Al lado de las grandes tragedias que afligen estos tiempos,
guerra, pandemia, terremotos, cuya lejanía nos las hace sentir poco más que
como simple tema informativo, el acto de esas dos niñas de un pueblo catalán
que se lanzaron al vacío, un hecho de ayer, de ahí mismo, vuelve a ponernos
frente a la eterna interrogante sobre el corazón del hombre. Uno no es nadie
para indagar los motivos que se ocultan en los escondrijos más profundos del
espíritu, y además sería vanamente pretencioso porque sin duda serán diversos y
múltiples, pero desde su mirada actual, digamos que inmersa en la normalidad,
puede imaginar su intensidad. La intensidad de su angustia, de las palabras a
medio asomar, de aquella terrible oscuridad que veían en su entorno y de los
silencios obligados en el que solo actuaron las miradas; de la certeza de una
condena a vivir con la eterna sensación de inadaptabilidad a la realidad en que
la vida las había situado. Pero sobre todo la intensidad de su propósito y de
su deseo de consumarlo.
Fue tal vez el miedo a tener que sobrevivir en un ambiente
educativo de carácter excluyente, en el que prima ante todo la supremacía de lo
propio, y en un entorno social hostil y cerrado hasta hacer sentir al forastero
que será siempre un eterno inadaptado. O acaso estemos ante las secuelas de esa
oleada de feminismo furibundo que están trastocando todos los conceptos establecidos
sin aportar a cambio más que confusión y situaciones de injusticia para las
propias mujeres. Desde el lenguaje hasta las costumbres más cotidianas, todo
hay que pasarlo por el tamiz de la nueva corrección feminista, pero nadie
parece pensar, por ejemplo, en las consecuencias de unas leyes sobre la
identidad sexual que crean el caos en las mentes aún en formación. Las dos
hermanas tenían doce años. Lo que hace este caso aún más dramático es su
desamparo espiritual y, desde luego, el grado excepcional de comunión entre
ambas.
Morir juntos y voluntariamente parece el sueño de los dioses o de
quienes aspiran a ser más que ellos alcanzando el don de elegir su propio
destino. Morir juntos no puede ser nunca la elección de dos niños de doce años.
Algo estamos haciendo muy mal en estos tiempos de continuo cambio, algo que
tiene que ver con la educación, con la modificación de los paradigmas que nos
han servido hasta ahora y, sobre todo, con la familia, con el abandono de sus
valores y con la voladura de los lazos que la mantuvieron siempre como la
estructura básica de la sociedad. Ojalá que la niña que ha sobrevivido pueda
vencer en su lucha con los fantasmas que la esperan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario