Una buena escapada de verano sería aquella que diese placer al
cuerpo, desde luego, pero también al espíritu en su búsqueda de ese tiempo
feliz que pretendemos vivir. Hay parajes que lo propician simplemente por estar
ahí y ser como son, sin añadidos preparados para tratar de captar al turista
acomodado. Suelen ser menos frecuentados, pero pueden dar mayores
satisfacciones a quien solo lleve
consigo la voluntad de dejarse seducir por lo que encuentre. Escondida entre
riscos, dentro del inmenso pinar soriano, a escasa distancia del punto donde
nace el Duero, se encuentra la Laguna Negra. Una preciosa ruta serrana nos
lleva a ella: Duruelo, donde el río aún no puede llamarse más que en
diminutivo; Covaleda; el pequeño y señorial Molinos de Duero; Vinuesa, y luego
una larga pendiente plagada de curvas, que el que esto escribe convirtió en
protagonista de su novela El viaje más
oscuro, lleva hasta un camino que conduce a un gran anfiteatro cercado por
agudos picachos rocosos. En el centro, rodeada por una pradera de hierba fina y
esponjosa, se encuentra la laguna.
La miras y parece agazaparse. Se aplasta contra el suelo. La
hierba verduzca y acolchada de la pradera está muy por encima de ella y, sin
embargo, no hay duda de quién es más poderosa. Sus aguas son de color verde
negruzco, profundas y reposadas, misteriosas. Incluso en las orillas están tan
quietas que produce desazón mirarlas; hay que tirar una piedra y contemplar las
ondas para cerciorarse de que no es un cristal, tan inmóvil es. Sólo algún
juncal raquítico crece en los bordes, entre guijarros cubiertos de limo negro y
viscoso en los que pululan las cochinillas. La pradera termina, por un lado,
ante un murallón de rocas cortadas a pico, entre las que crecen pinsapos
desperdigados; este murallón rodea casi toda la laguna, como si fuera las
primeras gradas del circo. Por el otro lado se abre una pequeña explanada, que
constituye el único acceso a la orilla.
Dicen que cada día, cuando los primeros rayos del amanecer
comienzan a reflejarse en las cumbres lejanas, la laguna muda su cara, como si
quisiera transformarse a toda prisa para que nadie pueda saber de qué
siniestras maquinaciones fue cómplice durante la noche, eso escribió un
viajero. Porque este es el reino de las leyendas, empezando por la de los hijos
parricidas que nos contó Machado. Los lugareños sólo subían allí si tenían que
buscar alguna res extraviada, y siempre de día, y, desde luego, ninguno se
atrevería a bañarse en la laguna, ni siquiera a acercarse a ella cuando
comenzaba a caer el crepúsculo. Se dice que entonces las aguas adquieren un
tono negro y que una quietud absoluta se apodera de todo; callan los pájaros,
atemorizados; se esconden los lagartos y las culebras, y hasta los insectos
enmudecen. Tan sólo se deja oír el silbido del aire, que envuelve la pradera
como un largo lamento, como si alguien llamara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario