miércoles, 4 de diciembre de 2019

Nuestro mejor refugio

Es este un tiempo en que parece que todas las noticias se han conjurado para desasosegarnos y hacer que vivamos en continua preocupación. No, no es este un buen momento para cultivar el optimismo. En realidad nunca lo fue. A lo largo de nuestra vida, y aun en la historia entera, no parece que haya habido muchos períodos en los que se haya podido vivir sin preocupaciones ni amenazantes nubes negras. Debe de ser así la condición del hombre: estar en manos de un conjunto de fuerzas ajenas a nosotros que nos zarandean los sentimientos y alteran nuestro estado de ánimo según se manifiesten. Somos sus sujetos pasivos. Nuestra mejor defensa consiste en buscar refugio en nuestro interior, allí donde somos nosotros quienes dictamos el orden de nuestra vida. Ante la intemperie que nos rodea somos seres débiles, y eso nos obliga a vivir sostenidos por los pequeños anhelos que solicita el corazón y por la esperanza de su cumplimiento. Es decir, por las ilusiones.
A nuestra pequeña vida le afectan poco las grandes definiciones y los grandes movimientos de fuerzas. El único mal que de verdad amenaza a nuestro espíritu es la carencia de algo que esperar. Si fallase la última ilusión, si se apagase hasta el más pequeño rescoldo del último motivo, todo quedaría plano y oscuro como la noche. Pero mientras están ahí, nos sostienen sin darnos cuenta, nos empujan hacia adelante; la ilusión por nosotros, por los hijos, por el viaje de mañana, por la cena de hoy con los amigos. Nos componemos de ellas en todo grado y categoría, desde ver el triunfo de tu equipo del alma hasta una mejor vida en el más allá, que ha sido siempre la gran ilusión humana por antonomasia.
Recuerdo a un tipo cuyo acto primero de cada día era el de abrir el periódico para leer la columna de su escritor favorito. Al hombre la vida no le había ido precisamente bien; el mundo era para él un lugar hostil, en el que el acto más inteligente que cabía hacer era irse de él de una vez; los amigos, la lealtad, el cariño eran palabras bonitas, pero las reales eran decepción, egoísmo, soledad; hacía tiempo que no sabía lo que era una esperanza, ni siquiera la de tenerlas. Y sin embargo, el breve placer diario que le proporcionaba aquella lectura le bastaba para seguir viviendo. La pequeña ilusión de cada mañana de encontrar un pensamiento con el que identificarse o una afirmación que suscribir interiormente o la frase mágica que parece escrita pensando en el propio estado de ánimo, sostuvieron poco a poco el débil hilo, hasta que todo pudo volver a ser como antes.
Las ilusiones no se comen, pero alimentan, decía un personaje de novela que apenas ya las tenía. El día está lleno de ellas, unas de realización inmediata, otras a distintos plazos, pero todas juntas forman el único entramado que sostiene nuestro vivir. La simple ilusión de tenerlas ya es una buena ilusión. Luego, poco a poco, van muriéndose cumplidas o quizá a veces caídas, pero no importa demasiado, porque otras van apareciendo espontáneamente y nos invitan a seguir tras ellas para conseguirlas. Y al final nos daremos cuenta de que las ilusiones forman el último estado en el que podemos refugiarnos.

No hay comentarios: