Ha entrado el nuevo año de forma amable, con el invierno
procurando no molestar, mostrando su cara más benigna y alterando sus propias
normas, como si pretendiera parecerse a la primavera. Queda atrás otro año como
todos, con las mismas miserias de siempre, con las ambiciones, las ansias de
poder, las injusticias, la violencia y el dolor producido por unos cuantos y
los ejemplos de nobleza y generosidad por parte de otros. Un retrato fiel de esta
especie nuestra, que año tras año es incapaz de sacar consecuencias de sus
errores. Han venido nuevas ideas de futuro y se han ido algunos que nos
acompañaron durante mucho tiempo desde los titulares de los noticiarios en el
día a día de la actualidad: Benedicto XVI, Isabel II, Gorbachov, Pelé. Nombres
que, como todos, se irán diluyendo poco a poco en la memoria, sumergidos bajo
el peso de otros que vendrán a ocupar su lugar a lo largo del año que empieza. En
las sonrisas y las palabras de estos días hay continuas expresiones de deseos
de paz y felicidad, puede que más de una ilusión fundada o acaso alguna triste
desesperanza por algo que se avecina como irremediable, o quizá el gozo por
algo que se espera, pero, por debajo de todo ello, lo que late en nuestro
interior es un sentimiento de asombro e incredulidad ante el paso del tiempo.
Como si no hubiera sido siempre el mismo o como si alguna vez, en algún momento
desde la creación del mundo, se hubiera detenido o le hubiera sido concedido a
alguien la facultad de detenerlo. Los hombres somos dados a amoldarnos a todo,
pero a esto no nos acostumbramos. Y sin embargo, somos hijos del tiempo y el
propio tiempo nos devora, ya lo escribieron y pintaron otros con la misma mueca
de incomprensión.
Es tiempo de balances, de recuento de propósitos no cumplidos y
de renovación de los que el año próximo volveremos a contar igualmente como sin
cumplir, que por eso somos como somos, barro con algún leve reflejo encima que
nos dota de categoría racional, pero no de fortaleza de voluntad. Fechas estas
en que notamos como en ninguna otra el paso de los años sobre nuestra propia
vida; parece que fue ayer y todo es ido. Los años pasan sin ruido, a tientas
sobre nuestras almas y nuestras arrugas, sin ni siquiera un suspiro de
cansancio; un caminar y caminar sin fin hasta que un día nos obligan a
abandonar el sendero. Entonces no queda más que irse tan de puntillas como se
vino. Dejar el recuerdo y el amor que se haya podido derramar y hacer mutis con
la sencilla dignidad de la hoja que cae. Entretanto, procuremos ser felices.
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