo de la entronización absoluta del dios cuerpo. Nunca nuestra pobre envoltura se ha visto obligada a seguir unos patrones tan rigurosos ni unas normas tan rígidas, y al mismo tiempo tan universales, como ahora. Prohibido envejecer, prohibido engordar; hay que ser guapo, joven y delgado, lo dicen unos cuantos individuos que parecen estar en el secreto último de la belleza, casi nada. Las revistas del colorín y los programas de la cutrevisión nos machacan con los productos creados por estos nuevos chamanes: un desfile de figurillas de palabra lela, eso sí, pero sin un gramo de más y con una distribución armónica de todo su género, aunque para ello casi todas hayan tenido que pasarse sus buenos tragos liftándose, liposuccionándose, inyectándose y remendándose. Lo que hay detrás de todo esto, el imperio económico que sostiene, la ausencia de toda reflexión ética ante el hecho de primar de forma absoluta lo material del hombre sobre su espíritu, la vacuidad que supone, su intrascendencia como factor del progreso humano, la inversión de valores, todo eso no cuenta nada ante el poder del mensaje. Nadie que no se parezca a esos cuerpos de semidioses tiene nada que hacer.
Las consecuencias que esto genera van más allá de la simple categoría circunstancial. Esa niña de trece años que se arrojó por la ventana, incapaz de soportar el remordimiento por haberse comido un trozo de tarta, no es más que un grado más de un drama terrible y vital. Pesaba 47 kilos, y su momento de debilidad ante el dulce constituyó la acción más grave de su existencia. ¿Qué se le podría haber dicho? ¿Qué palabras habrían podido modificar su estado de conciencia? Es posible que la anorexia tenga una causa somática más que psíquica; quizá los enfermos se vean a sí mismos con una imagen distorsionada, como ante un espejo trucado, pero si lo que ven encajase sin chirridos en la norma, no odiarían a su propia persona. La tragedia nace del culto a una norma tan absurda como interesada.
Quiérete a ti mismo. Mira a tu cuerpo con ojos de amigo y no le impongas nada extraño, que él es como es, y a mucha honra. Aprende a convivir con él, sea como sea, que al fin y al cabo es lo único que te va a durar toda la vida. Si te salen unos kilos y no te gustan, trata de quitártelos, pero sólo porque te parezcan mal a ti, no a los demás. Si eres calvo o tienes una nariz como un apagavelas, acéptate así con serena naturalidad, sin pensar en nadie. Uno de los secretos de la paz interior consiste en evitar que el cuerpo y la mente se odien el uno al otro, porque ambos son únicos y ambos conforman la indivisibilidad del ser. La armonía entre ellos es la armonía de uno mismo. Y en último término, al cuerpo no lo pueden fabricar ni las dietas ni el gimnasio ni el bisturí; lo fabrica el espíritu.

sábado, 16 de agosto de 2008

¿Hay alguien ahí?

Ni una sonrisa será capaz de detener a un asesino, ni una canción podrá parar jamás una guerra, ni esto que estoy escribiendo ahora valdrá para gran cosa, como todo. Puede que no haya nada más digno de una compasiva mirada de condescendencia que los suspiros satisfechos del pretencioso convencido de que puede modificar con sus palabras las líneas maestras del mundo. Acaso fuese bueno, pero no. El latido de un artículo de prensa dura desde el desayuno hasta el café de sobremesa, y el del resto poco más. Su condición es ser efímero, y su destino el de sumirse en el olvido bajo el ingente montón de palabras que salen al aire cada día.
Y entonces ¿por qué escribir? Pues acaso sea por la oculta vanidad de pretender dar testimonio de uno mismo. O quizá por la belleza especial que tiene todo lo inútil y que atrae con mucho más vigor que la del práctico y utilitario objeto que nos hace la vida más cómoda. O puede que en realidad, como ya alguien dijo, no exista nada inútil, ni siquiera la misma inutilidad. El caso es que uno se sienta ante su pantalla en blanco con el ánimo dispuesto a enlazar palabras que den fe de ideas y pensamientos, de reflexiones, y a veces, incluso, hasta con una cierta pretensión de belleza, tan atrevido puede volverse uno. Buscará un lenguaje grave o irónico, en función del tema o de su propio estado de ánimo, siempre con la inquietud de conseguir algo literariamente correcto y en pelea constante con las limitaciones del idioma y, sobre todo, con las propias, que son bastante mayores. Luego, en algunas ocasiones, algún lector escribe o llama, pero la gran mayoría calla y se guarda para sí sus opiniones sobre lo que ha leído, lo que deja al autor a solas consigo mismo. ¿Hay alguien ahí?, gritaba un columnista ante el silencio que recibían sus páginas. Por eso, cuando a uno le llegan amables comentarios desde Argentina, por ejemplo, pone en cuestión todo lo anterior y siente en su interior un ramalazo de mudo agradecimiento.

