sábado, 22 de noviembre de 2008

Pequeñas ilusiones

Hoy no está de moda hablar de ilusiones. No está de moda hablar de muchas cosas, sobre todo si se refieren al sentimiento y vienen de generaciones anteriores, pero me parece que de ilusiones menos todavía. Los poderosos santones que se han adueñado de nuestra libertad de elección, que han reducido a uno, el suyo, todos los gustos, y que han logrado conducirnos a todos por la senda que se han propuesto para su conveniencia, han dictaminado que no es de hombres de nuestro tiempo andar con inutilidades propias de melancólicos y poetas; las ilusiones no se comen. Pero resulta que nuestra condición, la de ellos también, es la de seres débiles, y eso nos obliga a vivir sostenidos por los pequeños anhelos que solicita el corazón y por la esperanza de su cumplimiento. Es decir, por las ilusiones.
Conocí a alguien cuyo acto primero de cada día era el de abrir el periódico para leer la columna de su escritor favorito. Al hombre la vida no le había ido precisamente bien; el mundo era para él un lugar hostil, en el que el acto más inteligente que cabía hacer era irse de él de una vez; los amigos, la lealtad, el cariño eran palabras bonitas, pero las reales eran decepción, egoísmo, soledad; hacía tiempo que no sabía lo que era una esperanza, ni siquiera la de tenerla. Y sin embargo, el breve placer diario que le proporcionaba aquella lectura le bastaba para seguir viviendo. La pequeña ilusión de cada mañana de encontrar un pensamiento con el que identificarse o una afirmación que suscribir interiormente o la frase mágica que parece escrita pensando en el propio estado de ánimo, sostuvieron poco a poco el débil hilo, hasta que todo pudo volver a ser como antes.
A nuestra pequeña vida poco le afectan las grandes definiciones ni los grandes movimientos de fuerzas. El único mal que en verdad amenaza a nuestro espíritu es la carencia de algo que esperar. Si fallase la última ilusión, si se apagase hasta el más pequeño rescoldo del último motivo, todo quedaría plano y oscuro como la noche. Pero mientras están ahí, nos sostienen sin darnos cuenta, nos empujan hacia adelante, la ilusión por nosotros, por nuestros hijos, por el viaje de mañana, por la cena de hoy con los amigos. Nos componemos de ellas en todo grado y categoría, desde esas notas de fin de curso que hoy nos traen hasta una mejor vida en el más allá, que ha sido siempre la gran ilusión humana por antonomasia.
Las ilusiones no se comen, pero alimentan, decía un personaje de novela que apenas ya las tenía. El día está lleno de ellas, unas de realización inmediata, otras a distintos plazos, pero todas juntas forman el único entramado que sostiene nuestro vivir. La simple ilusión de tenerlas ya es una buena ilusión. Luego, poco a poco, van muriéndose cumplidas o quizá a veces caídas, pero no importa demasiado, porque otras van apareciendo espontáneamente y nos obligan a seguir tras ellas para conseguirlas, y así es posible ir tirando con el alma alegre. Y al final nos daremos cuenta de que las ilusiones son las partes indivisibles del último estado en el que podemos refugiarnos.
Esas pequeñas ilusiones de cada día, que nos vamos forjando sin querer ni pretender y que pierden todo su hermoso brillo cuando se cumplen, son las que nos traen buena parte de las menudas alegrías que nos son dadas. No las despreciemos ni nos sintamos disminuidos en nuestra consideración por confesarlas ni por entregarnos en sus brazos, que no es que de ellas también se viva, sino que sólo con ellas puede vivirse.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que linda reflexión, y cuantas veces pasamos por alto que la verdadera felicidad se encuentra en las cosas pequeñas y en las ilusiones de cada día