Parece que fue ayer mismo y se cumple ya un cuarto de siglo. Cuánto
tiempo puede llegar a permanecer el impacto de un dolor en la memoria sin que
se debilite la intensidad de su primer día y sin que haga el menor ademán de
retirarse hacia el olvido. Los que contamos ya más de cuarenta años tenemos muy
clavado en lo más sensible de ese lugar donde se almacenan los recuerdos que sobrevivirán
para siempre al tiempo, el de aquellos dos días de julio en que España entera
se detuvo atónita, con la mirada vuelta hacia un oscuro pueblo vasco del que
pocos habían oído hablar. Los terroristas etarras habían secuestrado a un
concejal desconocido, un chico de veintinueve años, y amenazaban al Gobierno
con matarlo si no accedía a sus peticiones sobre el acercamiento de sus presos en
un plazo de dos días. Fueron cuarenta y ocho horas de pesadilla, una agonía
vivida en directo, minuto a minuto, sabiendo que el Gobierno no podía ceder y
que solo quedaba la debilísima esperanza de que algún golpe de suerte
permitiera hallar una pista por la que poder encontrarlo, porque ninguna otra
clase de esperanza era posible teniendo en cuenta las manos en que estaba.
Cumplido el plazo, todos contuvimos la respiración, quizá en el fondo a la
espera inconsciente de un milagro, pero los asesinos cumplieron su siniestra promesa
con dos tiros en la cabeza del joven concejal. Todo el país enmudeció.
Seguramente ni los propios asesinos pudieron imaginar el impacto
de aquel crimen. Pronto una ola de indignación se extendió por toda España. Los
sentimientos de repulsa hacia la banda asesina rompieron toda inhibición y las
ciudades se llenaron de muchedumbres que se manifestaban levantando las manos
teñidas de blanco frente a quienes las tenían rojas de sangre. Fue una
conmoción que cambió las conciencias de muchos vascos obligándoles a abandonar
el cómodo refugio de la indiferencia. Nació un nuevo espíritu, que tomó el
nombre del pueblo, mezcla de ya está bien, de hartazgo y grito de una sociedad
hastiada y de válvula de escape de tanta presión acumulada durante años, que creó
y dio vigor a la determinación de enfrentarse sin complejos a los terroristas. Nada
fue igual desde entonces.
Aquel crimen habría de ser uno más de la infame y extensa lista de
los etarras, llamado, como tantos otros, a pasar desapercibido o a ser pronto
olvidado. La víctima no era ni la más destacada políticamente ni la más
influyente ni la más conocida; era un simple concejal de un pueblo, a quien le
gustaba tocar la batería. Nunca pudo sospechar que le tocaba convertirse en un
símbolo.
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