miércoles, 13 de julio de 2022

Difícil de olvidar

Parece que fue ayer mismo y se cumple ya un cuarto de siglo. Cuánto tiempo puede llegar a permanecer el impacto de un dolor en la memoria sin que se debilite la intensidad de su primer día y sin que haga el menor ademán de retirarse hacia el olvido. Los que contamos ya más de cuarenta años tenemos muy clavado en lo más sensible de ese lugar donde se almacenan los recuerdos que sobrevivirán para siempre al tiempo, el de aquellos dos días de julio en que España entera se detuvo atónita, con la mirada vuelta hacia un oscuro pueblo vasco del que pocos habían oído hablar. Los terroristas etarras habían secuestrado a un concejal desconocido, un chico de veintinueve años, y amenazaban al Gobierno con matarlo si no accedía a sus peticiones sobre el acercamiento de sus presos en un plazo de dos días. Fueron cuarenta y ocho horas de pesadilla, una agonía vivida en directo, minuto a minuto, sabiendo que el Gobierno no podía ceder y que solo quedaba la debilísima esperanza de que algún golpe de suerte permitiera hallar una pista por la que poder encontrarlo, porque ninguna otra clase de esperanza era posible teniendo en cuenta las manos en que estaba. Cumplido el plazo, todos contuvimos la respiración, quizá en el fondo a la espera inconsciente de un milagro, pero los asesinos cumplieron su siniestra promesa con dos tiros en la cabeza del joven concejal. Todo el país enmudeció.
Seguramente ni los propios asesinos pudieron imaginar el impacto de aquel crimen. Pronto una ola de indignación se extendió por toda España. Los sentimientos de repulsa hacia la banda asesina rompieron toda inhibición y las ciudades se llenaron de muchedumbres que se manifestaban levantando las manos teñidas de blanco frente a quienes las tenían rojas de sangre. Fue una conmoción que cambió las conciencias de muchos vascos obligándoles a abandonar el cómodo refugio de la indiferencia. Nació un nuevo espíritu, que tomó el nombre del pueblo, mezcla de ya está bien, de hartazgo y grito de una sociedad hastiada y de válvula de escape de tanta presión acumulada durante años, que creó y dio vigor a la determinación de enfrentarse sin complejos a los terroristas. Nada fue igual desde entonces.
Aquel crimen habría de ser uno más de la infame y extensa lista de los etarras, llamado, como tantos otros, a pasar desapercibido o a ser pronto olvidado. La víctima no era ni la más destacada políticamente ni la más influyente ni la más conocida; era un simple concejal de un pueblo, a quien le gustaba tocar la batería. Nunca pudo sospechar que le tocaba convertirse en un símbolo.

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