Yo he llegado a la conclusión de que no valgo para ser político.
Seguramente son infinitas las cosas para las que no valgo, pero esta es una de
las que me resultan más evidentes. No valgo para ello y, aunque valiera, no me
gustaría serlo. Sé que es un oficio noble y necesario, pero está fuera de mi
alcance, como todos los que exigen una determinada cualidad y la contraria:
saber soplar y sorber a la vez; hacer pasar la astucia por inteligencia;
manejar sobre un mismo concepto, según convenga, el sofisma y el silogismo;
convertir el rotundo sí de ayer en el no rotundo de hoy sin que asome el rubor;
estar hecho de una pasta que se adapte bien a modelar cualquier tipo de imagen
y, algo imprescindible, tener capacidad para aprender a fabricarse una coraza
con la que ser inmune a todos los guiños que nos hagan, por amargos que nos
parezcan. Es eso el principio pasivo que más admira uno en los políticos:
conseguir ser inmunes.
Inmunes a la crítica. Desayunarse cada mañana con una buena
colección de opiniones que no le dicen precisamente lo simpático que es, verse
en caricaturas como objeto de chiste, leer y escuchar frecuentemente
comentarios desdeñosos, tener la continua sensación de sentirse incomprendido,
todo eso no tiene más defensa que sobrevolar sobre ello y crearse una
particular escala de valores en la que se sitúe en la parte más baja de ella,
allí donde habita la indiferencia más absoluta.
Inmunes a sí mismos. A sus convencimientos más íntimos, tantas
veces sacrificados en favor de lo que ordene el que manda. Es el dedo del jefe
el que decide por uno. El criterio propio se inclina siempre ante un tácito
voto de obediencia: hacer sin rechistar lo que le digan, votar lo que le manden,
tener siempre dispuesta en los labios la palabra amén.
Y luego, si se quiere estar a cobijo, inmunes al desengaño, que
eso fortalece el carácter y evita disgustos y malos ratos. Cuántas ilusiones deshechas
al primer contacto con la política, afanes limpios de cambiar la sociedad que
se truncan enseguida ante la decepción de lo que encuentran, políticos movidos
por fuerte vocación y llenos de buena voluntad que pretenden mejorar las cosas
aportando lo mejor de sí mismos y que pronto descubren que la política es esa
profesión de la que se ha llegado a decir que los amantes de la verdad y la
belleza no pueden ocuparse de ella porque ella a su vez no se ocupa ni de la
belleza ni de la verdad. Desengaños nacidos de ver que el viejo y trascendente
ejercicio de la política es denostado, incomprendido y muchas veces
desprestigiado por quien más debería dignificarla: el propio Gobierno.
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