miércoles, 18 de julio de 2018

Un invitado que sobra

Entre los muchos criterios que se aplican para clasificar a los restaurantes hay uno que debería estar a la cabeza de todos y que los dividiría en dos grandes grupos: los que sienten respeto por sus comensales y procuran brindarles un ambiente que les haga lo más agradable posible el acto de comer, y los que no tienen ninguna consideración con ellos y les obligan a hacerlo soportando una compañía que no han elegido. Es decir, los que tienen el buen gusto de ofrecer un comedor sin televisión, y los que lo tienen presidido por el dichoso aparato, convertido en un comensal más y, por lo que parece, el más importante. A muchos nos parece que ese es un factor revelador de la categoría del restaurante: la diferencia entre sentirse acogido por quien hemos elegido para que nos brinde un momento agradable en torno a una mesa o tener la sensación de que lo que menos le importa a quien nos va a pasar la factura es que estemos a gusto. O sea, entre el buen restaurador y el que olvida que la calidad de un restaurante no se mide solo por lo que se encuentra en el plato.
El caso es que su omnipresencia es aplastante. Apenas hay algún establecimiento que no tenga en su comedor la correspondiente pantalla como la imagen de un dios imprescindible. Y eso que si algún enemigo tiene el buen comer es la televisión. Tratar de disfrutar de una comida en familia aguantando el habitual corro de cotorras de Telecinco insultándose a grito pelado, o soportando la ración diaria de información sectaria y sesgada que nos brinda la Sexta al rojo vivo, viene a ser metafísicamente imposible. Querer entablar una conversación con tu acompañante mientras Torra te mira desde la pantalla o te martirizan a publicidad, es un intento irrealizable. Pero al hostelero eso no suele importarle nada; por mucho que uno se lo pida jamás apagará el aparato. Ni siquiera aunque el que lo solicite esté solo en el comedor y le diga que no quiera ver la maldita televisión. Alguien me explica que algunas cadenas le pagan por tenerla conectada y así contribuyen a aumentar los índices de su audiencia. No sé, pero desde luego cada vez ponen más; hay establecimientos que tienen hasta cinco aparatos, todos encendidos, por supuesto. Si esto es así, poca credibilidad cabe dar a tales índices, porque fuera del fútbol nadie atiende jamás a la televisión en un bar.
Y hacen bien, desde luego, porque a un bar se va a pasar un momento distendido, a charlar con alguien o simplemente a leer el periódico mientras se toma la bebida preferida, pero no a que le den a uno la misma tabarra que en casa, y mucho menos en el solemne momento de disfrutar de una buena mesa en compañía. Sé de alguno que ha adoptado la norma de no ir jamás a un restaurante que tenga un televisor en el comedor; prefiere comer un bocadillo en el parque. Ya ha hecho una lista de aquellos que todavía tienen la consideración de no amargarle la comida; no es una lista muy larga, pero le basta para poder seguir disfrutando del placer de comer fuera de casa.

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