miércoles, 2 de diciembre de 2020

El último exceso

Hay por ahí una fotografía, entre un millar de otras parecidas, que, vista sin palabras al pie, pondría el corazón del que la ve en el más alto extremo de la compasión por un semejante. Está tomada en una plaza de Buenos Aires. Son dos personas, una mayor y otra más joven, llorando desgarradamente y abrazándose con fuerza, como si quisieran fundirse en uno solo. El mayor muestra en el rostro una desesperación extrema: la cara levantada, la boca abierta; se adivina el grito que sale de su garganta; es la imagen de la desolación más absoluta. El más joven esconde su cara en el pecho del otro y solo deja ver unos ojos que traslucen el dolor de un drama sin consuelo posible. Los brazos de cada uno se aferran al otro como vasos comunicantes de una pena infinita. Se diría que la vida se ha acabado para ellos. 

No es el dolor nacido de una gran catástrofe colectiva ni de una matanza terrorista ni por alguna gran desgracia que esté acabando con la ciudad; es que ha muerto un jugador de fútbol. Se ha detenido su país como atenazado por la sorpresa, a pesar de que todo él llevaba ya mucho tiempo siendo la crónica de una muerte anunciada. Resulta difícil de entender tanta desmesura como no sea atendiendo tan solo a los rincones más complejos y ocultos del interior del ser humano, allí donde se esconden las emociones más primarias, esas que no tienen explicación racional ni lógica. Esas que se escapan a cualquier análisis, pero que nos sirven para dar salida a nuestra necesidad de escape pasional. 

No fue ni mucho menos el que más títulos consiguió, más bien fueron pocos, ni el que más goles marcó. Eso sí, fue autor de uno que todos vimos hasta el hartazgo y de otro que nunca debió serlo porque lo marcó con la mano. A este le llamaron el de la mano de Dios, al otro el gol del siglo. Luego, como entrenador fue un fracaso absoluto. Pero sobre todo fue un fracaso en su vida personal y un pésimo ejemplo para los niños y jóvenes. Si de Valle se dijo que era eximio escritor y extravagante ciudadano, de este cabría decir que fue un buen futbolista y un ciudadano impresentable. Y sin embargo fue venerado literalmente como un dios y ensalzado hasta el ridículo, como el de aquel locutor que, cuando el famoso gol, parecía romper el micrófono con sus gritos desaforados preguntándose de qué planeta había venido, llamándole barrilete cósmico y desgañitándose entre lágrimas. Y eso que era uruguayo. 

Pisó todos los lodazales y fue una triste víctima de su propia debilidad, pero uno cree que merece un recuerdo agradecido por lo feliz que hizo a los aficionados al fútbol y por la cuota de orgullo perdido que devolvió a sus compatriotas.

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