Mientras convierte a las ciudades de Ucrania en un montón de
ruinas y sus campos en cementerios, el gran amo contempla en un estadio de
Moscú el espectáculo que ha organizado para que nadie dude de que su gran
victoria es segura y, a la vez, como homenaje a sí mismo. Observa a su
alrededor con su mirada fría e inexpresiva, habla sobre la necesidad de la
operación militar, evitando la palabra guerra, y apenas deja asomar un breve
sonrisa cuando recibe la ovación del estadio lleno de un público entregado.
Fiesta patriótica, fervor de triunfo, orquestas, cantantes y hasta un grupo de
coristas con mejor apariencia que resultado. Todo pensado para la exaltación del
líder que aparece como libertador de un pueblo y que marca el glorioso futuro
de la patria. Y sin embargo, seguramente muchos espectadores tuvieron la
sensación de que escenarios como este, preparados para celebrar una victoria, suelen
ser obra de alguien que comienza a sentirse perdido.
En los frentes ucranianos, entretanto, sus soldados viven cada
hora entre la angustia del miedo y el frío de la intemperie, preguntándose qué
hacen allí y cuándo acabará aquello que iba a ser una breve operación de pocos
días. Son los actores olvidados del gran drama. Nadie piensa en ellos porque
están en el bando de los agresores y porque sirven en el lado de los poderosos,
pero sus cuerpos, en muchos casos poco más que adolescentes, se encogen de
temor ante cada explosión y sufren y mueren exactamente igual que los que
tienen enfrente. Sólo que ellos no mueren por defender a su tierra ni a su
patria. Mueren por algo inconcreto, imposible de visualizar ni de representar, por
algo recogido en un conjunto de ideas ambiguas y lejanas, mezcladas entre sí y
envueltas en un lenguaje lleno de palabras resonantes. Mueren por nada propio.
Mueren en una tierra desconocida y hostil, sin saber a qué fueron allí, entre
el odio de todos y sin que ninguna mano querida apriete la suya en el último
adiós. Mueren sin que las crónicas dediquen ni un solo pensamiento a su
sufrimiento, como si su muerte fuese un acto obligado de la justicia universal.
Y en su casa los suyos llorarán su muerte con un dolor íntimo y callado, no
vaya a ser que algún lamento incomode demasiado.
Son las otras víctimas de la guerra, las que no sacarán nada de su
victoria y mucho de su derrota: la muerte o la prisión, que en su caso viene a
ser lo mismo. "Si volvemos como canjeados, nuestros compatriotas nos
fusilan, por vergüenza”, asegura uno de los prisioneros en Ucrania. Y todo sin
saber para qué.
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