miércoles, 28 de abril de 2021

El triunfo de lo vulgar

Entre las cosas que este tiempo tecnificado y globalizador nos está llevando, quizá a la que menos importancia demos, a pesar de ser sumamente evidente, sea el sentido de lo bello como categoría. El gusto por el buen gusto, el respeto hacia los demás y hacia uno mismo basado en la búsqueda de una imagen agradable de las cosas. La moda es practicar una trasgresión constante de la estética, tanto en lo material como en lo inmaterial. Lo roto, lo sucio, lo zarrapastroso, y en otros aspectos, los berridos, las groserías, todo triunfa como seña de identidad de nuestro tiempo. Debe de ser cosa de los momentos de desorientación, cuando se han perdido los ideales y ya nos causa cansancio todo lo que nos ha mantenido hasta ahora o cuando casi todos los caprichos se han cumplido y nada nos llena, que llega la hora en que aflora lo más rastrero en todas sus manifestaciones. Estamos asistiendo al triunfo absoluto de lo cutre, lo inmundo y lo fétido. Peor aún, a su normalización; peor aún: a su instalación como categoría propia. Es un espectáculo continuo, que hace pensar que, si esto es lo que nos ha traído la generalización de las comunicaciones, quizá habría que lamentarlo por lo que afecta a la salud intelectual de la ciudadanía.

Ya no es solo en la moda o en las tendencias artísticas, donde cualquier extravagante adefesio encuentra acomodo bajo la capa de la modernidad. Es también en las conductas personales y en las actitudes que determinan los comportamientos sociales y que se reflejan de manera clara en los programas de algunas cadenas de televisión. Personajes que subastan su dignidad al mejor postor, gentes que venden su intimidad por un cuarto de hora de gloria. Hace poco, el hijo de una famosa folclórica convertía en un serial los problemas de herencia que tenía con su madre. Ahora es la hija de otra folclórica la que mantiene en vilo al país cada día desgranando por capítulos su relación con su ex marido y su hija. Y antes fueron otras y luego serán otras más. La telebasura se alimenta a sí misma. Por lo visto no cansa ni mancha a quienes nos la ponen delante, y seguramente estará engordando los bolsillos de todos. Al margen de toda consideración moral, y antes de que alguien salte con el consabido argumento de la relatividad de ese concepto, lo cierto es que cualquier programa de esos es un torrente de mal gusto, verdadero monumento al feísmo y la cutrez. Pero hay que decir que al menos sirven para hacer felices a miles de espectadores cada día. A lo mejor es, como ya decía Petrarca, que es tan grande nuestro miedo a encontrarnos solos que buscamos refugio en la vulgaridad.

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