Por lejos que nos quede, nos encoge el ánimo la terrible matanza
de Uvalde, un pueblo de Texas de esos en los que nunca pasa nada como no sea la
vida con su cara más anónima. La noticia es de una sencillez que da escalofríos:
un chico de dieciocho años entra en una escuela con un fusil y asesina a 21
personas, entre ellas a 19 niños. A pesar de la estudiada asepsia informativa
con que todos los medios suelen tratar estos hechos, huyendo de planos
truculentos y de cualquier asomo de contemplación morbosa, resulta difícil no
imaginar el pavor que se vivió en aquella aula y la rabia, la impotencia y el
dolor infinito de quienes han visto cómo sus niños eran asesinados de la forma
más incomprensible. El horror tiene un asiento permanente en nuestros rincones
más escondidos; es un huésped duradero de la memoria; cuesta mucho arrancarlo
de allí donde se ha grabado. Solo el tiempo puede si acaso debilitar su
recuerdo, pero cuesta confiar en él a tan largo plazo.
Se han hecho todos los análisis posibles, incluyendo los de salón
y tertulia barata, pero no es fácil dar valor a las explicaciones que tratan de
ser racionales cuando los sentimientos se encuentran afectados hasta el espanto
y las consideraciones que uno puede hacerse sin gran esfuerzo indican que se
trata de algo que va mucho más allá de la simple circunstancia, por atroz que
sea. En Estados Unidos todo el mundo puede llevar armas. Está escrito en su
Constitución y no hay forma de cambiarlo por muchas encuestas y presidentes que
se muestren favorables a ello; de hecho es el país del mundo donde hay más
armas en manos de particulares. Hay quien piensa que este derecho
consuetudinario tiene que ver con la violencia en que se fue desarrollando el
país desde su origen y que se ha ido configurando hasta constituir una poderosa
organización, la Asociación Nacional del Rifle, que es hoy un potente grupo de
presión y el brazo político de la industria armamentística. Lo que en nuestros
desarmados países nadie puede entender es la práctica ausencia de filtros a la
hora de controlar en qué manos caen. Como en otras matanzas semejantes, el
autor de esta era un joven desequilibrado, aunque seguramente hay que pensar
que su sociedad está tan enferma como él.
La vida es un azar en el que apostamos todos, pero esta vez las
bolas las lanzaron unas malditas manos asesinas y fueron a señalar a diecinueve
seres que no tenían más propósito en aquella mañana, desde sus pocos años, que
el de prepararse para enfrentarse al futuro, y a otras dos que estaban allí
para ayudarles a ello.
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