miércoles, 27 de enero de 2021

Desde dentro

Digamos que se llama María. Es una chica guapa, amable, responsable y con una pizca de sana picardía que se refleja en sus ojos azules. Vive su juventud con la alegre despreocupación por el paso del tiempo de sus veintitrés años y con la ausencia de inquietudes vitales de quien no ha tenido que sufrir en su vida ningún grave mazazo del destino. Su mundo son sus amigos, los estudios, su familia, las redes sociales, la diversión ocasional y moderada. Vive el presente según los esquemas de su tiempo, sin excesivos conflictos conceptuales y procurando evitar cualquier signo de estridencia. Sus aspiraciones son las de la mayoría: una familia, un trabajo seguro, un futuro asentado en la estabilidad y la seguridad. Una chica como muchas, de clase media, estudios medios y posibilidades medias.

Había cursado estudios de auxiliar sanitario, pero nunca los había utilizado profesionalmente. Cuando apareció el virus y la epidemia comenzó a colapsar los centros sanitarios se ofreció como voluntaria para colaborar en lo que fuera necesario. La destinaron a un gran hospital público, donde el aumento del número de ingresos diarios estaba exigiendo a los trabajadores sanitarios un esfuerzo sobrehumano. Le tocó atender en la recepción a los que llegaban y tratar de calmar la inquietud de sus familiares, a los que aliviaba la dureza del momento con una palabra amable y su expresión acogedora. Con el aumento de casos se hizo necesario reforzar los cuidados intensivos y María pasó como auxiliar a una de las UCI, en la primera línea del drama. Allí conoció la verdadera esencia del ser humano, su condición contingente y la inanidad de tantos actos y tantas palabras inútiles. De repente la vida y la muerte le mostraron con toda crudeza su juego, un terrible juego en el que siempre pierde el mismo jugador. Jamás había podido imaginar la capacidad de las pequeñas cosas para herir el alma y los sentidos: el siniestro sonido de los respiradores, los gemidos ahogados, el último instante de las vidas que se van sin más consuelo que la caricia de sus manos, el latigazo que se siente en el corazón cuando se llama a una esposa para entregarle la ropa de su marido.

Y aquella chica cambió. Conoció de cerca el lado más oscuro de nuestra realidad de seres humanos y, después de pasar un mal momento en el que necesitó ayuda psicológica, aprendió una nueva forma de medir los acontecimientos de nuestra vida. La muchacha alegre, risueña, impulsiva, se hizo más reflexiva, más tolerante y más vulnerable a los sentimientos derivados de los lazos familiares y de los seres queridos. Y, desde luego, no entiende la irresponsabilidad de quienes no hacen caso de las normas.

1 comentario:

Mónica dijo...

Gracias.Es justo y necesario.Y bellįsimo