De Budapest al lago Balatón hay apenas cuatro
horas de tren, que cubre un expreso de apariencia algo anticuada, aunque cómodo
y veloz. Llamarle expreso quizá sea excesivo, porque se detiene en todas las
estaciones, pero tiene porte de tal y, además, así figura en los paneles. Desde
la ventanilla se ve un paisaje típicamente húngaro, un paisaje de bosquecillos,
praderías y campos cultivados, casas diseminadas, pueblecitos de campanarios
puntiagudos y verde, todo muy verde. Abunda el maizal y, a trechos, se ven
grandes extensiones de girasol. Y el todopoderoso horizonte, único capaz de
poner límite a la llanura.
En el tren todo es silencio. El húngaro es un
pueblo silencioso, amable pero silencioso, como si hablar simplemente por
hablar comportara el riesgo de dejar escapar sentimientos que necesitan una
meditación previa. En una pequeña estación sube una pareja de viejecitos que se
sienta a nuestro lado, él con un traje gris que denota claramente las huellas
del paso del tiempo, y ella con un vestido que refleja cierta elegancia pasada
de moda. Seguramente se han puesto sus mejores atuendos, porque hoy es un día
importante: van a ver a su hijo a Balatonfüred y a pasar unos días con él. Él
saca un pañuelo y limpia el asiento de ella antes de dejarla sentarse, luego
acomoda como puede su maleta y se sienta; pronto se queda dormido. Ella no;
ella es amable y comunicativa; su arrugado rostro muestra una dulzura matizada
por unos ojos cansados que parecen haberlo visto todo. A pesar de la tremenda
barrera del idioma, y valiéndonos de lenguas ajenas –italiano e inglés- podemos
enterarnos de que en sus vidas han hecho presa todos los dramas del siglo, que
fueron muchos. Son un reflejo individual, uno más, de la inmensa tragedia
colectiva de su pueblo. Con su voz cadenciosa y sin poner el menor énfasis en
ningún concepto, evoca su juventud, marcada por el dominio nazi, ojos
adolescentes empapados de uniformes pardos, hambre, temor, recelo y miedo, un
miedo irremediable. Luego, los libertadores comunistas, que impusieron una
tiranía aún más larga y más vesánica, el levantamiento popular de 1956, la
presencia de los tanques soviéticos por las calles de Budapest, la ciudad
aterrorizada por la sangrienta represión, y de nuevo un miedo inacabable.
Cuando después de más de treinta años llegó el primer resquicio de libertad, su
país se anticipó a todos en conseguirla, pero entonces vinieron los sacrificios
por levantarlo. A veces se pregunta por qué todo eso, qué destino rige los
caminos del hombre hacia la maldad y cuál puede ser el valor de la inocencia
para salir siempre derrotada. Qué sentido tiene activar la memoria, personal y
colectiva, si el corazón ya ha tenido su buena dosis de sufrimiento y aún están
tiernas sus cicatrices.
Pero ahora no. Ahora, cuando el tren aminora la
marcha, se asoma impaciente a la ventanilla y se le ilumina la cara al ver que
su hijo está esperándolos en el andén.
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