miércoles, 10 de octubre de 2018

Zeinab

Vivir es un azar y morir una necesidad, no hace falta ser un gran pensador para llegar a esa conclusión, pero el necesario hecho de la muerte puede tener un componente de azar en lo que se refiere al modo y al momento, según sea el lugar y el tiempo en que le haya tocado vivir a uno. Zeinab tenía 24 años. Había nacido y vivido en Irán, y en Irán murió. La habían casado a los 15 y desde entonces no hubo un día en que no sufriera abusos y maltratos por parte de su marido y continuas violaciones por parte de su cuñado. Tenía 17 cuando el marido fue muerto a puñaladas. Fue acusada del crimen, a pesar de que había indicios para sospechar del cuñado, sometida a torturas para lograr su confesión, llevada ante un juez sin abogado ni asistencia legal alguna, y condenada a la horca. De nada sirvieron las llamadas a la clemencia de algunos organismos ni las críticas al proceso por parte de juristas y analistas especializados en el caso; mucho menos el hecho de que resulte tan difícil distinguir el tenue hilo que separa la rígida letra de la ley del espíritu que en ella se encierra. El pasado miércoles, Zeinab fue colgada de una grúa.
Cuesta imaginar lo que sucede tras los muros exteriores de esos regímenes, en la oscuridad de sus cárceles y sus juzgados, con los acusados a merced de la posibilidad casi cierta de decisiones arbitrarias y de una red de prejuicios de tipo ideológico que se sobrepone al concepto de justicia. En el caso de la mujer, el delito adquiere matices añadidos; se le endosa una gravedad mayor, pese a que su condición de ser inferior, según el dictamen establecido, bien podría ser un atenuante. Pues no; se hace más imperdonable y más terrible en su condena, porque a la dureza de la cárcel hay que añadir la sensación de indefensión y abandono por parte de la sociedad e incluso de la propia familia.
Ser niña en un país regido por leyes civiles cuya legitimidad inmutable emana fundamentalmente de su origen teocrático, supone una vida entera sometida a una prueba de la que no todas logran salir indemnes. Obligadas a casarse a la edad en que deberían estar jugando al escondite en el parque, educadas para rechazar como inconcebible toda actitud que no sea la del sometimiento y la obediencia, y enfrentadas a un marido consciente de su autoridad y preparado para ejercerla, se convierten en una presa fácil de maltratos, violaciones y anulación de la voluntad. Y al final, cuando la desesperanza y el sufrimiento les ciega hasta el punto de acabar con su maltratador, les espera el patíbulo, no importa la edad que tenían en el momento de los hechos. En lo que va de año, en Irán ya han ejecutado a cinco chicas que eran menores de edad cuando cometieron el delito.
Por aquí, la lejanía del hecho debe de diluir su efecto, porque ninguna de las voces que tanto se oyen habitualmente ha alzado el tono más de la cuenta: ni nuestras aguerridas feministas de las tertulias y revistas, ni el Gobierno del nosotros y nosotras, ni mucho menos ese partido tan progre que ve en la televisión iraní la cima del progresismo. Debe de ser cuestión de perspectiva.

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