En los campos de Ucrania sigue retumbando el siniestro sonido de
la guerra sin que se vislumbre una perspectiva cercana y medianamente optimista
de paz. Se destruyen ciudades y monumentos, se arrasan fábricas y tierras de
labor y, sobre todo, se acaba con la vida de miles de miles y miles de
personas, hombres, mujeres y niños, que vivían pacíficamente sin hacer daño a
nadie. Y toda esta locura, todo este horror, todo este maldito vendaval de muerte
y destrucción de una nación y de nuestra esperanza de un mundo mejor se debe a
que un conjunto de individuos de vida lujosa, la mayoría estúpidos y amigos del
vodka, mandados por otro sin escrúpulos ni sensibilidad, han decidido que eso sea
así antes que soportar la sensación de que el orgullo de su país sufra el menor
desaire. Y así ya van más de siete meses. Las esperanzas de una resolución
rápida se fueron debilitando a medida que el valor y los recursos de los
agredidos se hacían cada vez más fuertes y oponían más resistencia. Lo que se
preveía una marcha triunfal entre aplausos y frases de bienvenida se ha
convertido en una huida en desbandada y en una interminable sangría de vidas jóvenes
y de gentes inocentes que solo se dedicaban a ejercer el oficio de vivir cada
día.
Con el primer tanque ruso que cruzó la frontera ucraniana comenzó
no sólo una guerra sobre el terreno contra este país con el fin de anexionarlo,
sino otras de las que seguramente eran muy conscientes en el Kremlim: una
guerra contra cualquier intento de contestación política imponiendo un orden en
el que se reduzcan los espacios de crítica al poder, y a la vez una guerra
contra Occidente para acabar con su hegemonía y reformular un nuevo orden
mundial similar al anterior. Del resultado de la primera dependen las otras
dos, quizá con el mismo grado de importancia.
El mayor problema de todas las guerras de agresión es el de su
final. No vale más que el de la victoria, porque cualquier otro llevaría
consigo la autodestrucción del agresor, y la Historia moderna está llena de
ejemplos, desde Napoleón hasta Hitler. Ya lo escribió Tácito: para quienes
ambicionan el poder no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio.
Eso implica el peligro de la huida hacia delante a la desesperada, que es lo
que parece insinuar el jerarca ruso ante los inesperados descalabros de sus
tropas, al deslizar referencias al armamento nuclear. Esperamos que por esta
vez se cumpla aquello de que mientras se amenaza descansa el amenazador. Entre
tanto estaremos en vilo, atentos a los telediarios y sabiendo que, como poco,
viviremos las consecuencias en las frías noches del invierno que se avecina.
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