miércoles, 16 de diciembre de 2020

Cuando acabe la pandemia

 Mi amigo tiene las ideas claras; siempre las tuvo, pero parece que ahora, tras la experiencia semieremítica de la pandemia las tiene todavía más definidas. Está la mañana envuelta en una calima grisácea, desdibujada la línea del horizonte y con los sentidos preparados solo para percibir lo cercano. Quizá porque todo invita a la introspección o porque los deseos cuando se convierten en palabras parecen más próximos a su cumplimiento, mi amigo me habla de las primeras cosas que piensa hacer en cuanto acabe esta pesadilla. Veo que necesita decirlo, aunque no sea más que por establecer prioridades cuando llegue la liberación:

-Lo primero, buscar el abrazo de los míos. Abrazarnos sin limitaciones, valorar ese contacto físico que nos estuvo prohibido. Besar y tocar a los que quiero, sobre todo a los niños. Esta maldita epidemia nos está privando de los momentos más gratificantes que se pueden disfrutar a esas alturas de la vida: la relación con los nietos, sus risas, sus caricias, sus camelos. Momentos que son irrecuperables, porque en este punto el tiempo pasa deprisa y cuando uno quiere darse cuenta, ni ellos son ya los niños que se sentaban en las rodillas ni nosotros vemos el fin con la distancia de antes. Volver a poder reunirnos para comer juntos cuando queramos, celebrar los cumpleaños como siempre, poder despedir a los que se van.

Volver al café de media mañana, en la cafetería de siempre y con el periódico de siempre y decir sí a un amigo que me llame para salir a picar unas tapas. Me he dado cuenta de la fuerte dependencia que tenemos de las costumbres, cómo notamos no poder practicarlas y con qué intensidad las retomamos cuando vuelva a ser posible.

Ir al primer partido de fútbol que haya, a cualquier manifestación o a cualquier conferencia, no porque me interesen, porque raras veces lo hice cuando podía, sino por estar rodeado de humanidad, por sentirme miembro del rebaño, por palpar la presencia cercana de mis semejantes. Yo, que siempre me tuve por algo antisocial. Voy a tomarlo como una de las enseñanzas de este virus

Y viajar. Ir con quien quiera y por donde quiera sin cierres perimetrales ni controles ni toques de queda. Ir y encontrar todo abierto, dispuesto a acogerme, a darme un café o a ofrecerme un servicio. Desquitarme de tanta caminata circular y de tantas persianas bajadas.

Todo eso haré. Ya ves qué pocas pretensiones. Solo volver a lo mismo. Qué valor adquieren las cosas más insignificantes cuando se pierden; qué poca estima concedemos a lo que nos es dado de suyo; qué de enseñanzas podemos sacar de todo esto.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué bonita manera de recoger el sentir de muchos. Indudablemente, la felicidad está en la sencillez. Nada de lo que usted ha dicho cuesta dinero (bueno, salvo viajar...) y desde que no lo tenemos al alcance de la mano la vida merece un poco menos la pena.
Enhorabuena por su artículo