Nos dicen que, cuando todo esto acabe, nos espera una travesía difícil hacia la normalidad que perdimos, y que no será en breve plazo. Crisis es esa palabra maldita que está en todas las bocas y en todas las partes, hasta en los aledaños del poder, que no suelen reconocerla fácilmente. Crisis en la economía, en la sanidad, en la justicia y en la educación. Crisis también en el empleo, en el comercio, en nuestros bolsillos y hasta en nuestros hábitos, que quizá ya no serán los mismos. Crisis de ideas y de voluntades. Crisis de confianza y de esperanza. En realidad, casi todas ellas son más o menos permanentes, y por tanto llevaderas, pero cuando se les añade las de unidad e identidad todas se potencian y se nos presentan con una cara más cruda. Ojalá que el virus, con su terrible exhibición de poder, nos haya traído una nueva forma de mirar la realidad, alejada del terruño y de particularismos, para abarcar la totalidad del horizonte y centrar fuerzas en lo que realmente importa a todos. Que nuestros políticos se deshagan por una vez de sus eternas querencias sectarias y aúnen sus ideas y sus esfuerzos para empujar el carro hacia adelante.
Vamos a creer que cuando nos libremos de esta pesadilla tengamos una ilusión renovada y nuevas ganas de hacer cosas, como si hubiésemos dejado atrás un camino accidentado y entrásemos en otro más brillante y sosegado. Una mirada hacia atrás nos enseña que después de todas las grandes pandemias que diezmaron naciones enteras a lo largo de los siglos, casi siempre ha venido un período de euforia que propicia un progreso material y de pensamiento y una forma más positiva de ver las cosas. Los que tengan ocasión de contemplar este tiempo con perspectiva de años, quizá lo señalen como el punto de referencia que marca el fin de una época y el comienzo de otra.
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