Este debe de ser el único día del año en que se escriben cartas,
digo cartas de verdad, en papel, manuscritas, personales, sin ropajes afectados
ni rodeos retóricos. Las de hoy son cartas de rasgos vacilantes, de letras
primerizas, en las que se adivina un esfuerzo porque resulten claras y cuidadas;
cartas todas de texto parecido, en cuyo fondo late la certeza de que sus
misteriosos destinatarios sabrán ver la justicia de las peticiones y las harán
realidad. Será una noche de sueños agitados y seguramente de alguna excursión
furtiva por el pasillo. Se han dejado a la puerta de la habitación unas
galletas y tres vasos de agua para alivio de los caminantes que se esperan. La
amanecida seguramente se hará de rogar más que nunca, pero también será la más
alegre del año. Habrán desaparecido las galletas y el agua y en su lugar
quedarán los deseos cumplidos, si no en su totalidad, sí en grado suficiente
para confirmar el milagro. Y luego, con el tiempo, que de tantas cosas nos
obliga a desprendernos, veremos que con esta no puede nada, porque este día se
quedará prendido en el recuerdo, inmune al olvido y a cualquier distancia en
que ya se encuentre. Noche para nostalgias, que se colarán por todos los
rincones de la memoria a poco que se las permita aflorar. Uno todavía se
sorprende evocando con una claridad casi presencial aquellos despertares en que
todo había resultado posible en el pequeño espacio de mi cuarto. Y qué grande
la emoción y qué poco se necesitaba, porque las ilusiones son directamente
proporcionales a las necesidades, y estas eran muchas. Pero sobre todo, qué
rotundidad en el recuerdo.
Como ahora ya nadie escribe a nadie, los historiadores del futuro lo van
a tener difícil para encontrar documentos que reflejen el lado más íntimo y
personal de los protagonistas de nuestra época, pero sí podrán tener en estas
cartas a Oriente un testimonio fiel de las ilusiones y deseos de sus niños. Pasan
los años y los siglos, y este pequeño acontecimiento, que solo narra uno de los
cuatro evangelistas, sigue constituyendo para nuestros pequeños la mañana más
luminosa del año, sin que ni siquiera ese viejo bonachón que baja por las
chimeneas con un saco al hombro y vestido con los colores que le dio una
conocida marca comercial, haya podido suplantarlo. La majestuosa estampa de los
tres camellos caminando por el desierto detrás de una estrella, rumbo a Belén y
a las casas de todos los niños que los quieren, seguirán acompañándonos
mientras exista una sola mirada infantil y una sola ilusión que impida
conciliar el sueño esa noche.
1 comentario:
¡Qué emoción con su artículo! Esos recuerdos son los más nítidos en mi memoria, ya larga, y supone un placer constatar que es un sentimiento colectivo.
Gracias por este artículo, aunque le leo con asiduidad este ha sido especial para mí, sobre todo ahora que ya ando huèrfano de reyes y sobrado de recuerdos.
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