sábado, 9 de agosto de 2008

Por encima de la conciencia

Aplastar la conciencia propia en aras de otros, acallar su voz para no verse expulsado del rebaño y de la oportunidad de seguir pastando tranquilamente, anular sus convicciones más personales para no aparecer como un rebelde disidente, esa es la desgraciada función que la mayoría de los políticos se ven obligados a ejercer una vez deciden dedicarse a esta actividad. Se vota en el Congreso una propuesta cualquiera, sea una gran obra que beneficiaría a la propia región o una de esas que cuestiones que rozan lo moral y que afectan a las convicciones más íntimas. El jefe del grupo hace una señal con los dedos indicando el sentido del voto, y el beneficio de la región y la voz de la conciencia se van a freír churros. ¿Cómo van a oponerse estas trivialidades a la suprema voz de su amo? ¿Qué importancia pueden tener las pequeñas verdades personales ante la verdad absoluta que encarna el sumo sacerdote del partido?
Se cuenta que, en 1873, Nicolás Salmerón dimitió de su cargo de presidente de la I República porque su conciencia no le permitía firmar una pena de muerte. Se cuenta porque es un caso tan infrecuente en la clase política que continúa siendo un referente solitario, sin descendencia. ¿Cuántos han tenido que poner tapones en los oídos de su conciencia para dar su voto afirmativo a leyes que chocaban contra su propia moral? ¿Cuántos de quienes han votado la derogación de los trasvases lo han tenido que hacer conscientes de que dejaban a su región sin agua? ¿Cuántos se han tragado su patriotismo cuando dijeron sí a la negociación con los terroristas o al estatuto de Cataluña?
Dura servidumbre del político esa que le impide ejercer lo que él mismo presume de tener como bandera: el derecho a la libertad. En este caso la libertad de conciencia, quizá la más necesaria de todas las libertades.

miércoles, 23 de julio de 2008

La manía de pensar

Es que apenas se piensa. Los pensamientos propios, esos queridos y a veces rebeldes pensamientos que nos hacen ser como somos y configuran nuestra carta de naturaleza espiritual, están siendo arrinconados por los de unos cuantos que lo dominan todo y a los que se les permite enseñorearse de ellos. Parece que ya nadie está a gusto con sus silencios. Se huye de lo que pueda decirnos nuestro propio interior. Se busca siempre alguna voz ajena que anule a la nuestra. Hay quien no puede salir a pasear con el único acompañamiento de sus ideas, sino que ha de ponerse en los oídos unos auriculares para recibir sonidos, cualquier sonido, sea la publicidad o el charloteo de unos profesionales de las tertulias que lo mismo opinan sobre el Big-Bang que sobre los efectos de la globalización en la sociedad zulú.
Se está entregando la facultad de pensar a cambio de que nos ocupen la mente. "Lejos de nosotros la funesta manía de pensar", proclamó la universidad de Cervera para fijar su fidelidad al rey absolutista. Hoy el absolutismo se ha trocado en el intento de llevarnos hacia el pensamiento único, haciéndonos renunciar a nuestras convicciones morales y de cualquier índole. Todos hemos de pensar lo correcto, es decir, lo que entienden por correcto quienes controlan los medios. Hay que obedecer la opinión ya establecida sobre los inmigrantes, los homosexuales, el aborto o el cambio climático. Que no tengamos ocasión de pensar. Quizá sea porque, según los expertos, razonar no es cuestión que dependa de la inteligencia, sino que se aprende con el ejercicio.
A mis soledades voy, de mis soledades vengo, porque para estar conmigo me bastan mis pensamientos. Puede, don Félix, pero es que en su tiempo no existían los robaalmas, ni los hechizos ante ellos, en la misma dimensión que hoy. El progreso es hijo a la vez del tiempo, de la sana voluntad del hombre y del maligno, pero hay algunos que parecen ser únicamente hijos del maligno. Cuando el progreso aliena no puede tener otro padre.
Si quieres oír cantar a tu alma, haz el silencio a tu alrededor, escribió otro poeta. El silencio rumoroso del bosque o el murmullo silencioso del mar o acaso el aliento enmudecido de los campos, allí donde sientas que ninguna voz ajena merezca quitarte tu propia compañía para darte a cambio basura elaborada.

