miércoles, 20 de julio de 2022

El monte en llamas

Sin que sepa muy bien por qué, el que esto escribe siempre ha tenido una indefinible querencia hacia ese paisaje de montañas y valles que se extiende por las provincias de Salamanca y Cáceres. Quizá sea por sus recuerdos o por el interés objetivo de su naturaleza y su historia o por todo ello y más, el caso es que hay pocos años que no caiga por allí para terminar conociéndolo del todo y haciéndose cada vez un poco más amigo de él. Desde La Alberca, por el puerto del Portillo, una carretera hecha de curvas imposibles que casi tocan sus extremos desciende hasta el valle de Las Batuecas. Valle misterioso, silencioso, profundo, primitivo, en cuyo centro, invisible desde la carretera, se encuentra un monasterio carmelita que no se puede visitar, y, cerca, la cascada del Chorro, en un entorno de naturaleza casi irreal. Tras la retorcida carretera, la llegada a Las Mestas, ya en tierras de Las Hurdes, viene a tener algo de alivio, aunque puede que también de rompimiento de un hechizo; todo depende del espíritu que alimente al viajero. En Las Mestas puede el visitante tomarse un ciripolen en el bar de don Cirilo, un peculiar personaje que en los años 90 inventó esta bebida, basada en productos apícolas, y lo hizo famoso como un afrodisíaco natural.
Y aquel otoño en Monfragüe, junto a un mirador sobre el Tajo, al lado de una gran roca de forma lejanamente humana, cerca de un lugar que llaman el Salto del Gitano. Las aguas del río, remansadas por los embalses cercanos, reflejaban en su tono azul el verdor de las boscosas laderas. Todo estaba quieto; un paisaje congelado, en el que sólo los buitres parecían tener licencia para moverse. Comenzaba a anochecer. El silencio sólo era roto por alguna cigarra retardada, mientras las sombras caían y todo iba quedando envuelto en la oscuridad más absoluta. De pronto, de lo más hondo de la espesura surgió un bramido tremendo, que inmediatamente fue contestado por otro más lejano. En un momento la sierra entera retumbaba con multitud de roncas llamadas, que el eco se encargaba de multiplicar. Un momento sobrecogedor, al que uno asistía con la respiración contenida por temor a romperlo. Era la berrea de los ciervos, la manifestación de su celo, uno de esos espectáculos que la naturaleza nos brinda desinteresadamente, sin más trabajo por nuestra parte que el de estar allí a finales de cada septiembre.
Hoy veo por televisión cómo las llamas destruyen estos dos parajes y se me atropellan por dentro las palabras sin que acierten a salir más que dos, repetidas una y otra vez: qué pena.

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