Dicen de Jaén que es la provincia menos andaluza de todas, a
medias entre la seriedad castellana y la querencia meridional. Tierra de
presencia humilde, sin el relumbrón de sus hermanas Granada, Córdoba o Sevilla,
y sin embargo, a uno le parece la más entrañable de todas, quizá por sencilla,
quizá por su capacidad para sorprender. A medida que uno deja atrás las curvas
de Despeñaperros ya comienzan las retinas a acostumbrarse a una sucesión
infinita de puntitos oscuros que todo lo inundan; son olivos. Dicen los que
saben de esto que Jaén es la provincia de España y del mundo que más olivos
tiene y más aceite produce, y cómo no va a creerlo uno si aquí no se ve otra
cosa. Ni las pomaradas de Asturias, ni los encinares extremeños, ni los pinares
de Guadarrama, ni los naranjales levantinos alcanzan a desbordar la mirada del
viajero como lo hace este olivar. Tampoco su importancia económica, lo que
tiene aún más trascendencia.
Apenas pasada Sierra Morena, en La Carolina, aún puede admirarse
el resultado del ambicioso intento de solución que dieron los ilustrados de
Carlos III al viejo problema de la España vacía; un recital de urbanismo
avanzado: plano en cuadrícula, con calles axiales que facilitaban los
movimientos y las perspectivas, plazas circulares y rectangulares sabiamente
distribuidas, fachadas uniformes, con jardines delanteros, orden y
racionalidad, mientras se creaban fábricas y se atraían inversiones para el
relanzamiento de la actividad minera.
Muy cerca, un rótulo y un monumento alertan los escondidos
recuerdos de pupitre: Las Navas de Tolosa. Y poco más allá, Bailén. Son dos de
esos nombres prendidos a nuestra infancia, por lo menos a la infancia de la
generación del que esto escribe, que ahora no sé. Algo deberán de tener estos
campos para haber sido escenario de las dos batallas más famosas de una larga
historia cargada de batallas. En el escudo de Bailén figura un cántaro
agujereado como homenaje a las aguadoras, encabezadas por María Bellido, que aliviaron la sed de los soldados
españoles durante la batalla en aquella tórrida mañana de julio.
Sigue el olivar infinito. Se suceden lomas y valles amplios, todo
olivos. Se ve a la derecha, sobre una colina, Mengíbar, con su torreón
destacando sobre el caserío. Por la vega corre el Guadalquivir como un actor
indiferente a todo, sin saber que su paisaje está unido a momentos, tan lejanos
como decisivos, en la vida de este viajero. Marmolejo sigue ofreciendo salud y
descanso en su célebre balneario de aguas termales, el mismo en que Palacio
Valdés sitúa los amores, nada sacrílegos, de la hermana San Sulpicio. Baeza y
Úbeda se ofrecen como un regalo sorpresa a los viajeros desprevenidos que no
esperan hallar allí dos esencias del Renacimiento español. Y al fondo, el verde
intenso de la sierra de Cazorla, donde el Guadalquivir se prepara para cumplir
su función de gran rey de Andalucía.
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