miércoles, 9 de julio de 2008

Reclamación de lo obvio

Uno, que jamás en su vida se había adherido a manifiesto alguno, acaso porque el número de sus certezas absolutas siempre fue más bien escaso, lo ha hecho ahora con la conciencia gozosa y sin el menor atisbo de reserva. Y el caso es que, para ser el primero, resulta ser un manifiesto a favor de la obviedad. Lo obvio no se pide; adquiere realidad por sí mismo, se encuentra ante nosotros y condiciona nuestras decisiones hasta someterlas todas a su sola presencia. Algo falla cuando hay que reclamarlo. Algo habrá que preguntarse cuando es necesario un manifiesto para exigir la obviedad de que en España se enseñe el español. Lo que sería impensable en cualquier país europeo, aquí adquiere carta de cotidianeidad. Que en una nación que ha sido capaz de crear un idioma universal, imprescindible en la historia de la literatura y floreciente tanto en su extensión como en su creación, tengan que ser los colectivos sociales los que lo defienden para que no desaparezca de algunas zonas de su propia tierra, supone un fracaso absoluto de su clase política y la evidencia de que los ciudadanos no están enfermos de los complejos que atenazan a sus dirigentes. Lo que comenzó al principio de la transición como un generoso intento de proteger las lenguas regionales y de conseguir una grata convivencia con su hermana mayor sin ninguna connotación política, terminó convirtiéndose en una imposición excluyente que deja pequeña a la que ellas sufrieron en algunos años pasados. Es la obra de unos políticos cerriles y biliosos, con vocación tribal, a quienes no les importa privar a las nuevas generaciones de un instrumento de comunicación universal con tal de poder usar su propia lengua como estandarte de sus ensueños nacionalistas. Mientras, ellos llevan a sus hijos a los mejores colegios bilingües.
No es que el español vaya a desaparecer de esas regiones. Su inercia es demasiado poderosa y su pujanza lo suficientemente vigorosa para bastarse a sí mismo. No hay más que darse una vuelta por Cataluña o el País Vasco para comprobar que sus ciudadanos, en contra de sus dirigentes, no conciben una situación social sin él, ni tampoco lo pretenden. Lo preocupante es que ese esfuerzo de erradicación se realiza con el propósito de eliminar el principal elemento de cohesión nacional, fútbol aparte, en la certeza de que, una vez conseguido, ya todo será más fácil, porque las demás ligaduras -historia, sentido de pertenencia común, tradiciones y costumbres compartidas- son más fáciles de desatar. Si para eso es preciso privar a los padres del derecho a educar a sus hijos en la lengua de todos, menoscabando el principio de igualdad, pues se priva, y además con gesto satisfecho.Parece que el manifiesto está teniendo un número de adhesiones que desborda todo lo previsto. A ver. Alguien ha dicho que un político se diferencia de un estadista en que, mientras el primero piensa en las próximas elecciones, el segundo piensa en la próxima generación. Pues esta parece una buena ocasión para saber si tenemos estadistas.

