Quiere uno ponerse en el lugar de cualquier ucraniano y le resulta
imposible. Cuesta entender qué se puede sentir al ver que tu vida ha cambiado de
repente y se ha roto en mil pedazos sin que nadie pueda encontrar alguna
explicación. Que los edificios de tu barrio se desploman destrozados por las
bombas; que las calles que andabas cada mañana están ocupadas ahora por tanques
de un invasor que hace ostentación de su fuerza infinitamente superior; que tus
hijos y todos los tuyos corren grave peligro y que es necesario que busquen
refugio en otro país; que tu nación, la tierra donde naciste y a la que amas,
es humillada y dominada a sangre y fuego y que quizá ya nunca la vuelvas a ver
como era. En este espacio privilegiado en que nos ha tocado vivir, la memoria
de una tragedia semejante se ha debilitado tras el paso de dos generaciones, de
modo que la experiencia que podamos tener de ella es la que nos viene dada por
la literatura y el cine, o acaso, de modo parcial e incompleto, por algún
documental, pero siempre con una mirada ajena y lejana. En este caso no; en
este caso sus víctimas nos son cercanas; vemos sus rostros llorosos, oímos sus
lamentos, hacemos nuestra su angustia. Su tragedia está sucediendo en estos
mismos momentos, ahí, en nuestro propio ámbito.
Es difícil imaginar qué pasa en el interior de ese hombre que ha
tenido que dejar atrás todo lo que tiene y emprender un viaje inacabable para llevar
a su mujer y a sus hijos a la frontera de un país desconocido y así ponerlos a
salvo, para luego él dar la vuelta a su ciudad a luchar contra los invasores.
Cómo será esa despedida entre la desolación de ellos ante un futuro lleno de
incertidumbre en una tierra desconocida y la posibilidad suya de encontrar la
muerte entre las bombas. En los andenes atiborrados y en las caravanas interminables,
entre los abrazos y las lágrimas del adiós, se desvanecen las proclamas de
igualdad que tanto se oyen por aquí. Cuando las circunstancias llevan los
hechos a una situación extrema, vuelve a aparecer la lógica elemental que rige la
naturaleza y caen por sí solos todos los aditamentos ideológicos artificiosos
que intentan modificarla.
Van ya trece días de guerra y lo que se veía como un breve paseo
triunfal por parte del gigante ruso se está convirtiendo en una pesadilla de la
que no le va a ser fácil salir, al estilo de Afganistán o Vietnam. Y en todo
caso puede que el gigante gane la guerra en el campo militar, pero ya la ha
perdido claramente en el del aprecio y el afecto de los demás.
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