miércoles, 7 de diciembre de 2022

Entrar en la Historia

La Historia debe de ser un lugar de amena estancia y una residencia de cómodo vivir, a juzgar por la cantidad de gente que pretende entrar en ella a costa de lo que sea. En realidad, una buena parte de los hechos que han configurado la trayectoria humana a través del tiempo tienen su origen en el afán de sus protagonistas por dejar su nombre para la posteridad, como si una vez que le cierran a uno los ojos fuera a disfrutar de los elogios que le puedan dedicar. Las páginas de la Historia solo admiten a algunos elegidos, y figurar en ellas es la gran aspiración de muchos y, como consecuencia, causa y origen de hechos heroicos a la vez que  de guerras y conflictos o acciones de descerebrados. El caso más famoso de estos últimos es el de Eróstrato, que incendió el templo de Artemisa en Éfeso para que su nombre fuera conocido en el mundo entero, cosa que consiguió a pesar de todos las medidas que se tomaron para silenciarlo. Mucho más cutre y con menos aspiraciones fue el de un cabrero de Gallipienzo, un pueblo de Navarra, que metió sus cabras en los viñedos mientras los vecinos estaban en misa porque "quiero hacerme famoso", según dijo; se ve que se conformaba con una ración limitada de gloria. En el lado contrario también hay ejemplos de gentes a quienes la fama no les importa gran cosa y prefieren encontrarse famosos para sí mismos en su interior. En una ciudad levantaron una estatua a un escritor mediocre cuando había otro con mucho más prestigio y merecimiento. Alguien le preguntó a este si se sentía molesto, ya que nadie se explicaba por qué no le habían puesto a él. "No me preocupa nada -respondió-. Peor sería si me hubieran puesto y todos se preguntaran por qué".
Ha dicho el presidente del Gobierno que una de las razones por las que cree que pasará a la Historia es por haber sido el que ha desenterrado a Franco. Hombre, algo engreído si parece. No sé en qué renglón de qué página le habrá reservado la Historia un sitio para su nombre, pero seguramente será en una esquina y en letra pequeña, porque sin duda tiene por delante a una infinidad de candidatos con más méritos que el de cambiar de tumba a alguien que llevaba enterrado allí casi cincuenta años. Qué hambre de inmortalidad y qué migas tan insignificantes para satisfacerlo; va a tener que acumular otras mucho más sustanciosas si quiere dejar como recuerdo algo más que la hora de trabajo para el marmolista, que decía el filósofo. Claro que siempre le queda aspirar a figurar en la historia de la egolatría

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