miércoles, 22 de junio de 2022

Jaén, la callada

 
Dicen de Jaén que es la provincia menos andaluza de todas, a medias entre la seriedad castellana y la querencia meridional. Tierra de presencia humilde, sin el relumbrón de sus hermanas Granada, Córdoba o Sevilla, y sin embargo, a uno le parece la más entrañable de todas, quizá por sencilla, quizá por su capacidad para sorprender. A medida que uno deja atrás las curvas de Despeñaperros ya comienzan las retinas a acostumbrarse a una sucesión infinita de puntitos oscuros que todo lo inundan; son olivos. Dicen los que saben de esto que Jaén es la provincia de España y del mundo que más olivos tiene y más aceite produce, y cómo no va a creerlo uno si aquí no se ve otra cosa. Ni las pomaradas de Asturias, ni los encinares extremeños, ni los pinares de Guadarrama, ni los naranjales levantinos alcanzan a desbordar la mirada del viajero como lo hace este olivar. Tampoco su importancia económica, lo que tiene aún más trascendencia.
Apenas pasada Sierra Morena, en La Carolina, aún puede admirarse el resultado del ambicioso intento de solución que dieron los ilustrados de Carlos III al viejo problema de la España vacía; un recital de urbanismo avanzado: plano en cuadrícula, con calles axiales que facilitaban los movimientos y las perspectivas, plazas circulares y rectangulares sabiamente distribuidas, fachadas uniformes, con jardines delanteros, orden y racionalidad, mientras se creaban fábricas y se atraían inversiones para el relanzamiento de la actividad minera.
Muy cerca, un rótulo y un monumento alertan los escondidos recuerdos de pupitre: Las Navas de Tolosa. Y poco más allá, Bailén. Son dos de esos nombres prendidos a nuestra infancia, por lo menos a la infancia de la generación del que esto escribe, que ahora no sé. Algo deberán de tener estos campos para haber sido escenario de las dos batallas más famosas de una larga historia cargada de batallas. En el escudo de Bailén figura un cántaro agujereado como homenaje a las aguadoras, encabezadas por María Bellido, que aliviaron la sed de los soldados españoles durante la batalla en aquella tórrida mañana de julio.
Sigue el olivar infinito. Se suceden lomas y valles amplios, todo olivos. Se ve a la derecha, sobre una colina, Mengíbar, con su torreón destacando sobre el caserío. Por la vega corre el Guadalquivir como un actor indiferente a todo, sin saber que su paisaje está unido a momentos, tan lejanos como decisivos, en la vida de este viajero. Marmolejo sigue ofreciendo salud y descanso en su célebre balneario de aguas termales, el mismo en que Palacio Valdés sitúa los amores, nada sacrílegos, de la hermana San Sulpicio. Baeza y Úbeda se ofrecen como un regalo sorpresa a los viajeros desprevenidos que no esperan hallar allí dos esencias del Renacimiento español. Y al fondo, el verde intenso de la sierra de Cazorla, donde el Guadalquivir se prepara para cumplir su función de gran rey de Andalucía.

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