lunes, 15 de abril de 2024

El mes de mi vida (3)

 Martes de carnaval. Mis delirios se han calmado y vuelto más reales. Llevo ya más de un mes de diálisis y poco a poco estoy tomándole el pulso, aunque no se deja fácilmente. Hay que decir ante todo que entre los que vamos a diálisis no existe ambiente de grupo; no se comparte nada, ni miradas, ni experiencias, ni casi palabras. Hay alguna cotorra que no calla, pero en realidad se trata de alguien que tiene así su instalación morfológica; naturalmente, sólo alguna colega tiende a hacerle caso. 
 Son muy aburridas las sesiones. Cuatro horas que al final se convierten siempre en seis. Lo peor es la inmovilidad. Yo pienso, veo, observo y, cuando tengo suerte, duermo. Salvo los continuos pitidos de las máquinas, nadie me molesta en el ambiente. Parece que el silencio es el aliado que buscan todos. 
 Me han sacado ya muchos litros de líquido, y aún quedan otros tres por sacar. El problema es que esta bajada de peso está haciendo que a su vez me baje la tensión arterial y entonces el corazón no resistiría. Así todo, la nefróloga decide prolongar mi tiempo en un cuarto de hora y sacarme dos litros más y dejarme en dos kilos menos. Lo cierto es que he mejorado en cuanto a aspecto físico, y mucho, según me dicen todos los: todos los allegados que siguieron mi enfermedad paso a paso; lo comentan las enfermeras entre sí y para todos soy motivo de sorpresa. Debe de ser que me he abierto a comer más y de todo. Y eso que no respeto demasiado el régimen de dieta hídrica que mandan, esa que dice que sólo se puede beber al día medio litro más que la cantidad de orina que se genere.
 La comida es buena en el hospital, a despecho de los que siempre se quejan de todo. Abundante, variada y seguramente sabrosa si tuviera algo de sal. Un menú de un día cualquiera puede consistir en paella marinera, fritos de pescado con limón, y como postre fruta, flan o arroz con leche, más un batido energético. Lo desayunos, eso sí, son invariables: café con leche, mermelada, mantequilla y diez galletas. 
 Poco a poco me voy adaptando a mi nueva situación y creando a mi alrededor un mundo distinto del que tenía para cubrir las nuevas necesidades que me he encontrado. He de tender a mantener lo que se pueda de antes y a hacer propias las exigencias de la nueva situación. Por fortuna vivo en una época y un país que me lo posibilitan, cosa impensable en tiempos no muy lejanos, y no sólo en lo que se refiere a los aspectos médicos, sino en los que afectan a la vida cotidiana. La movilidad, por ejemplo. Hoy me he comprado una silla, que me solucionará en parte los problemas de desplazamiento. Una silla mediana, adecuada para lo que pretendo, que es simplemente poder moverme por casa. Tras mucho buscar la encontramos en internet por 369 euros, los que con más gusto he gastado en mi vida.
Sábado. Estos días pasados siguieron las sesiones de diálisis, pero aún quedan otros dos, que parecen ser la obsesión del jefe de diálisis, por lo que me han previsto el próximo jueves un suplemento especial, sin querer advertir que sería el tercer día consecutivo.
 Jueves. Diálisis extra. Y el cuerpo reventó. Fue un día de los que es necesario olvidar cuanto antes. Yo lo había advertido al jefe de Nefrología; que estoy agotado, que no tengo ningún síntoma negativo, que no pasaría nada por descansar este jueves, que tres días seguidos no sé si lo aguantaría, pero con un médico es inútil discutir porque te miran siempre con expresión de qué sabrás tú y no admiten nunca más sugerencia que la suya. El caso es que pronto la tensión arterial bajó a menos de 7. Se probaron todo tipo de maniobras para subirla, pero el corazón entró en arritmia. El médico ordenó detener la diálisis y enviarme a Cardiología por Urgencias. Luego me explicó lo que pretendía hacer: 
 -Has tenido un episodio de arritmia severa, así que vamos a cambiar las preferencias. No vamos a fijarnos tanto en los pequeños edemas de las piernas; podemos vivir con ellos. Hemos de atender ante todo al corazón. Vamos a suavizar la diálisis. 
 No le pregunté en qué consistiría esa suavización. 
 La tarde en Cardiología de Urgencias la guardo como la peor de mi vida. No quiero exagerar ni despertar en nadie ningún tipo de emociones, pero nunca me sentí más limitado ni más consciente de lo poca cosa que somos. Un día entero en una incómoda cama, sin comer ni beber, soportando un sonido estridente y continuo que parecía salir de las trompetas del Apocalipsis y, sobre todo, un desfile de individuos con una jeringa en la mano que pasaron por mi cama y me acribillaron el cuerpo a base de pinchazos, curas, electrocardiogramas y todo tipo de perrerías sin ninguna consideración. A las diez de la noche por fin me soltaron. Mientras esperaba el taxi en la acera del túnel de acceso, me dio por pensar que aquel lugar solitario e inhóspito, entre bloques de hormigón, en el que habían dejado mi cuerpo magullado y dolorido, era el lugar más prometedor del mundo, porque venía firmado con la palabra libertad.

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