miércoles, 3 de marzo de 2021

Un año ya

Siguen tristes nuestras calles, especialmente los sábados y domingos, cuando no hay transeúntes obligados cumplir con sus quehaceres. Pesa sobre su ambiente algo como un hálito amenazador que las priva de su capacidad de invitación a encontrar en ellas el disfrute que siempre nos ofrecieron, y a la vez convierte estos días de acercamiento a la primavera en un tiempo indiferente, como si el inminente rebullir de la naturaleza hubiese dejado de ser un símbolo de esperanza. Quién ha visto nuestras ciudades y quién las ve ahora. Los alegres domingos de vermut y fútbol, de bullicio juvenil o de simple paseo familiar; la vida ocupando el espacio con su cara más lúdica, con saludos sin temor y conversaciones cercanas, sin distancias preventivas de ninguna amenaza. Qué vacío este y qué ausencia de sonido de fondo, como en un mar muerto. Se cumple ahora un año desde la llegada de aquel lejano virus que nos encerró en casa. Pesa ya el tiempo detenido como en una estación sin tráfico. Se convierte en enemigo la monotonía de las horas que se repiten iguales, como si fuera una sola sin fin. Surge la añoranza de los viajes, de las reuniones en libertad, de los abrazos a quienes se quiere, y a la vez no podemos desprendernos del pensamiento de que el virus sigue ahí y que se ha llevado a cien mil compatriotas. Quizá luego alguien sistematice todo esto como un nuevo trastorno del ánimo y hasta le ponga un nombre, el síndrome pandémico, o algo así; sería un daño añadido.

Un año ya y todo sigue parecido. Hemos aprendido a combatir el virus mediante alteraciones importantes de nuestra conducta social y, por supuesto, con nuevos hallazgos científicos sobre la prevención y el tratamiento, pero ni siquiera esta situación de emergencia ha servido para suavizar las asperezas que impiden una relación fructífera entre los partidos ni para impulsarlos a pensar mirando al conjunto por encima de su propio campo. Siguen en sus trincheras, en muchos casos alejados de las aspiraciones y necesidades de la sociedad, y poniendo sus intereses por encima de lo que dicta el sentido común. Ahí está otra vez la tabarra feminista tratando de repetir el disparate del año pasado con tal de mostrar su fuerza. Tampoco la visión cercana de tantas despedidas definitivas ha servido para que los extremistas fanáticos se detuvieran un momento a pensar en la relatividad de sus convicciones, si es que alguna puede habitar en sus cerebros; como si no fuera bastante, siguieron añadiendo destrucción e inquietud a las calles y hundiendo aún más la economía de su ciudad. Qué sensatos seríamos si aprovechásemos la amarga lección aprendida este año.

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