Por el campo castellano la primavera parece que llegara con una
gana irrefrenable, mucho más que por aquí, por el norte, donde viene resuelta más
bien en puro follaje y como con prisas de entrar pronto en el verano. En la
llanura, la primavera se asienta con el gozo de quien se sabe bien recibido y
puede lucir todas sus gracias sin obstáculo alguno. Están los jarales blancos,
y los sembradíos cubiertos en toda su extensión por el rojo ondulante de las
amapolas. Asoma el trigo verde como una esperanza, y el centeno, más pálido, y
el alcacel, y hasta los taludes que bordean ambos lados de la carretera parecen
inmensos macizos de flores, plantados quién sabe por quién, azules de genciana,
blancos de margaritas, violetas de violetas y rojos, sobre todo rojos, de la
gran flor simbólica de las tierras de pan y cereal. Luego llegará la espiga
dorada y aún después la viña, pero el problema de éstas con la primavera es que
ya no forman parte de ella. O sea, exactamente el mismo que tenemos los hombres
con la juventud.
Si uno se decide a internarse en el campo comenzará a sentir los aromas infinitos del aire, que la primavera no sólo es hacedora de colores ni halaga únicamente a la vista, sino a casi todos los sentidos, aunque a unos más que a otros. A este del olfato, el más sutil de todos, desde luego que sí. La llanura de las hondas perspectivas serias, la de las castas soledades hondas y de las grises lontananzas muertas, es en primavera, ante todo y sobre todo, color y aroma, ambos estallantes, como si toda la sensualidad residiera en lo que se ve y se aspira y no hiciera falta más. O acaso como si cada tierra tuviera asignada su contribución específica en la gran tarea del gozo de la vida. El campo castellano aspiró profundamente el aire del asturiano y le dijo: eres un campo sin olores. Y el asturiano se quedó un momento escuchando y replicó: y tú un campo sin sonidos. Luego se dieron la mano y reconocieron que los dos tenían razón, aunque ninguno del todo.
Por el campo castellano están viviendo las amapolas su breve existencia, ofreciendo al viajero la visión del terruño enrojecido como una herida gozosa. Luego, el sol del verano igualará los colores y todo será amarillo y ocre, pero ahora merece la pena detenerse y mirar y sentir y aspirar y saber que es impiedad pasar de largo, porque nada justificaría negarse a la invitación de tratar de alcanzar el viejo sueño del poeta: ver el cielo en una flor silvestre y encerrar la eternidad en una hora.
Si uno se decide a internarse en el campo comenzará a sentir los aromas infinitos del aire, que la primavera no sólo es hacedora de colores ni halaga únicamente a la vista, sino a casi todos los sentidos, aunque a unos más que a otros. A este del olfato, el más sutil de todos, desde luego que sí. La llanura de las hondas perspectivas serias, la de las castas soledades hondas y de las grises lontananzas muertas, es en primavera, ante todo y sobre todo, color y aroma, ambos estallantes, como si toda la sensualidad residiera en lo que se ve y se aspira y no hiciera falta más. O acaso como si cada tierra tuviera asignada su contribución específica en la gran tarea del gozo de la vida. El campo castellano aspiró profundamente el aire del asturiano y le dijo: eres un campo sin olores. Y el asturiano se quedó un momento escuchando y replicó: y tú un campo sin sonidos. Luego se dieron la mano y reconocieron que los dos tenían razón, aunque ninguno del todo.
Por el campo castellano están viviendo las amapolas su breve existencia, ofreciendo al viajero la visión del terruño enrojecido como una herida gozosa. Luego, el sol del verano igualará los colores y todo será amarillo y ocre, pero ahora merece la pena detenerse y mirar y sentir y aspirar y saber que es impiedad pasar de largo, porque nada justificaría negarse a la invitación de tratar de alcanzar el viejo sueño del poeta: ver el cielo en una flor silvestre y encerrar la eternidad en una hora.
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