Al viajero que llega a Roma le van a sobrar oportunidades de
vivir sensaciones de todo tipo, pero hay una que quizá no conozca: la de medir
su mirada con la de unos ojos que le taladran desde más allá del tiempo. En una
pequeña habitación del palacio Doria, desnuda y mal iluminada, está colgado el
que es posiblemente el retrato más asombroso de la historia de la pintura: el
del papa Inocencio X, de nombre Giambattista Pamphili. Fue pintado por
Velázquez en 1650, durante su segundo viaje a Italia, y fue un encargo del
propio papa, lo cual ya era una honrosa distinción para el pintor español, de
visita a la capital del arte y del mundo cristiano. Antes de enfrentarse a la
tarea, Velázquez, previsor y flemático como siempre, quiso poner los dedos a
punto pintando el retrato de su propio sirviente, Juan de Pareja, retrato que,
al ser luego expuesto con otros en el Panteón, suscitó la admiración unánime.
"Los demás cuadros eran sólo pintura; sólo éste parecía ser verdad",
escribió un testigo. Trescientos años más tarde, en 1971, este retrato del
moreno y altivo sirviente batiría todas las marcas de precio de venta hasta la
fecha, al ser adquirido en subasta por el Metropolitan Museum de Nueva York.
El retrato de Inocencio X constituye uno de esos momentos mágicos en los que el arte va más allá de la simple representación formal para convertirse en una inmersión en el interior más profundo de un ser humano; un hacer visible lo invisible para bien o para mal. El rostro del pontífice, emergiendo entre dos manchas rojas, aporta más elementos para un psicoanálisis que cien sesiones de diván freudiano. La expresión desconfiada, los ojos como espadas, los labios fruncidos, la postura inquieta, no sé qué otra retina habría podido ver tan adentro. "Tropo vero", comentó el papa al verse, entre disgustado y admirado. Demasiado verdadero, incluso para alguien que crea conocerse bien. Pero verdad es belleza, y el papa había ido a elegir tal vez al único pintor que jamás habría traicionado esa equivalencia.
Casi toda la gran obra de Velázquez está en el Prado, para suerte nuestra, pero uno quiere hoy evocar a su manera su genio recordando aquella penumbrosa sala romana dela Galería Doria , en la
que entra siempre con actitud reverente.
El retrato de Inocencio X constituye uno de esos momentos mágicos en los que el arte va más allá de la simple representación formal para convertirse en una inmersión en el interior más profundo de un ser humano; un hacer visible lo invisible para bien o para mal. El rostro del pontífice, emergiendo entre dos manchas rojas, aporta más elementos para un psicoanálisis que cien sesiones de diván freudiano. La expresión desconfiada, los ojos como espadas, los labios fruncidos, la postura inquieta, no sé qué otra retina habría podido ver tan adentro. "Tropo vero", comentó el papa al verse, entre disgustado y admirado. Demasiado verdadero, incluso para alguien que crea conocerse bien. Pero verdad es belleza, y el papa había ido a elegir tal vez al único pintor que jamás habría traicionado esa equivalencia.
Casi toda la gran obra de Velázquez está en el Prado, para suerte nuestra, pero uno quiere hoy evocar a su manera su genio recordando aquella penumbrosa sala romana de
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