sábado, 14 de junio de 2008

Las señoras ministras

Estas señoras ministras es que no paran. Qué ingenio, qué cultura, qué capacidad para los hallazgos idiomáticos. También los ministros, no crean, pero parece que ellas son más lucidas en esta cuestión. Ya en los viejos tiempos, Rosa Conde, ¿se acuerdan?, decía que aquello de que el hombre es un lobo para el hombre lo había dicho Job, el pobre y paciente Job, que en su vida apenas dijo nada; se conoce que nunca había oído hablar de Hobbes. Rosa Regàs no llegó a ministra, pero sí a directora de la Biblioteca Nacional, seguramente gracias a su inmensa cultura, que acreditó con el descubrimiento de que Barrabás fue uno de los ladrones que crucificaron junto a Jesús. Su jefa, Carmen Calvo, fue más allá. En una sesión parlamentaria, un senador le rebatió un argumento con algo que ella misma había dicho y terminó: "Calvo dixit". Doña Carmen se sintió insultada y replicó que ella no era ni Dixi ni Pixi, para rematar con otra muestra de su amplio conocimiento: "Sí denota usted lo de la viga en el ojo ajeno". Preocupada por la lengua sí que se la veía, porque afirmó que estaba llena de anglicanismos. Carmen Calvo era ministra de Cultura.
Y ahora, Bibiana Aído, la que echa en falta la palabra miembra, a ver cómo soportar tal atentado contra la igualdad. Claro, ministra; si el brazo es un miembro del cuerpo la pierna será una miembra. Lógica aristotélica. Lo que no sé si pensó usted es que, si todas las terminaciones femeninas han de ser en a, habrá que decir poeto, profeto o Papo. Y que también los hombres podríamos exigir periodisto, socialisto o taxisto. Menos mal que ha venido usted a iluminar nuestra lengua.
Yo creo que doña Carmen y doña Bibiana bien merecen unos versos calderonianos:

Cuentan de Calvo que un día,
tan intrigada se hallaba
que sólo se alimentaba
de una duda que tenía.
¿Habrá otra, entre sí decía,
más iletrada que yo?
Y cuando el rostro volvió
halló la respuesta viendo
que la Aído iba diciendo
la memez que ella olvidó.

miércoles, 4 de junio de 2008

Nuevos vecinos

Creíamos que el mundo era ya un patio de vecindad donde nos conocíamos todos, y resulta que no, que hay vecinos que permanecían ocultos a todas las miradas, viviendo en los escondrijos más ocultos de la casa. En un rincón perdido de la selva amazónica ha sido descubierta una tribu primitiva de la que no se tenían noticias, ni nosotros de ellos ni quizás ellos de nosotros. La fotografía tomada por sus descubridores, al menos vista con estos ojos nuestros que tanto ven cada día, desprende una sensación de conmovedora ternura, como si estuviéramos ante la muestra más delicada de la ingenuidad de un niño: los habitantes del pequeño poblado miran con cara aterrada el helicóptero que acaba de descubrirlos; algunos corren a esconderse en la selva mientras que otros se quedan firmes y se disponen a defenderse apuntándolo con sus flechas.
Las sorpresas de esta pequeña bola que nos acoge no se agotan, y ese es nuestro gran regalo. Ni la red de redes, ni los sistemas de posición global que no pierden de vista nuestro coche, ni los satélites que fisgan hasta lo que tenemos cociendo en la olla son capaces todavía de despojar a este planeta de todos sus velos. La globalización aún no puede con los últimos retales que ocultan las zonas más íntimas de la vieja madre. Mientras nos dedicamos a escudriñar el espacio interestelar en busca de nuevos seres, teníamos aquí mismo, desde hace un millón de años, a alguien a quien no conocíamos.Ya tienen trabajo los antropólogos, etnógrafos y etnólogos. También los filósofos y moralistas, porque la pregunta de qué actitud adoptar ante ellos, que a lo largo de la historia ha tenido una respuesta rotunda y carente de vacilaciones, adquiere ahora, a la luz de un pensamiento más evolucionado y acorde con un humanismo de carácter universal, una naturaleza que parece impermeable a cualquier argumento. Es cierto que a su sencillo mundo de ciclos naturales y pulsiones originarias no ha llegado ninguno de los males que nos afligen a nosotros, pero tampoco ninguna de sus ventajas, que algunas tenemos. ¿Nos es lícito inmiscuirnos en su existencia, tratar de incorporarlos a nuestro modo de vida, instruirlos en nuestros conceptos éticos o imponerles nuestra propia conciencia acerca del bien y del mal? ¿Tenemos derecho siquiera aproximarnos a ellos, sabiendo que seguramente son vulnerables a enfermedades de las que nosotros estamos inmunizados, pero que en su caso quizá resulten mortales? Y por el contrario, ¿no estaríamos faltando a la debida solidaridad humana si no compartimos con ellos nuestros conocimientos y les hacemos partícipes del progreso que pueda mejorar sus vidas? Entre la tentación de tenerlos como los pequeños párvulos de la Historia a los que hay que dar un cursillo acelerado de puesta al día y la convicción de que quizá sea mejor dejarlos en paz dentro del modo de vida que les ha permitido llegar hasta aquí, no caben medias conclusiones, pero tampoco podría llegarse a ninguna convincente. Aunque todo esto no es más que un conjunto de bellas abstracciones. Es de temer que su destino ya esté sellado.

