lunes, 15 de abril de 2024

El mes de mi vida (2)

 Estos primeros días en el hospital, tras el ingreso fueron un paréntesis radical en la vida que había vivido hasta ahora. Ni los recuerdos, ni los sentimientos, ni los deseos, ni los propósitos, ni la realidad que veía encajaban con el convencimiento que me había inundado de que estaba en otra dimensión. Pasé unos días entre fantasías y alucinaciones, con noches llenas de extrañas y siniestras asechanzas que yo veía como amenazas ciertas, ante las que me encontraba completamente solo, porque alguna vez que lo quise comentar con mi compañero de habitación no me hizo ningún caso. Estaba seguro de que se había urdido un plan contra mí; había caído en manos de alguna poderosa red que quién sabe qué propósito tendría; no me encajaba ni el motivo de mi estancia, ni las incongruencias que veía. Ahora sé que dije muchas tonterías, que nadie tuvo en cuenta, porque iban con cargo al estado de mi mente. En eso, y en otras muchas cosas, he de agradecer la generosa comprensión y la actitud de infinito respeto hacia mí en unos momentos de extrema vulnerabilidad. 

 En aquel revoltijo en que se había convertido mi mente algo me hacía clasificar y calificar las circunstancias que me afectaban, comenzando por las más cercanas. Médicos, enfermeras, auxiliares, celadores, compañeros de habitación, todos formando un abanico de caracteres diversos entre los que hay que elegir a cuáles conviene aproximarse y con quiénes hay que guardar distancia dentro de lo posible. Las enfermeras, por ejemplo, dan para sacar conclusiones, quizá en mayor medida que el cuerpo médico, porque son los primeros ojos que ve el paciente cada mañana. Como en todos los ámbitos, las hay buenas y malas, es decir, vocacionales y simples asalariadas. Una buena enfermera siente la cercanía del enfermo, para ella es algo más que el objeto directo de su trabajo; ve en él a un ser doliente en un momento angustioso, quizá final, y sabe acariciar su mano y esbozar una sonrisa en la que se trasluzca una esperanza. Trata de ahuyentar su miedo, consuela, anima, fortalece sin engañar, irradia confianza, es paciente y comprensiva, no se queja. Una buena enfermera, yo tuve alguna, es una de las mayores suertes que se pueden tener en un hospital.         

La Navidad pasó callada y en mi caso desapercibida, aunque es verdad que en el hospital se esmeraron en servirnos una cena especial con ribetes navideños, pero yo ni me fijé en ella. Eso sí, tuve todas las visitas de los míos, que luego se marcharon a casa a celebrar la fiesta tal como yo les pedí: con la alegría de siempre, sin que me echaran de menos.

Días tristes, en los que lo único que quería era que me dejaran en paz y, sin embargo, con un íntimo deseo de que alguien viniese a verme. Días de ausencia de raciocinio lógico y debilitamiento sensorial, en los que todos se portaron conmigo según el verdadero significado del verbo compadecer, tanto los que lo hicieron desde su postura profesional como los que lo llevaban en el corazón, especialmente mi familia. Fue difícil entender mi conducta y yo no fui capaz de explicar que durante unas cuantas noches de este comienzo de febrero se convirtieron en una sucesión de sueños absurdos, irreales, envolventes y posesivos, que no podía olvidar durante el día. El caso es que, aunque la intuía muy cerca, no sentí el miedo de la muerte ni era consciente de que estaba a punto de abrazarla.

 También la Nochevieja pasó de puntillas para nosotros. El fin del 2023 no mereció ni un brindis ni una breve ráfaga de emoción en su despedida; simplemente se le echó al basurero del olvido con el deseo de que no reapareciera nunca más.

 No acabo de comprender la intrahistoria de un hospital. Seguramente vengo con prejuicios deformados, que me hablaban de un mayor rigor. Vayan dos pequeños ejemplos de situaciones en los que el protocolo y la costumbre tienen más valor que la lógica y la eficiencia. Acababan de servir la cena y me disponía a tomarla cuando aparece alguien que me tapa la boca con una máscara que me cubre media cara y me da aspecto de diablo; es una mascarilla de oxígeno que dura veinte minutos, pero nadie pensó que daría el mismo resultado si me la pusieran después de cenar; al menos comería caliente. Otra noche me despiertan en pleno sueño para decirme que me van a sondar de nuevo porque creen que puedo tener algún coágulo. Vuelven a manipularme y yo a aguantar, pero se ve que le chica que lo hace es una estudiante en prácticas y no tiene mucha idea. A cambio, hoy me dice el cardiólogo que las pruebas hechas para medir la arritmia cardiaca han salido favorables; a sus efectos tengo ya el alta. De todos los problemas que me han caído (gripe A, insuficiencia renal, arritmia, covid, etc.) ese ya es uno menos. Lo que importa es que mis válvulas laterales han mejorado y anuncian ya la salida del hospital. También hoy una enfermera, me dice que ha comprado mi libro El entierro de Lucas y me lo trae para que se lo dedique.

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