miércoles, 24 de octubre de 2018

Una esperanza lejana

Se llama de cualquier manera, no importa, un anónimo más en esa riada de seres anónimos que avanza hacia el norte en busca de una vida distinta, eso le han dicho. Cumplió trece años hace unos días y tuvo como regalo los zapatos deportivos que lleva puestos, ahora comprende por qué. Camina de la mano de su hermana pequeña detrás de sus padres, llevando a la espalda la parte del equipaje que el padre decidió que correspondía a cada uno. La mayor parte lo lleva él, claro, que por algo es el más fuerte y además está acostumbrado a los trabajos más duros. También su madre anda encorvada bajo la carga de su fardo, así que no se atreve a quejarse del peso de su bolsa, aunque cada vez le duelen más los hombros. Hace ya muchos días que salieron de su aldea cerca de San Pedro Sula, y apenas se han detenido algún momento para hacer un descanso; alguien toma las decisiones y toda la muchedumbre obedece sin rechistar, seguramente porque nadie sabe exactamente dónde están ni cuál es la mejor ruta a seguir.
Hace un calor sofocante que parece convertir el aire en una masa gelatinosa. El sudor cae a chorros y los mosquitos se vuelven insoportables con el sol de mediodía, pero quizá la mayor angustia es la sensación de hacinamiento que le oprime. Lo más importante es procurar no soltar de la mano a su hermana para que no se pierda entre la gente. No entiende nada. Mira a los que van junto a él y solo ve unos ojos cansados, fijos en el suelo, y unas caras en las que quiere leer algún brillo de esperanza y lo único que adivina es una decisión firme de seguir adelante pase lo que pase. Pero no, no entiende nada. Sabe que han entrado en Guatemala porque han cruzado un lugar donde ondeaba otra bandera y había unas vallas derribadas y unos guardias uniformados que enseguida se retiraron a sus casetas. La frontera de Agua Caliente, dijo alguien. Luego, un camino parecido, largo, inacabable, hasta alcanzar la siguiente frontera.
Al fin, llegan al río Suchiate, que marca el límite con Méjico. El puente esta tomado por la policía, que trata de impedir el paso a los que no tienen los papeles en regla, que son casi todos. Algunos se tiran al río para alcanzar a nado la orilla mejicana. Otros intentan entrar en tromba; hay unos pocos que desisten y deciden regresar a Honduras, y otros muchos están indecisos. Él ve a su padre hablar y gesticular con unos individuos, y terminan cruzando el río en un bote, evitando los controles. Ahora tienen por delante el inmenso territorio mejicano antes de llegar a su destino. Oye al tipo del bote decir que les quedan unos 2.000 kilómetros. Los que cruzaron se han reunido en un pueblo, donde les han acondicionado un modesto alojamiento en tiendas de campaña. Está mojado y aturdido; le duelen los hombros y la espalda; se encuentra tan rendido que apenas tiene fuerzas para comer, pero el sueño llega.
Y mañana seguirá su camino con la mochila al hombro, sonriendo a su hermana y a sus padres para que no se den cuenta de la herida que le han hecho las zapatillas en el pie y preguntándose por qué le obligaron a dejar su pueblo y por qué todos hablan de una tierra nueva y ninguno contesta cuando pregunta qué será de ellos allí.

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