sábado, 31 de mayo de 2008

¿Por qué hay que saltar un potro?

Debo reconocer que no soy proclive a sentir admiración por ninguna hazaña deportiva ni por sus autores. Que un ser humano sea capaz de saltar un centímetro más que otro es algo que me deja a medio camino entre la más fría de las indiferencias y la perplejidad porque semejante hecho tenga repercusión universal. Que alguien empeñe el esfuerzo de toda su vida en lograr correr cien metros en una décima de segundo menos que otro, sigue siendo para mí ajeno a toda razón objetiva. Uno cree que por tardar un minuto en recorrer cien metros tampoco ha de pasarle gran cosa.
Y cree también que la especie humana no está diseñada para saltar ni para nadar ni para correr, al menos desde que apareció el homo sapiens. Cualquier liebre desentrenada dejaría en ridículo al más admirado de nuestros campeones, y la más torpe de las nutrias sacaría los colores a Mark Spitz. No, el animal humano está hecho para pensar, y, en el plano puramente muscular, para andar, quizá porque es la actividad física más compatible con el ejercicio del pensamiento. Que la educación física sea una disciplina obligatoria en nuestros planes de estudio no es más que otra de las imposiciones absurdas que se registran. Habría que ver por qué hay que obligar a correr a un niño cuyo carácter, a lo mejor, le inclina a tomarse todos los actos de su vida con calma, sin preocuparse de la dureza de sus músculos. Así, nuestros hijos terminan su ciclo formativo sin poder escribir tres líneas sin faltas de ortografía y sin saber distinguir entre Moisés y Buda o, aún peor, sin que nadie les haya hablado de educación cívica y de aquel viejo concepto de urbanidad, pero, eso sí, saben saltar un potro.¿Que el deporte es bueno para la salud? Puede, aunque desde luego debe de ser bastante mejor para las marcas comerciales deportivas que para los meniscos. Si fue necesario crear una nueva rama de la medicina para ocuparse de las lesiones que produce, muy bueno no parece que sea. Ya lo presumía Chesterton, que cuando le preguntaron si había practicado algún deporte para encontrarse tan bien a su edad, respondió: "El único deporte que hice fue ir andando a los entierros de los amigos que habían hecho deporte".

