miércoles, 12 de junio de 2024

Cinco razones para no escribir en bable

 

No sé si el escritor debe dar los motivos de sus elecciones íntimas ni tampoco estoy muy seguro de que pueda hacerlo, por más que su deuda permanente con el lector le empujen a ello. Las elecciones íntimas suelen dejar poco margen a la propia decisión. Nos vienen impuestas por la mano que tira los dados del mundo, pero todavía queda -seguimos hablando del escritor- un amplio espacio en el que le es posible hacer lo que por obligación le corresponde: la invención de ámbitos y peripecias imaginarias Y ahí sí que puede dar las razones de todo aquello que quiera hacer y de cómo quiere hacerlo. El escritor puede, por ejemplo, en estos momentos de polémica en que a nadie le parece importar la opinión de los que realmente trabajan con las palabras, dar estas razones de por qué no escribe en bable:  

Porque es sabido que todas las mistificaciones son malas, y esto tiene mucho de mistificación. Cualquier visión ecuánime viene a coincidir en que en la actualidad el bable funciona como un dialecto del español, sobre la base de incorporar todos sus vulgarismos morfológicos y fonéticos y de apropiarse sin contemplaciones, aunque distorsionándolos, de cuantos vocablos precise. Se transgrede así el principio imprescindible para que una lengua crezca sana y limpia de conciencia: ha de nacer del pueblo, ha de ser hecha por los hablantes día a día, y sólo cuando su dimensión así lo exija, han de crearse las instituciones que la regulen, sistematicen y doten de normas unificadoras. En el caso del bable el proceso está discurriendo exactamente al revés.

Porque todo escritor ha de sentirse heredero de una tradición literaria, mejor cuanto más rica y fecunda, de la cual, mientras vive, es su representante y continuador. La tradición literaria del bable es prácticamente inexistente, y resulta difícil estar dispuesto a renunciar a un inmenso capital, acumulado por algunos de los más grandes escritores de la Historia, sólo por satisfacer frustraciones localistas, o por -algo peor- conseguir algunas prebendas en forma de facilidad editorial. Al fin y al cabo, como diría un relativista positivo, la cola del león es cola, pero pertenece al león; la cabeza del ratón es cabeza, pero de ratón.

Porque, dejémonos ya de mantos piadosos: como valor cultural es insignificante; como factor de identificación, insuficiente, y como instrumento de comunicación, innecesario. Puede decirse que es una lengua "in".

Por simples razones prácticas o, digamos, de producto final. Hacer un mueble de pino teniendo al alcance caoba, no parece una decisión acertada del carpintero. Escribir en un habla intranscendente teniendo como idioma materno una de las dos o tres grandes lenguas de cultura de la historia, puede responder a cualquier cosa menos a la lógica. Y no lo tapemos con el eterno gabán del sentimentalismo, que no todo puede cubrirlo. Que el bable viva su vida en buena hora, pero sin injertarse en cuerpos ajenos para sobrevivir y sin apropiarse de la savia de nadie para no convertirse en una lengua advenediza, que así lo parece ahora. Y si le llega el momento de la extinción natural, pues aceptémoslo. A fin de cuentas, si hemos dejado morir sin derramar una lágrima el latín, el más importante instrumento de cultura de la civilización occidental, con lo bien que nos vendría ahora, menos habría de extrañar que desapareciese uno de sus dialectos menos importantes, sin función alguna que cumplir.

Porque hasta la misma esencia del dilema es insegura. Se quiera admitir o no, el bable no es lengua materna de nadie. Una cosa es crecer al lado de determinadas palabras y otra instalar el mundo personal en una lengua. Y así, resulta patético ver al homo urbanus de turno haciendo que lo habla, cuando lo que realmente hace es traducir mentalmente como puede.

Porque, en definitiva, quienes dotan a la literatura asturiana de valor y consideración ajena no son Pachín de Melás ni Maruja la Panoya, sino Clarín, Casona y otros. Estos son los que nos incorporan a la literatura universal. Y, digan lo que digan, esa sí que es verdadera asturianía.

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