A la política, como el tiempo, la felicidad o el aroma de un buen
vino, nadie ha logrado definirla con precisión, así que debe de ser algo
importante. Ni siquiera Aristóteles, que le dedicó un tratado en el que expuso
la teoría clásica de las formas de gobierno y estableció las seis categorías
fundamentales que aún siguen vigentes. Luego, teóricos de todas las épocas han
intentado decirnos en qué consiste, desde los enunciados más simples -ejercicio
del poder-, a los más solemnes: proceso de liberación colectivo de los seres
humanos, hecho posible por la capacidad de entenderse entre sí para colaborar
de forma permanente y estable. Valen, pero no alcanzan a poner límites al
concepto. Casi es preferible conocerla a través de sus características y sus
consecuencias. Se trata de una profesión curiosa, vituperada por sistema,
envidiada a veces, tenida en el fondo como un mal necesario, capaz de dictar
sus propias normas de funcionamiento, omnipresente, universal, sobreviviente
constante de sí misma. Todos somos irremediablemente sus clientes, queramos o
no. Su acción influye decisivamente en nuestras vidas y, cosa curiosa, no exige
titulación alguna ni ninguna preparación específica para ejercer su función.
Tampoco cualidades o virtudes concretas que garanticen su ejercicio con
dignidad; el más tonto o el más malvado puede llegar en ella a lo más alto,
según nos enseñan abundantes experiencias penosas. Es vieja como la humanidad;
posiblemente la profesión más antigua del mundo, porque nació en el momento en
que alguien quiso mandar sobre los demás, o sea, el mismo día en que dos
hombres se encontraron por primera vez en el planeta. Y desde luego, tiene el
futuro plenamente asegurado.
En el momento actual al menos, y seguramente siempre, esa clase
política de nuestras decepciones se lleva la palma del descrédito entre todas
las actividades públicas. A la sandez de un ministro le sucede otra mayor de
otro, y cuando intentan redimirse con algún alto pensamiento impostado, los
grandes y bellos conceptos suenan en su boca con un eco grisáceo que anula su
significado hasta convertirlos en indiferentes. Los propósitos, las promesas,
las palabras pomposas, las frases rotundas, tienen aquí su campo semántico
propio, que el ciudadano ha tenido que aprender casi como una medida de
autodefensa ante el desengaño que con toda seguridad vendrá. Podemos suponer
las buenas intenciones o la honestidad personal, pero hay demasiados intereses
partidistas y compromisos sectarios que se imponen a la búsqueda del bien común.
Lo malo es que eso ha llegado a aceptarse con la naturalidad de lo inevitable.
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