Algunos de mis libros


El entierro de Lucas

El día que llevaron a enterrar a Lucas del Toro comenzó su verdadera pesadilla. Porque Lucas no había muerto. Estaba bien vivo, pero cómo demostrarlo cuando a uno le han borrado de todos los registros. La vida plácida y sin sobresaltos de Lucas se convirtió en un angustioso círculo sin salida posible entre la indiferencia de sus vecinos, algunos de ellos -el cura, el juez, el psicólogo, el enterrador, el director de banco-, se definen a sí mismos por su actuación. Sólo una chica, otra perdedora solitaria como él, le ofrece comprensión y ayuda, hasta ejercer un papel decisivo en el desenlace final.
Novela de humor y ternura, que capta el interés del lector desde la primera línea y que le lleva desde la carcajada hasta la emoción más intensa, narrada con una prosa sugerente y llena de matices. Una historia que se convierte en una reflexión desenfadada y amable sobre nuestra existencia.
(KRK Ediciones. Oviedo, 2015)


El testamento de la marquesa

Historia de un hombre a quien se le ha concedido un concepto particular del tiempo. Naturalmente, esto ha afectado en diverso modo a su vida, pero un día se encuentra ante un gran desafío y lo acepta: ha de permanecer durante un año en el panteón donde reposa el cadáver de una mujer de cuerpo horrible y una inmensa herencia. Lo que ocurrió dentro de aquel panteón pertenece a la conciencia del protagonista y al interior de este libro, pero creo que también a todos los lectores. Premio Felipe Trigo de Novela. (Editorial Bitácora. Madrid, 1992)
 
 
El viaje más oscuro

Cuatro amigos, tras una cena abundantemente regada, deciden combatir el hastío de sus vidas mediante una peligrosa apuesta, cuyo premio habría de ser aún más peligroso, tanto para ellos como para las personas que aman. La peripecia de aquella larga y oscura noche, en la que los sentimientos se desatan y la vida diaria adquiere una dimensión diferenciada, es descrita a través de uno de sus protagonistas, cuya evolución va envolviendo al lector hasta el sorprendente desenlace final. (Editorial El Clavell. Premià de Mar. Barcelona, 1999)
 
 

La noche de las termitas

Intensa historia de ternura y volencia, ambientada en la España esperanzada y convulsa del Trienio Liberal y desarrollada a través del itinerario físico y espiritual de un joven estudiante francés enrolado en las fuerzas que vinieron a poner fin a aquel período. El proceso interior del protagonista corre paralelo a su obligado peregrinaje por una tierra que le es extraña y al encuentro con unas gentes, en especial una mujer, que irán afectando a su conciencia del deber, insinuándole a cambio un deber de conciencia, hasta llegar al desenlace. (Ediciones Libertarias. Madrid, 1995)



 
Esta tierra en que nacimos

Visión de Asturias entendida como una amante de idilio turbulento, a la que se le gritan sus defectos, pero sin la que no se puede vivir. Asturias caminada a paso lento, de oriente a occidente, con el ánimo bien dispuesto para dejarse impresionar hasta por la más humilde hierba del camino. Una visión en la que el rigor histórico se da la mano con el lirismo más puro y que seguramente ha de satisfacer incluso a los que no conocen ni sienten esta tierra en que nacimos.





Unos días nada más

Selección de relatos por los que desfilan una serie de personajes bien diferenciados, pero unidos todos por un ansia de búsqueda común ante los grandes interrogantes de la condición humana. Está formado por La alambrada, En la cabaña, Oigo gritar al diablo, La misión, La respuesta, Como usted quiera madre y Unos días nada más.













Vieron y hablaron de nosotros

Asturias puesta ante el espejo de la Historia. Cómo la han visto los viajeros que han pasado por aquí a lo largo de los siglos. (Ediciones Azucel. Avilés.1989)







Pepa Osorio

Biografía de esta singular pintora y singular mujer.
(Cajastur, Oviedo, 1992)









Asturias monumental y turística
Editorial Everest. León, 2003.











Asturias: arte, naturaleza y vida



Ediciones Lancia. León, 2001.









Gijón, una ciudad de dos mil años



Editorial Azucel. Avilés, 2002.







Prerrománico y románico en Asturias

Ediciones Lancia. León, 2001.










Guía artística de Oviedo


Ediciones Lancia. León, 2009.









El románico en Lugo

Ediciones Lancia. León, 2008.